«Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Palabras de la Constitución (art. 16, 3), inconcretas como todas, pero que eliminan toda tentación de fundamentar el laicismo en la ley de leyes. Lo que sí puede fundamentarse en ella es la laicidad, pues «ninguna confesión tendrá carácter estatal» (id.).
Conviene insistir en esta diferencia, porque se sigue jugando con el idioma y confundiendo conceptos. Se ha presentado en sociedad una «Plataforma ciudadana por una sociedad laica», integrada entre otros por la Federación de gays y lesbianas, la Federación de mujeres separadas y divorciadas, la Confederación de asociaciones de padres y madres (sic) de alumnos y las federaciones de Enseñanza de UGT y CC OO. No sé qué sentido tiene formar una plataforma para postular lo que ya existe. En rigor, lo de «sociedad laica» es un valiente pleonasmo: laico es «el que no tiene órdenes clericales» y la sociedad civil no es un convento ni un monasterio. Por cierto, lo que más se ha aproximado al ideal de configurar la sociedad de modo monástico fueron las fantasías de los socialistas utópicos.
Si lo que quieren es el laicismo, que lo digan así. Laicismo es la aspiración a marginar de la vida pública cualquier manifestación religiosa. Lo que no pasa de ser una arbitrariedad y una injusticia, pues los poderes públicos no están para reprimir las creencias de la sociedad, sino para garantizar el derecho a ejercerlas. El laicismo sólo puede hallar base en la suposición de que la fe religiosa es enemiga de la convivencia. Y así, el laicista pone el grito en el cielo cuando se entera de que tal o cual político milita en una organización cristiana, como si tal cosa supusiera una especie de doble obediencia o de infiltración.
Se supone que los deseados valores de libertad, igualdad, justicia… sólo triunfarían merced a los principios laicistas. Y, sin embargo, la experiencia histórica demuestra que allí donde se ha intentado organizar la sociedad al margen de los religioso, se ha desembocado en la opresión, la segregación y la injusticia. Pensemos en la Revolución francesa y su corolario, el terror de la guillotina; o en la otra revolución propiamente dicha, la rusa, y su universo concentracionario. En cambio, cuando el cristianismo ha inspirado las leyes, como en la Constitución norteamericana («in God we trust», rezan aún los billetes de dólar), ha producido lo mejor de las sociedades democráticas: las libertades civiles, los límites al poder del Estado…
En esta sociedad laica (con muchos ribetes de laicismo) los gays tienen tálamo en los cuarteles, las divorciadas su reconocimiento y su pensión, los sindicatos una pingüe subvención y una representatividad que no avala la realidad de sus afiliados… ¿Qué quieren aún? ¿Las cabezas cortadas de todos aquellos que osen contestarles? Lo siento mucho. Una conciencia violentada no se apacigua ni con eso.
Por Jesús Sanz Rioja