El Sacramento de la Eucaristía
El Cristo eucarístico se identifica con el Cristo de la historia y de la eternidad. No hay dos Cristos, ni muchos, sino uno solo. Nosotros poseemos, en la Hostia, al Cristo de todos los misterios de la redención: al Cristo de la Magdalena, al del hijo pródigo y de la Samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos, sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo: una sola Iglesia, un solo Cristo.
Esta maravillosa presencia del Señor en medio de nosotros debería revolucionar nuestra existencia. En el fondo nada tenemos que envidiar a los contemporáneos de Jesús que andaban en su compañía por Judea y Galilea. Todavía está aquí con nosotros: en cada ciudad, en cada colonia, casi en cada calle: nosotros lo poseemos tanto como ellos, y en cierto sentido más que ellos. Él está todo para cada uno, todos los días del año y todas las horas del día. Aún más: nosotros ahora podemos tocar la humanidad de Cristo. Las manos del sacerdote y los labios del comulgante entran en contacto con su carne que fue cosida a la Cruz, con sus nervios y sus huesos molidos, con su cabeza coronada de espinas, con todo ese Cuerpo que se ofreció en el Calvario por nuestros pecados. San Juan Crisóstomo, con vigoroso realismo, insta a los fieles a que comulguen en el Corazón mismo del Señor: “Venid a beber en la herida de su costado”, decía. Y lo decía porque el Crucificado estaba ahí, y está también aquí con nosotros, en medio de nosotros, pues la misma sangre redentora fluye sobre todas las generaciones que pasan por la tierra desde entonces.
También el alma de Cristo está en la Hostia. Todas sus facultades humanas conservan en ella la misma actividad que en la gloria. Ahí está su inteligencia iluminada por las claridades del Verbo, en la deslumbrante visión de la Trinidad y de todo el Universo. En ella, en esa alma de Cristo que es la obra maestra de la creación, están también todos sus sentimientos, elevándose hasta el Padre con los ardores de su infinito Amor por Él. Y, lo que es todavía más increíble, ahí, en esa Hostia donde está el alma de Cristo, fluye hacia nosotros -miserables pecadores redimidos por su sangre- el mismo Amor infinito que Él ofrece a su Padre.
La divinidad de Cristo está también allí, en la pequeña Hostia. En un trozo de pan en apariencia, se encuentra el Hijo Unigénito oculto en el seno del Padre, ante quien tiemblan los Tronos y las Dominaciones, en presencia del cual los Querubines y Serafines se cubren las alas por no poder sostener el brillo de su Faz, esplendor de la gloria divina y figura de su sustancia, Luz de Luz, principio y fin de todas las cosas, sacerdote de los hombres y de los ángeles, salvador del mundo, verdadero Dios del Universo. “En verdad, en verdad hay alguien en medio de ustedes que no conocen”, dijo en cierta ocasión Juan Bautista refiriéndose a Jesús (Juan 1, 26). Metidos hasta las cejas en una visión chata que no trasciende lo sensiblemente verificable, ¿no habríamos de merecer nosotros ese mismo reproche?
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Jesucristo es el mismo ayer hoy y siempre,confieso que he tenido envidia de los apostoles que lo tuvieron de cerca pero este articulo me hace cambiar de idea gracias a Dios.