Sin libertad de enseñanza no hay verdadera democracia ni sociedad libre.
Hace siglos hubo un político romano, orador de arrebatada elocuencia, que, en ratos de ocio obligado, compuso algunas obras de filosofía política, todavía hoy leídas, en las que se inspiraron no pocos de los que en la época moderna lucharon –tan meritoriamente– por las libertades democráticas. Como filósofo que también era, no dejó de hacerse una de las preguntas fundamentales que plantea la democracia, esa forma de gobierno, que es una preciada conquista de la humanidad: ¿es todo objeto de votos? ¿tienen límites la libertad democrática y la voluntad popular? Pregunta tan consustancial con el régimen democrático, que es la misma que se hacen muchos pensadores modernos. A la vuelta de los siglos, el problema no ha cambiado. Es aquella vieja pregunta –aunque con matices nuevos– para la que cierto político español, un liberal, decía no tener respuesta. Este político no tenía respuesta, porque su ideario era liberal y para el liberalismo –que no debemos confundir con la democracia– no hay ni puede haber respuesta. Pero nuestro orador romano sí, la tenía. ¿Por qué el liberalismo no sabe ni puede responder a la cuestión? No tiene respuestas porque el liberalismo tiene entre sus fuentes el dogma rousseauniano de la bondad y de la infalibilidad de la voluntad general: lo que quiere la mayoría es necesariamente bueno y verdadero. Ciertamente, la mayoría ha cometido en los dos siglos que nos separan de Rousseau, los suficientes desaguisados como para que ni los más puros liberales crean ya en ese dogma. Pero siguen creyendo, si no en la bondad absoluta, al menos en la soberanía absoluta de la mayoría.
También nuestro filósofo romano creía en la democracia y en la mayoría. Pero sus maestros estoicos le descubrieron que el hombre –y por lo tanto también el pueblo– tiene un límite infranqueable, que si bien el pueblo es soberano, no lo es de modo absoluto, porque el hombre es, ciertamente, rector de sí mismo, pero antes que eso es un ser regido. No es el hombre, como quería el viejo Protágoras, la medida de todas las cosas. Es un ser libre, modelador de su destino, pero su libertad está gobernada por las exigencias objetivas de su propio ser. No es el hombre el criterio del bien y del mal, no es el pueblo el criterio de lo justo y de lo injusto; tal criterio es la ley natural.
Cicerón –que éste es nuestro romano– escribió, con la simplicidad propia de su estilo –de hace más de veinte siglos– una hermosa página al respecto, que conviene reproducir: Es absurdo pensar que sea justo todo lo determinado por las costumbres y las leyes de los pueblos. ¿Acaso también si son leyes de tiranos? Si los Treinta Tiranos de Atenas hubieran querido imponer sus leyes, o si todos los atenienses estuvieran a gusto con las leyes tiránicas ¿iban por eso a ser justas esas leyes? Creo que no serían más justas que aquella otra que dio nuestro interrey de que el dictador pudiera matar impunemente al ciudadano que quisiera, incluso sin formarle proceso. Hay un único derecho que mantiene unida la comunidad de todos los hombres, y está constituido por una sola ley, la cual ley es el criterio justo que impera o prohibe: el que la ignora, esté escrita o no, es injusto (…). Que si los derechos se fundaran en la voluntad de los pueblos, las decisiones de los príncipes y las sentencias de los jueces, sería justo el robo, justa la falsificación, justa la suplantación de testamentos, siempre que tuvieran a su favor los votos o los plácemes de una masa popular (…). Y es que para distinguir la ley buena de la mala no tenemos más norma que la de la naturaleza. No sólo lo justo y lo injusto, sino también todo lo que es honesto y lo torpe se discierne por la naturaleza. La naturaleza nos dio así un sentido común, que esbozó en nuestro espíritu, para que identifiquemos lo honesto con la virtud y lo torpe con el vicio. Pensar que eso depende de la opinión de cada uno y no de la naturaleza, es cosa de loco (De legibus, 1, 15-16.)
Claro que hoy se ha oscurecido tanto el concepto de ley natural, que no es posible tratar de la cuestión planteada sin dar un largo rodeo. Ruego al oyente que me acompañe en esta aparente divagación con su atención y cortesía; aunque el rodeo sea largo, la respuesta llegará.
1. La ley natural
Los fundadores de la ciencia jurídica europea –los llamados glosadores– fueron hombres en muchos aspectos geniales. Y por eso supieron escribir frases tan cortas y, a la vez, tan llenas de sentido, que la posteridad no ha podido menos que gastar bastante ingenio en meditarlas e interpretar su rico contenido. Y hay una de esas glosas que revela –contra lo escrito por algunos autores, que me atrevería a calificar de poco entendedores del alma de los medievales– un profundo conocimiento cristiano de la ley natural. Junto a los textos romanos –paganos– que nos hablan de la naturaleza como principio del ius naturale, la glosa en cuestión contiene una aclaración que vale por muchas páginas: natura, idest Deus. «La naturaleza, esto es Dios». No quería con esto nuestro glosador, ni situarse en una visión panteísta de resonancias más o menos estoicas, ni negar que la ley natural tenga como fundamento inmediato la naturaleza humana. Su intención fue glosar un texto pagano con la luz que la revelación cristiana proyecta sobre la ley natural. Ley natural, sí, fundada en la naturaleza humana, pero en una naturaleza humana que es creatura, obra de un Dios personal, que a través de ella manifiesta su Sabiduría y sus planes amorosos de felicidad y de bien para el hombre. La ley natural, penetrando en su fundamento último, nos aparece como razón y voluntad – ley– de Dios, fruto del poder, de la sabiduría y del amor divinos.
Porque la ley natural es inclinación grabada en la naturaleza del hombre procede de la acción creadora de Dios. No es la ley natural una superestructura impuesta al hombre, individual y socialmente considerado, unos mandatos, sin duda justos y buenos, pero, en definitiva, extrínsecos a su ser. La ley natural es ley constitutiva del hombre, una dimensión de su ser en relación a su desarrollo existencial.
La ley natural enlaza con el poder creador divino, porque es una ley inherente al ser del hombre y de la sociedad. Es éste –ley del ser– un matiz que importa resaltar, porque sin él deja de tener sentido hablar de ley natural.
El desarrollo existencial de la persona humana no es, primariamente, un simple sucederse de hechos, un mero acontecer. Reducir el desarrollo existencial del hombre al mero acontecer, es uno de los más brutales vaciamientos de la vida humana, porque equivale a despojarla de su sentido. Entonces sí que sería verdad que detrás del acontecer humano, detrás de la vida del hombre, no hay más que la nada. La existencia humana sin un sentido propio del ser mismo del hombre, no tiene bajo sí ni ante sí más que el no absoluto, en otras palabras, el vacío total. Decir, como escribía Ortega y Gasset –reflejando una tesis común a las diversas corrientes existencialistas–, que el hombre no es naturaleza –y naturaleza ordenada a unos fines– sino historia, no tiene otra consecuencia lógica que la vida sin sentido. Y esto lo ha visto con gran claridad Sartre. Cualquier fin que –de ser cierta tal tesis– quisiera el hombre ponerse como sentido de su existencia, sería pura artificialidad –por ser creación del hombre, sin base ontológica–, que al final no resultaría ser más que una máscara de cartón, o un ensueño vacío, sin otra realidad que el despertar en la frustracíón, como producto de la alienación más completa.
No es pura casualidad, ni sólo producto de la sofisticada artificiosidad de tantos aspectos de nuestra civilización, que la causa principal de alteraciones psicológicas sea hoy la frustración existencial, como ha puesto de relieve, más de una ocasión, el insigne psiquiatra austriaco Viktor Frankl (Vide, p. e., V. E. Frankl, Aggression und existentielle Frustration, en «Persona y Derecho» III (1976), Págs. 265 ss.) He aquí que una civilización que ha pretendido poner en primer plano la existencia, ha recogido la cosecha de la frustración existencial más profunda. Y es que ha cometido el más grave error en el que podía haber incurrido: olvidar que la existencia presupone la esencia. Vaciar la existencia de esencia, de naturaleza y de ley natural, es vaciar la misma existencia.
El orden moral –cuya expresión y principio rector es la ley natural– no puede entenderse, pues, como un orden extrínseco al hombre, porque es la dimensión orden del hombre como persona; en palabras de Del Portillo (A. DEL PORTILLO, Moral y Derecho, en «Persona y Derecho», I (1974), pág. 494), es el conjunto de exigencias que derivan de la estructura óntica del hombre en cuanto es un ser personal. Del mismo modo, el Derecho, natural representa la regla fundamental de la sociedad en cuanto humana. Es ahí donde, del modo más radical y profundo se entabla, en cada hombre y en cada sociedad, el famoso dilema hamletiano: ser o no ser.
Quizás algún oyente piense que me estoy yendo por las ramas. Tienen razón, aunque creo que más bien me he estado yendo por las raíces. En todo caso, ha sido una divagación calculada, porque esta es la idea que deseo poner sobre todo de relieve: que la ley natural es orden del ser del hombre y de la sociedad, el camino recto de nuestra perfección personal y social. Seguir o no seguir la ley natural, en nuestra vida personal y en la vida social, representa un radical ser o no ser, perfeccionarse o degradarse.
2. Democracia y ley natural
Después de todo cuanto llevo dicho, es muy posible que ustedes piensen que soy partidario de la ley natural, y quizás me encuentre en el riesgo de que me ocurra algo semejante a lo sucedido al predicador de la conocida y vieja anécdota –no la voy a repetir porque es muy conocida- uno de cuyos oyentes, a la pregunta de un curioso sobre qué había dicho sobre el pecado, resumió su sermón con la frase: Pues que no es partidario. Probablemente estoy en el peligro de que, al menos mentalmente, pueda alguien resumir cuanto he dicho hasta ahora sobre la ley natural con la frase contraria: Es partidario. Pues no, una de las cosas que me interesa dejar bien claro es que yo no soy partidario de la ley natural. Y por si acaso la conjunción negativa no ha quedado clara, quiero volver a repetirlo: no soy partidario de la ley natural. Es más, entiendo que nadie puede ser partidario de la ley natural.
Y me parece tanto más importante que esto quede claro, porque uno de los rasgos más acusados de la llamada mentalidad moderna es reducir el ámbito de los valores y los bienes supremos del, hombre a cuestión de partidismo. Se trata en definitiva, del relativismo, de la actitud que reduce –en el ámbito indicado– la verdad a una opinión, la certeza a un parecer, los valores objetivos a valores subjetivos. En esta línea de pensamiento sí que hay partidarios, si no propiamente de la ley natural, sí del Derecho natural: Stammler, Kaufmann o Maihoffer, pueden citarse como representantes de esta dirección.
Confío en que hayan adivinado el sentido de mi negativa a ser incluido entre los partidarios de la ley natural. No soy partidario de la ley natural, porque ésta pertenece al campo de la verdad y no de la opinión; de la ciencia, no de la opción; de la objetividad, no de la subjetividad. No es cuestión de partidismo, sino de certeza, de estudio y de conocimiento. La ley natural está fuera de todo partidismo; se puede seguir o rechazar, se puede afirmar –se debe diría yo– o se puede negar, pero no es de suyo objeto de opiniones ni de banderías. Yo tengo la certeza –por razón natural y por revelación divina– de que existe la ley natural. Sé, pues, que existe, no opino que existe, estoy cierto de ello. Y porque no opino, no soy partidario, que es adjetivo de opinión.
Punto éste que enlaza directamente con el tema planteado al principio. Ni la ley natural en bloque ni sus contenidos concretos son objeto de votos. A nadie se le ocurre poner a votación cuánto son dos y dos; o si no queremos aludir a cosas evidentes podemos acudir a la teoría de la relatividad, a la geometría euclidiana o a la física cuántica.
Las verdades objetivas no son producto de convenciones mayoritarias sino de estudio y de conocimiento de la realidad. ¿No es ridículo pensar que una verdad filosófica o científica pueda obtenerse por pactos o convenios? No muchos años antes de Jesucristo, cierto procónsul romano intentó algo parecido y vean cómo lo narra Cicerón en su diálogo sobre las leyes: Porque recuerdo haber oído contar a mi admirado Fedro, en Atenas, que tu amigo Gelio, al venir como procónsul a Grecia, después de haber sido pretor, conoció en una reunión a todos los filósofos que había entonces en Atenas, y que, con mucha insistencia, les propuso la idea de acabar de una vez con sus controversias: que si no estaban dispuestos a malgastar toda su vida en disputas, podría llegarse a un consenso, y que él les prometía su ayuda, por si era posible llegar a algún acuerdo. Eso sí que fue cosa de risa, Pomponio, y de la que siempre se burló todo el mundo (De legibus, 1, 20.)
El Derecho natural representa la objetividad de una regla de conducta y de una exigencia de justicia, que es inherente a la persona humana. No es objeto de opinión o de opción –repito– sino de conocimiento y de estudio; no es elección, sino verdad. Viene aquí como anillo al dedo un consejo de la Sagrada Escritura: No sigas la muchedumbre para obrar mal, ni en el juicio te acomodes al parecer del mayor número, si con ello te desvías de la verdad (Ex 23, 2.)
Los congresos científicos están llenos de discusiones, pero hasta ahora, que yo sepa, nunca se ha sometido a votación una teoría científica o el resultado de una investigación para determinar su verdad o su falsedad.
La ley natural pertenece al orden del ser, decíamos al principio; pertenece, pues, al orden de las realidades objetivas, de la ciencia. En otras palabras, la ley natural no es objeto de votaciones. La democracia es una forma de gobierno buena –sin duda la mejor y más deseable en nuestro contexto cultural– fundada, al igual que otras formas lícitas, en la ley natural. Es esta ley la que posibilita la democracia, porque la democracia se basa en la naturaleza del hombre y de la sociedad. Porque la democracia se funda en la ley natural, cuando de ella se separa, se corrompe y se transforma en esa corruptela que es la demagogia.
Una ley democráticamente establecida, si es contraria a la ley natural, es una injusticia y una tiranía (en realidad, no es democracia sino demagogia). Cuando hablamos de totalitarismos, de opresiones, de abusos de poder o de tiranía, tenemos una especial tendencia a imaginarnos a una persona o grupo minoritario de personas que impone la fuerza, la violencia –la injusticia en otras palabras– a la gran masa de la población. Y olvidamos que todo ello puede ser ejercido igualmente por un Parlamento o por una mayoría.
Negar esto, conceder a la democracia el carisma creador de la justicia y de la moral, es trastocar los términos del problema y manipular el término democracia, dándole un sentido que no es el propio.
Democracia es, propiamente, nombre de forma de gobierno. Forma, no contenido. Se refiere a la forma de acceder los gobernantes al poder, a la forma de dictar las leyes, a la forma de controlar el ejercicio del poder. Pero la forma no altera el contenido. Cuando afirmamos que las leyes positivas deben ser conformes a la ley natural aludimos a su contenido, y ello es válido, tanto para la ley dictada por un gobernante, como para la aprobada por un Parlamento o la establecida por referéndum o plebiscito. A todas las leyes, cualquiera que sea la forma de su establecimiento, es aplicable que deben ser justas. No sólo el gobernante puede ser injusto, también lo puede ser el pueblo en su conjunto.
La democracia, no menos que el gobierno personal, está sometida a la ley impresa en la naturaleza. He ahí el radical sinsentido de someter a votación normas o principios de Derecho natural. El divorcio democrático, el aborto democrático o una no menos democrática discriminación racial, serán democráticos, pero no dejarán de ser sinrazones, asesinatos e injusticias, y más que democráticos habrá que llamarlos demagógicos.
Hablaba antes de una manipulación de la palabra democracia; y, en efecto, cuando de la forma se pasa al contenido –como es tantas veces habitual en nuestros días– hay en realidad un enmascaramiento del fondo de la cuestión. Porque se llama democracia a otra cosa distinta: al relativismo y al antropocentrismo; al indiferentismo y al liberalismo; al sociologismo y al permisivismo. No entro en problemas políticos concretos, que no son de mi incumbencia en estos momentos. Sí debo entrar, y lo estoy haciendo, en temas de filosofía jurídica y política. También la democracia está sometida a la ley natural; la forma democrática de gobierno está para el amplísimo campo del legítimo pluralismo de la sociedad; para el ancho espacio de las legítimas opciones y opiniones, donde no hay dogmas. Pero no está para aquellas cosas que no son objeto de opinión ni de opción.
3. Democracia y libertad de enseñanza
No se me ocultan los graves problemas que la aplicación de este principio presenta de hecho a la democracia en cualquier sociedad. ¿Cómo garantizar el respeto de la ley natural si la ordenación de la sociedad depende, en último término, de las decisiones del pueblo? ¿Cómo limitar de hecho la soberanía de la voluntad popular, si es esa voluntad la que ha de establecer dichos límites? El problema planteado –no se les oculta a ustedes.– es de importancia decisiva. De no garantizarse el respeto a la ley natural, la democracia contendrá en sí el germen de su propia destrucción, de su inexorable conversión en demagogia –es decir, en forma de gobierno que lesione, por su dinámica, al bien común–, mientras el contexto social no tenga como base irrenunciable la ley natural.
Ya decía antes que la ley natural, por ser ley objetiva del ser humano, no es quebrantada sin que el hombre y la sociedad se degraden. Por eso, una democracia, en una sociedad que no respete los valores objetivos, será cauce, no de gobierno sino de desgobierno, no de desarrollo social sino de corrupción de la sociedad, no de la libertad sino del permisivismo, no del progreso sino del regreso a formas salvajes de vida. Más que democracia, será demagogia.
Sustituir la ley natural por los dictados de la mayoría y, por tanto, extender la democracia al sistema de reglas y valores fundamentales que han de regir la vida social en cuanto organizada en Estado, deja a la democracia desamparada frente a las fuerzas disolventes de la sociedad y de ella misma. Pero, sobre todo, deja a la democracia sin su última y más básica fundamentación.
Si –como pretende el liberalismo de rancio abolengo– todo se funda en la prevalencia de los votos, ¿en qué se fundamenta la democracia? La respuesta es tan obvia como inquietante: se funda en ella misma. Y digo que es inquietante, porque esto significa que carece de fundamento fuera de la pura voluntad del pueblo, a la que habría que calificar de arbitraria por cuanto carecería de un fundamento ulterior. Y a la voluntad arbitraria del hombre en política se la llama tiranía. De donde resultaría paradójicamente, que la democracia no sería otra cosa que la forma menos desagradable de tiranía. Afortunadamente la democracia no es eso; lejos de ser la forma menos mala de tiranía, de suyo es –o al menos puede ser– una excelente forma de gobierno.
Para los grandes clásicos de la filosofía política anteriores al liberalismo, la democracia tiene su fundamento sólido y claro: el Derecho natural, sobre el que se asienta la voluntad del pueblo de constituirse en democracia en lugar de otras formas, en sí mismas igualmente posibles; en versión de la teología, diríamos que todo poder, de modo último y radical, tiene su origen en Dios. Esto significa que, tanto desde el punto de vista filosófico, como desde el teológico, hay una clara distinción entre uso y abuso del poder, entre poder legítimo y tiranía. Y, al propio tiempo, que el Derecho natural es fundamento de la democracia –no como forma de gobierno necesaria, pero sí como forma posible– y en consecuencia anterior a ella e intangible por ella. El liberalismo originario, por el contrario, al quitar a la democracia su fundamento trascendente, desdibuja los límites entre legitimidad y tiranía y desguarnece a la democracia frente al riesgo de una desnaturalizada libertad.
¿Qué solución hay, entonces, para sacar a la democracia de esta situación crítica en la que se encuentra? No hay, digámoslo ante todo, una solución política; pretender buscarla sería querer encontrar esa especie de cuadratura del círculo que los antiguos expresaban con el dicho: ¿Quis custodiet custodes «¿Quién guardará a los guardianes?» Pero, además, cualquier intento de solución política sería contradictorio con la misma democracia, pues tal solución consistiría en la instauración de una especie de democracia limitada, esto es, mediante la sustracción a la decisión popular del campo de valores que se considera intangible. Ni de hecho ni teóricamente esta solución parece posible. No sólo el contexto social no admitiría tal solución, sino que tampoco eso sería verdadera democracia. Tanto en el campo personal como en el terreno político, la libertad humana comporta que se corra el riesgo de la libertad; es el hombre y la sociedad quienes deben asumir, en el acto más íntimo y más propiamente humano, los valores éticos, morales, y la ley natural. Y la democracia es una forma de gobierno –legítima– que otorga al cuerpo social entero el ejercicio de esa asumpción. Quien no quiera correr el riesgo de la libertad o entienda que los tiempos no están para correrlo, que no aspire a la democracia. La democracia limitada, no es, a mi juicio, una verdadera democracia.
No habiendo –no pudiendo haber– una solución política al problema planteado, hay, sin embargo, una solución, postulada por lo que es y representa la democracia: una solución social, que ustedes sin duda habrán adivinado: el pueblo debidamente educado, la cultura y, como transmisión de ella, la enseñanza. Dicho en breves palabras, la única solución es la educación de la sociedad en el bien y en los valores.
Claro que para que esto sea posible, la clave reside en que la enseñanza esté en manos de la sociedad y no del Estado, lo que equivale a decir, con otras palabras, que la clave está en la libertad de enseñanza.
La libertad de enseñanza, como derecho natural que es, debe ser respetada en cualquier forma legítima de gobierno, pero en un régimen democrático adquiere una importancia suprema por la misma concepción de la democracia.
Examinemos, como segunda parte de esta exposición, el tema que acabo de enunciar, refiriéndolo, claro está, a la democracia moderna.
Aunque parezca innecesario por obvio, no es inoportuno comenzar recordando cuál es la idea central que configura la democracia moderna: volver una y otra vez a los principios fundamentales es –en definitiva– la sana y prudente regla del buen gobierno que recogió la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia. La democracia en sentido actual –el que aparece en el siglo XVIII– es, ciertamente, una forma de gobierno en la que el pueblo designa a sus gobernantes; pero es también –y principalmente– un régimen de libertad. Sin libertades personales y, de modo fundamental, sin la libertad de ser persona –en el sentido propio de esta palabra– no hay democracia, aunque haya votaciones. Sólo por votar no se es persona, ni las elecciones son la democracia; ambas cosas son instrumentos para la libertad y para la democracia, mas no son la democracia ni la libertad.
Un pueblo manipulado, unos ciudadanos masificados, por mucho que participen en asambleas y votaciones no forman un pueblo libre, ni son ciudadanos que vivan en libertad. Son marionetas del grupo manipulador, que convierte el régimen político en una dictadura oligárquica, aunque tenga la máscara de una democracia.
Por eso es regla elemental de una verdadera democracia el respeto a la libertad de pensamiento filosófico, científico y cultural y, con ella, la libertad de comunicación, de palabra. No sin razón, las Naciones Unidas acogieron como piezas clave de la Declaración de Derechos Humanos las cuatro libertades con cuyo enunciado Roosevelt resumió el ideario de los aliados en su lucha contra el totalitarismo: la libertad de palabra y de expresión, la libertad religiosa, la libertad de vivir sin miedo y la libertad de vivir a cubierto de la necesidad. Alguna de estas libertades, es cierto, pueden ser entendidas de modo incorrecto como lo ha hecho la filosofía liberal. Pero tienen también un modo correcto de entenderse y aplicarse.
He aquí un principio fundamental: no hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y la cultura estén en manos de la propia sociedad. Esto es lo que, en su radicalidad, quieren decir las libertades sobre el pensamiento filosófico, científico y cultural, la libertad de las conciencias y la libertad religiosa. Los sistemas culturales, la ciencia, la decisión de vivir según conciencia, el culto, a Dios pertenecen a la persona, no al Estado, porque son aspectos de un derecho que está en la raíz de todos ellos: el derecho a ser persona.
Que tales libertades las tiene como propias la persona humana, lo muestra el hecho fundamental de que el Estado no es el sujeto de la cultura –del pensamiento–, de la conciencia moral, ni del acto radical de adhesión del hombre a Dios. Es el hombre, personalmente, su sujeto: quien piensa, quien tiene conciencia, quien primeramente está relacionado con Dios. Del hombre vienen y al hombre van. De la cultura, de la moralidad, de la religión el Estado no es agente, sino receptor. El Estado es también auxiliador, pero ayudando a la libertad, no sustituyéndola. De lo contrario, los términos se invierten: el Estado es agente y el hombre es receptor; entonces la libertad ha sido segada de raíz y la personalidad del hombre se esfuma.
Las libertades de pensamiento filosófico y científico, de las conciencias y religiosa, la libertad cultural en una palabra, tampoco son –políticamente hablando– libertades residuales. Se las concibe como libertades residuales cuando se entienden como meras ausencias de coacción, en cuya virtud el Estado no coaccionaría a quienes no siguiesen la cultura y las concepciones ofrecidas desde las estructuras oficiales. Esto no es libertad, sino simple tolerancia.
Para una sociedad libre es necesario que la cultura y su transmisión estén en posesión de la sociedad y no del Estado. En el caso de las libertades a que nos referimos, derecho o libertad significa que el sujeto de esos bienes –y por consiguiente de su transmisión– no es el Estado, sino la persona. Significa que el sistema de ideas, de cultura, de ciencia y de moralidad pertenecen a la persona y a su libre desarrollo. No hay peor encadenamiento de la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado la función de dirigir la cultura y su transmisión.
La ilación entre las libertades nucleares enunciadas y la libertad de enseñanza es clara. Enseñar y educar no es otra cosa que transmitir el sistema de ideas, de cultura, de ciencia, de moralidad y de religión. Por consiguiente, las libertades de cultura, de las conciencias y religiosa quedan gravemente cercenadas –y reducidas a la triste condición de libertades residuales– sin verdadera libertad de enseñanza, lo que quiere decir que la enseñanza debe estar en manos de la sociedad, o sea, de los ciudadanos. Conclusión evidente: si el sujeto y agente de la cultura, de la moralidad y de la religión es el hombre y no el Estado, el sujeto y agente de la enseñanza es la persona, no el Estado. La transformación del Estado en sujeto y agente de la enseñanza, tanto cercenará la libertad cuanto suponga hacerse sujeto y agente primero y principal de la cultura.
La libertad de enseñanza no es, pues, un tema más o menos importante, sino un punto capital de la construcción y organización de una sociedad libre y de la estructuración política de una democracia en sentido moderno, es decir, de un régimen democrático de la libertad.
Y advierto, para evitar equívocos, que esto no significa el desarme ideológico del Estado, punto importante en el que no puedo detenerme ahora; significa sencillamente que las ideas no van del Estado a la sociedad, sino de la sociedad al Estado. Y a eso se le llama sociedad libre.
Hay quienes piensan que la democracia postula un Estado neutro, idea, no por vieja menos peregrina, que falsifica la democracia, porque contradice la esencia misma de la democracia. Estado neutro en efecto, o equivale a Estado vacío de cultura y de moral, o equivale –y es lo que más frecuentemente ocurre– a Estado relativista y agnóstico, esto es, confesionalmente laico. Si de lo primero se trata, quiere decir que se ha roto una pieza básica del sistema democrático: el paso de las opciones y corrientes sociales a las estructuras de gobierno. Lo que caracteriza la democracia es que las instancias ideológicas se generan en el pueblo y de ahí moldean las instituciones públicas, el gobierno y el Estado. Un Estado democrático no puede ser un Estado vacío –neutro–, salvo cuando de una sociedad vacía de ideas se tratase. Sólo rompiendo los cauces de trasvase de las instancias ideológicas –de las concepciones filosóficas, culturales, éticas– entre sociedad y Estado, puede éste quedare vacío; pero esta ruptura equivale a romper un factor básico de la democracia.
A su vez, un Estado neutro, en el sentido de laico –aparte de no ser neutro sino confesional, de confesionalidad laica– sólo tiene sentido en una democracia si el pueblo es, en su mayoría políticamente decisoria, laico. Pero en una sociedad minoritariamente laica o no socialmente laica, es claro que el Estado sólo será laico por una vía no democrática, pues es evidente que, en tal supuesto, no hay correlación ideológica entre Estado y sociedad, que es lo esencial de la democracia; luego la laicidad habrá debido de imponerse por una vía no democrática (oligárquica; v. gr., una oligarquía intelectual). La pieza de la neutralidad del Estado –en el sentido de laicismo– entendida como rasgo impuesto a su constitución es una pieza limitadora de la democracia, por cuanto rompe la ósmosis ideológica que debe existir entre sociedad y Estado. Lo democrático es que el Estado sea reflejo de la sociedad. Si la sociedad no es laicista, ¿cómo en una democracia el Estado puede serlo?
La verdadera estructura democrática rechaza la neutralidad laicista del Estado; éste no debe estar constituido –cuando tiene la forma democrática–, ni en neutral-laico ni bajo cualquier otra forma de confesionalidad cultural, moral o religiosa que impida la correlación Estado-Sociedad. Lo que pide la democracia es el Estado posibilitador de la libertad y el Estado abierto a la realidad social. Y esto es tanto más necesario en una sociedad plural, donde cabe que accedan al poder distintos grupos ideológicos. Hay quien piensa que la pluralidad social significa un Estado conformado de acuerdo con una especie de sincretismo medio. Pero esto no es lo democrático, pues la democracia es una forma de organización del Estado en la que la sociedad se desarrolle libre y plenamente; por ello lo democrático es que su organización permita el acceso al poder de las corrientes mayoritarias, las cuales desarrollen su programa de gobierno tanto más plenamente cuanto más mayoritarias sean, siempre respetando la libertad de las minorías. Si algo pide la democracia es la autenticidad del gobierno –es el pueblo el que se manifiesta auténticamente a través del gobierno libremente elegido–, siendo esto imposible si éste se viese obligado por una pieza constitucional sincretizadora a sustituir su ideario por un gelatinoso sincretismo.
Tres son, pues, las piezas fundamentales de la democracia: a) el Estado abierto; b) la posibilidad de acceso al poder de distintas opciones y corrientes; c) la libertad de mayorías y minorías. Y todo ello postula lo antes dicho: que las ideas no vayan –primariamente– del Estado a la sociedad, sino de la sociedad al Estado. De ahí la importancia capital de las libertades en el pensamiento, de las conciencias y religiosa. Son una exigencia de autenticidad democrática. Y como corolario, la importancia capital de la libertad de enseñanza; es también exigencia de autenticidad democrática.
Sin libertad de enseñanza no hay libertad de pensamiento y de conciencia; hay, en cambio, dirigismo cultural, pretensión de imponer desde el Estado una determinada concepción del mundo, del hombre y de la sociedad. Sin libertad de enseñanza no hay verdadera democracia ni sociedad libre. En todo caso habrá votaciones y asambleas, pero no libertad.
La libertad de enseñanza –decía– está al servicio de la libertad de concepciones culturales y de las conciencias, es su corolario necesario. Por lo tanto, carece de sentido, o más bien constituye un atentado frontal a esas libertades, no garantizar y sobre todo imponer una regulación de la iniciativa ciudadana que yugule, dificulte o haga muy difícil el mantenimiento de las convicciones filosóficas, morales y religiosas que constituyen el ideario de la escuela y lo que, frecuentemente, ha motivado su creación. En tales supuestos, no hay respeto a la libertad de enseñanza. como no lo hay a las libertades de pensamiento y de conciencia. Quienes crean un centro de enseñanza han de tener en sus manos los resortes de su dirección.
Nada de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza.
Ante todo, reconocerla, y esto se hace, como paso imprescindible, asumiéndola como base de toda la legislación educativa y como principio fundamental del gobierno en materia de enseñanza. Ciertamente el Estado puede, y debe, asumir metas y objetivos concretos en el campo de la enseñanza, sin limitarse sólo a reconocer la libertad: puede ordenar esta materia, puede –y debe– ponerla al alcance de todos, pero todo ello ha de hacerse en función y en servicio de la libertad de enseñanza.
En segundo lugar, garantizándola, o dicho de otro modo, posibilitando su ejercicio. Y es aquí donde entra, en las circunstancias actuales, la necesaria ayuda del Estado a los ciudadanos, lo cual supone no limitarse a reconocer la libertad de enseñanza como una libertad meramente formal, sino sobre todo, como una libertad real.
4. La iniciativa privada
Es en este punto donde quisiera hacer unas pocas observaciones para precisar, con brevedad pero con la necesaria claridad, mi pensamiento.
Tengo la impresión de que el pensamiento político actual se ha encerrado –en su concepción del Estado y de sus funciones– en una vía muerta y que la práctica política, de consuno con la filosofía social, está dando muestras de una notable falta de imaginación y de inventiva. Me parece que ambos, pese a los deseos de modernizar sus concepciones y sus opciones, son epígonos de una dialéctica histórica, inaugurada en el siglo XVIII y hoy estéril y caduca: o individualismo o colectivismo. O iniciativa privada o iniciativa estatal.
El individualismo –por otro nombre el liberalismo orginario– contempla la sociedad como la coexistencia más o menos pacífica de ámbitos individuales que buscan su propio interés. En palabras de los filósofos liberales de mayor renombre, ámbitos individuales que buscan su propia felicidad. Se escinde así la actividad humana en dos grandes esferas de intereses, cuyos titulares son distintos: el interés personal o ámbito privado, cuyo titular y responsable es la persona; y el interés general o ámbito público, cuyo único titular y responsable sería el Estado. Desde esta perspectiva, la iniciativa privada es vista como una actividad directamente ordenada al bien particular, teñida de egocentrismo, aunque, al menos en ciertos aspectos, se trate de un egocentrismo noble, necesario y bueno. ¿Quién negará nobleza y bondad al afán del padre de familia por sacar adelante a sus hijos? Claro que, en ocasiones, se tratará de ese egoísmo que convierte al hombre en lobo para el hombre, o al menos en el hombre que se niega a ser guardián de su hermano.
Es bien sabido, además, que, para estos modos de entender la sociedad como coexistencia de individualismos, el Estado queda reducido a la flaca condición del Estado-guardián o Estado-gendarme; si acaso, se admitirá un proteccionismo defensivo de los particulares, que en nada palia la radical insolidaridad con que es entendida –con una visión deformadora– la iniciativa privada.
La alternativa colectivista, que históricamente nació casi simultáneamente con la que acabamos de exponer, bajo el nombre de socialismo, parte de la misma escisión entre el interés personal o ámbito privado y el interés general o ámbito público. Llega, en cambio, a la solución opuesta. Pues la acción del individuo es insolidaria –vienen a decir– el ámbito público, cuyo titular y responsable es el Estado, debe absorber totalmente al individuo, reducido a ser una mera parte del todo social. Uno de los primeros colectivistas, Morelly, anterior incluso a los que Marx llamó socialistas, utópicos, escribía en 1755 que el interés partícular y, en consecuencia, la propiedad privada eran una peste universal, fuentes de todos los vicios y de todos los males. Según su proyecto, que él presentaba como ley fundamental y sagrada de la naturaleza, todo ciudadano debía ser hombre público, sostenido, mantenido y ocupado a expensas del Estado. Para el colectivismo, el Estado es un Estado absorbente.
Individualismo o colectivismo, Estado-gendarme o Estado-absorbente: he aquí una dialéctica en la que la gran víctima es la libre acción ciudadana en beneficio del interés general o bien común. Incomprendida y adulterada en la visión individualista; incomprendida y suprimida en la concepción colectivista.
El encerramiento en esta dialéctica es aquella falta de imaginación política a la que antes me he referido. A mi parecer, lo que postula nuestro tiempo es una nueva concepción de las funciones del Estado y una purificación de aquella iniciativa privada que lo necesite.
Lo que reclama nuestra época es, por una parte, una iniciativa y una acción ciudadanas solidarias y socialmente responsables; y, por otra, el Estado posibilitador, en cuanto haga falta, de esa iniciativa y de esa acción, mediante la ayuda y el aporte de los bienes necesarios. Esta es, entiendo, la clave para construir una sociedad libre.
No es infrecuente que las palabras que expresan grandes principios, a fuerza de ser manipuladas o utilizadas con visión estrecha, terminen por ser entendidas de modo incorrecto o vaciadas parcialmente de su significación plena; y no podemos negar que algo de esto ha ocurrido con la expresión iniciativa privada. Son muchos los que la entienden hoy como perteneciente al mundo de las actividades mercantiles y económicas o poco más. Y sin embargo, la iniciativa privada abarca casi todos los campos de la actividad humana y constituye uno de los principios basilares de la recta organización de la sociedad.
Urge, en consecuencia, devolver a la iniciativa privada todo su sentido, para que, mejor conocida, sea más respetada. Si quisiera en pocas palabras mostrar el inmenso panorama que encierra y sus potencialidades, la definiría como el conjunto de actividades en orden al bien común de la sociedad, que nacen de las energías de las personas y son sostenidas por las personas.
Vista desde esta óptica –y sin caer en excesos panegíricos, que serían tan injustos como perniciosos–, fácilmente se comprende que la iniciativa privada ha sido el gran motor del progreso de la sociedad. Las ciencias, las artes, el comercio, la industria, la cultura, las Universidades y tantas cosas más han nacido de la iniciativa privada y de ella han recibido durante siglos la savia fecundante y la protección necesaria. Este Colegio Mayor que hoy nos acoge tan gentilmente es un testimonio incontestable de lo que acabo de decir.
La iniciativa privada no es el resultado de una circunstancia histórica más o menos feliz, sino energía y actividad que nace de la ley natural. El principio de subsidiariedad, defendido reiteradamente por el Magisterio de la Iglesia y hoy aceptado incluso por ciertas corrientes del socialismo liberal, no es otra cosa que la enseñanza y la defensa de que la ley natural es el origen de la iniciativa privada y, por ello, su respeto es uno de los principios básicos de la recta organización de la sociedad. Pero si esto es así, no podemos entenderla más que como el resultado de la captación de la ley natural, que es orden querido por Dios y, en consecuencia, como resultado de una recta conciencia ciudadana. Ciudadana, porque su finalidad es el bien común; recta conciencia, porque ha de ser resultado de la preocupación, no por el bien privado y personal, sino por el bien de los demás. En otras palabras, ha de ser el resultado del amor a todos los hombres y de la decisión de afrontar -con todos los riesgos y sacrificios que ello comporta—, los problemas de la sociedad.
La recta conciencia ciudadana comporta salir de sí mismo, de los límites de la propia vida personal » para proyectarse en la solución de los problemas sociales y en la promoción del bien común. Es ahí donde radica uno de los principales títulos de legitimidad -hay otros de la iniciativa privada, porque ser. buen ciudadano no consiste en limitarse a cumplir las leyes o los deberes políticos cuando el Estado llama a cumplirlos. La buena ciudadanía es, sobre todo. la iniciativa, la positiva contribución con hechos al progreso de la sociedad y a la resolución de los problemas planteados. Es así como se abre esa amplia panorámica a que antes he hecho referencia: enseñanza, arte, cultura, industria, comercio, promoción humana, deporte, descanso, ciencia, etc.
Es tendencia enraizada distinguir -y la distinción es verdadera-, entre bien privado y bien común, a la vez que señalar a uno y otro como los campos respectivos de la iniciativa privada y de la acción estatal. Y en esto segundo es donde reside el fallo. La iniciativa privada no es sólo ni principalmente la acción al servicio del bien privado. Su nobleza y su carácter fundante del principio de subsidiariedad residen en su servicio al bien común, porque el bien común no es sólo fin del Estado, sino -y principalmente-, el fin de la sociedad, que por ley natural formamos todos. El bien común de la sociedad es nuestro bien; no hay problemas y dificultades, bienes o calamidades públicas que no nos afecten; la identidad de intereses con el resto de los hombres no permite que nos separe ninguna barrera.
Es más, el bien común es, como fin propio de la sociedad, el vínculo social básico que nos une; la sociedad es la unión de todos en esa tarea común. Se trata de comprender que, a nivel de nación o de comunidad internacional ocurre lo mismo que en las sociedades menores. Quienes se unen en una sociedad lo hacen para sacar adelante el bien común y la búsqueda del interés general. El titular del bien común y del interés general no es sólo el Estado, lo son principalmente los ciudadanos y lo es, por consiguiente, la acción ciudadana o iniciativa privada. La purificación de la iniciativa privada reside sobre todo en que sus protagonistas mejoren su visión con el colirio de la trascendentalidad de su misión: poner todas estas actividades al servicio del bien común de la sociedad. Cosa sencilla y prácticamente conseguida en las obras no lucrativas, en las que suelen llamarse obras sociales.
Mucho más difícil, casi tarea de titanes, es -como se comprende enseguida- hacer entender que las tareas lucrativas son y han de ser primariamente tareas al servicio del bien común y que el lucro obtenido no está sólo para el disfrute personal, sino también para el bien de la sociedad. En este punto confluyen dos aspectos de capital importancia. En primer lugar, que el egoísmo y el interés -que conduce tantas veces a la injusticia- es lo que da el golpe mortal a la iniciativa privada. En segundo término, y con ello nos elevamos a un plano superior, que la perfección de toda tarea humana -de acuerdo con la ley natural- reside en que sea realizada en servicio de los hombres, en que se ordene al progreso de la sociedad.
Responsabilidad social de la iniciativa privada y Estado garante y posibilitador de esa iniciativa son los dos aspectos complementarios para una sociedad auténticamente libre y solidaria. Libre, porque la primacía se atribuye al verdadero protagonista de la vida social, que es la persona, y a su autonomía. Solidaria, porque la acción ciudadana se ordena al bien común, que es el bien de todos.
5. Conclusión
Por eso decía antes que la libertad de enseñanza no puede quedarse en una libertad meramente formal. Su garantía por parte del Estado postula la necesaria ayuda, su conversión en libertad real. No entender esto, es encerrarse -lo repito una vez más-en una falta de imaginación política, cuando no constituye un ataque a la libertad de las conciencias y, en consecuencia, a la tarea de construir una sociedad en la libertad, en la justicia y en la solidaridad.
Por Javier Hervada, catedrático emérito de Derecho Natural de las Facultades de Derecho y Derecho Canónico de la Universidad de Navarra.