«No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4, 30). 6-9-1989
1. Cuando la Iglesia, brotada del sacrificio de la cruz, comenzó su camino en el mundo por obra del Espíritu Santo, que bajó al Cenáculo el día de Pentecostés, tuvo inicio «su tiempo», «el tiempo de la Iglesia» como colaboradora del Espíritu en la misión de hacer fructificar la redención de Cristo en la humanidad, de generación en generación. Precisamente en esta misión y colaboración con el Espíritu se realiza «la sacramentalidad» que le atribuye el Concilio Vaticano II cuando enseña que «… La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión intima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium 1). Esta «sacramentalidad» tiene un significado profundo en relación con el misterio de Pentecostés, que da a la Iglesia el vigor y los carismas para operar visiblemente en toda la familia humana.
2. En esta catequesis queremos considerar principalmente la relación entre Pentecostés y el sacramento del bautismo. Sabemos que la venida del Espíritu Santo fue anunciada en el Jordán junto con la venida de Cristo. Fue Juan Bautista quien asoció las dos venidas, e incluso mostró su intima conexión, hablando de «bautismo»: «Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 8); «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11). Este vínculo entre el Espíritu Santo y el fuego se ha de colocar en el contexto del lenguaje bíblico, que ya en el Antiguo Testamento presentaba el fuego como el medio usado por Dios para purificar las conciencias (cf Is 1, 25; 6, 5-7; Za 13, 9; Ml 3, 2-3; Si 2, 5, etc.). A su vez el bautismo, que se practicaba en el judaísmo y en otras religiones antiguas, era una inmersión ritual, con la que se quería significar una purificación renovadora. Juan Bautista había adoptado esta práctica del bautismo en el agua, aun subrayando que su valor no era sólo ritual sino también moral, puesto que era «para la conversión» (cf. Mt 3, 2. 6. 8. 11; Lc 3, 10-14).
Además, ese bautismo constituía una especie de iniciación, mediante la cual aquellos que lo recibían se convertían en discípulos del Bautista y constituían en torno a él y con él una cierta comunidad caracterizada por la espera escatológica del Mesías (cf. Mt 3, 2.11; Jn 1, 19-34). Sin embargo, se trataba de un bautismo de agua; es decir, no tenía un poder de purificación sacramental. Tal poder sería propio del bautismo de fuego -elemento en sí mucho más poderoso que el agua- traído por el Mesías. Juan proclamaba la función preparatoria y simbólica de su bautismo en relación con el Mesías, que debía bautizar «en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11; cf. 3.7.10.12; Jn 1, 33). Y añadía que si con el fuego del Espíritu el Mesías iba a purificar a fondo a los hombres bien dispuestos, recogidos como «trigo en el granero», sin embargo quemaría «la paja con fuego que no se apaga», como el «fuego de la gehenna» (cf. Mt 18, 8-9), símbolo de la consumación a la que está destinado todo lo que no se ha dejado purificar (cf. Is 66, 24; Jdt 16, 17; Si 7, 17; So 1, 18; Sal 21, 10, etc.).
3. Mientras está desarrollando su función profética y prefiguradora en la línea del simbolismo del Antiguo Testamento, el Bautista un día se encuentra con Jesús en las aguas del Jordán. Reconoce en Él al Mesías, del que proclama que es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29) y, por petición suya, lo bautiza (cf. Mt 3, 14-15); pero, al mismo tiempo, da testimonio de su mesianidad, de la que se profesa un simple anunciador y precursor (cf. Jn 1, 30-31). Este testimonio de Juan está constituido por la comunicación que él mismo hace a sus discípulos y oyentes acerca de la experiencia que tuvo él en esa circunstancia, y que tal vez le hizo recordar la narración del Génesis sobre la conclusión del diluvio (cf. Gn 8, 10): «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo…» (Jn 1, 32-33; cf. Mt 3, 16; Mc 1, 8; Lc 3, 22).
«Bautizar en Espíritu Santo» significa regenerar la humanidad con el poder del Espíritu de Dios: es lo que hace el Mesías, sobre el que, como había predicho Isaías (11, 2; 42, 1), reposa el Espíritu colmando su humanidad de valor divino a partir de la Encarnación hasta la plenitud de la resurrección tras la muerte en la cruz (cf. Jn 7, 39; 14, 26; 16, 7.8; 20, 22; Lc 24, 49). Adquirida esta plenitud, el Mesías Jesús puede dar el nuevo bautismo en el Espíritu del que está lleno (cf. Jn 1, 33; Hch 1, 5). De su humanidad glorificada, como de un manantial de agua viva, el Espíritu se difundirá por el mundo (cf. Jn 7, 37-39; 19, 34; cf.. Rm 5, 5). Este es el anuncio que hace el Bautista al dar testimonio de Cristo con ocasión del bautismo, en el que se funden los símbolos del agua y del fuego, expresando el misterio de la nueva energía vivificadora que el Mesías y el Espíritu han derramado en el mundo.
4. También Jesús, durante su ministerio, habla de su pasión y muerte como un bautismo que Él mismo debe recibir: un bautismo, porque deberá sumergirse totalmente en el sufrimiento, simbolizado también por el cáliz que ha de beber (cf. Mc 10, 38; 14, 36); pero un bautismo vinculado por Jesús con el otro símbolo del fuego, que Él vino a traer a la tierra (Lc 12, 49-50): fuego, en el que es bastante fácil entrever al Espíritu Santo que «colma» su humanidad y que un día, después del incendio de la cruz, se extenderá por el mundo como propagación del bautismo de fuego, que Jesús desea tan intensamente recibir, que se encuentra angustiado hasta que se haya realizado en él (cf. Lc 12, 50).
5. Escribí en la Encíclica Dominum et Vivificantem: «En el Antiguo Testamento se habla varias veces del ‘fuego del cielo’, que quemaba los sacrificios presentados por los hombres. Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el ‘fuego del cielo’ que actúa en lo más profundo del misterio de la cruz… Como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la Tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él ‘recibe’ el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después – Él solo con Dios Padre – puede ‘darlo’ a los Apóstoles, a la Iglesia, y a la humanidad. Él solo lo ‘envía’ desde el Padre. Él solo se presenta ante los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, ‘sopla sobre ellos’ y les dice: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados’ (Jn 20, 23)» (n. 41).
6. Así encuentra su realización el anuncio mesiánico de Juan en el Jordán: «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11; cf. Lc 3, 16). Aquí encuentra también su realización el simbolismo bíblico, con el que Dios mismo se manifestó como la columna de fuego que guiaba a su pueblo a través del desierto (cf. Ex 13, 21-22), como palabra de fuego por la que «la montaña (del Sinaí) ardía en llamas hasta el mismo cielo» (Dt 4, 11), como luz en el fuego (Is 10, 17), como fuego de ardiente gloria en el amor a Israel (cf. Dt 4, 24). Encuentra realización lo que Cristo mismo prometió cuando dijo que había venido a encender el fuego sobre la tierra (cf. Lc 12, 49), mientras el Apocalipsis dirá de él que sus ojos son como llama de fuego (cf. Ap 1, 14; 2, 18; 19, 12). Se explica así que el Espíritu Santo sea enviado en el fuego (cf. Hch 2, 3). Todo esto sucede en el misterio pascual, cuando Cristo en el sacrificio de la cruz recibe el bautismo con el que Él mismo debía ser bautizado (cf. Mc 10, 38) y en el misterio de Pentecostés, cuando Cristo resucitado y glorificado comunica su Espíritu a los Apóstoles y a la Iglesia.
Por aquel «bautismo de fuego» recibido en su sacrificio, según San Pablo, Cristo en su resurrección se convirtió, como «último Adán», en «espíritu que da vida» (1 Co 15, 45). Por esto, Cristo resucitado anuncia a los Apóstoles: «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1, 5). Por obra del «último Adán», Cristo, será dado a los Apóstoles y a la Iglesia «el Espíritu que da vida» (Jn 6, 63).
7. El día de Pentecostés se da la revelación de este bautismo: el bautismo nuevo y definitivo, que obra la purificación y la santificación para una vida nueva; el bautismo, en virtud del cual nace la Iglesia en la perspectiva escatológica que se extiende «hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28, 20): no sólo la «Iglesia de Jerusalén», de los Apóstoles y de los discípulos inmediatos del Señor, sino la Iglesia «entera» tomada en su universalidad, que se realiza a través de los tiempos y los lugares de su arraigo terreno.
Las lenguas de fuego que acompañan el acontecimiento de Pentecostés en el Cenáculo de Jerusalén, son el signo de aquel fuego que Jesucristo trajo y encendió sobre la tierra (cf. Lc 12, 49): el fuego del Espíritu Santo.
8. A la luz de Pentecostés también podemos comprender mejor el significado del bautismo como primer sacramento, en cuanto es obra del Espíritu Santo. Jesús mismo había aludido a ello en el coloquio con Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5): En aquel mismo coloquio Jesús alude también a su futura muerte en la cruz (cf. Jn 3, 14-15) y a su exaltación celeste (cf. Jn 3, 13); es el bautismo del sacrificio, del que el bautismo de agua, el primer sacramento de la Iglesia, recibirá la virtud de obrar el nacimiento por el Espíritu Santo y de abrir a los hombres «la entrada al reino de Dios». En efecto, como escribe San Pablo a los Romanos, «cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte. Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 3-4). Este camino bautismal en la vida nueva tiene inicio el día de Pentecostés en Jerusalén.
9. El Apóstol ilustra más veces el significado del bautismo en sus Cartas (cf. 1 Co 6, 11; Tt 3, 5; 2 Co 1, 22; Ef 1, 13). Él lo concibe como un «baño de peregrinación y de renovación del Espíritu Santo» (Tt 3, 5), heraldo de justificación «en el nombre del Señor Jesucristo» (1 Co 6, 11; cf. 2 Co 1, 22); como un «sello del Espíritu Santo de la Promesa» (Ef 1, 13); como «arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Co 1, 22). Dada esta presencia del Espíritu Santo en los bautizados, el Apóstol recomendaba a los cristianos de entonces y lo repite también a nosotros hoy: «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4, 30).
El bautizo es muy importante para estar en manos de Dios que nos cuida y nos protege
El bautiso es muy importante para estar en manos de Dios que nos cuida y nos proteje
INFINITAS GRACIAS….MUY PROFUNDO, CLARO Y CON MUCHAS CITAS BIBLICAS….EXCELENTE
Gracias por tan importantes enseñanzas.
el bautismo es un sacramento importante, tan importante que es necesario para entrar al reino de los cielos y así tendremos una nueva vida junto con Dios