– En primer lugar, han de servir para mostrar que El es el enviado del Padre. Jesús no es un curandero, sino el Salvador anunciado por los profetas; el que trae la salvación definitiva a todos los hombres.
San Juan pone en boca de Jesús estas palabras: «las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado» (5, 36)
– En Jesús se revela el poder de Dios Salvador. Las palabras y las obras de Cristo hacen pasar a través suyo la fuerza de Dios, que viene a salvar. Sólo se beneficia de esta fuerza quién la acoge con fe.
Los verdaderos milagros no pueden ser realizados sino mediante el poder divino, porque sólo Dios puede mutar el orden natural, que es en lo que consiste el milagro. El Papa San León Magno decía: que habiendo en Cristo dos naturalezas, una de ellas, la divina, es la que resplandece en los milagros; la otra, la humana, es la que sucumbe bajo el peso de las injurias. Pero la naturaleza humana será el instrumento para la acción divina.
Muestra Jesús especialmente su divinidad a través de algunos de los milagros. Así, por ejemplo, cuando Jesús anda por encima de las aguas, hace algo que en el Antiguo Testamento se presenta como acción propia de Dios, y les dice: Yo soy, no temáis, repitiendo las palabras que Dios dijo a Moisés al preguntarle éste su nombre: Yo soy. Los discípulos, entonces, no alcanzaron a comprender el significado de estos hechos.
– Todos los milagros hechos por Jesucristo contienen una enseñanza precisa. Unas veces son una llamada a la fe, otras al arrepentimiento, otras manifiestan la misericordia divina o su poder sobre el mal.
Así, por ejemplo, San Juan, relata que antes del sermón del Pan de vida, en el que Jesús anuncia la Eucaristía, realizó el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, con los que alimentó a los que le seguían. Esta comida es un signo o señal de esa otra que se nos da en la Eucaristía en la que comemos verdaderamente la carne de nuestro Maestro.
– En San Juan los milagros son signos de la cercanía de Dios. Y Jesús es la señal, el signo, de que Dios está presente en medio de su pueblo y le ama. La señal ya no es un edificio de piedra (el Templo) o una tienda de acampada (como cuando los israelitas caminaban por el desierto).
Jesucristo nunca hizo milagros en provecho propio. De hecho pasó hambre, sed, cansancio y muerte. Tampoco los hizo como una ostentación; más bien tendía a ocultarse y muchas veces dice a los que ha curado que no lo digan a nadie. En algunas curaciones, como la del hijo de la viuda de Naím, se pone de manifiesto que en el Reino de los Cielos el amor y el cuidado por los que sufren han de regir las relaciones entre las personas. Al curar al paralítico de la piscina, que no tiene a nadie, Jesús hace ver que el gran signo o milagro del Cristianismo es la caridad.
Aunque los judíos fueron incapaces de percibir el signo definitivo del amor de Dios a los hombres: Jesús de Nazaret, «en el colmo del asombro decían: Todo lo ha hecho bien» Las gentes vislumbraban que no era sólo un hombre con poderes excepcionales, sino el Salvador del mundo que habían anunciado los profetas.