El joven terrorista y el nihilismo de la sociedad noruega

El día veintidós de julio de dos mil once, Anders Behring Breivik, un noruego de 32 años, con tendencias ultraderechistas e islamófobas, así como vinculado con redes masónicas, cometió una horrible masacre en Noruega, pereciendo 77 personas, jóvenes en su gran mayoría. Se trataba de la mayor matanza ocurrida en el país escandinavo desde la Segunda Guerra Mundial.

Con un intervalo de dos horas, se consumó el doble ataque contra el Gobierno noruego. Primero fue un coche bomba en el distrito gubernamental de la capital noruega. Después, en la isla de Utoya, próxima a Oslo, jóvenes participantes de las Juventudes del Partido Laborista recibían disparos a diestro y siniestro del agresor vestido con uniforme de policía.

El espectáculo era macabro. Niños que se tiran al suelo y al lago (ante el pavor de un hombre armado), presos del pánico; jóvenes que se esconden tras las rocas o corren como locos por todas partes, intentando escapar en un barco o refugiándose en los escasos edificios de la isla, incrédulos ante lo que estaba pasando, en lo que ya era “la isla de la muerte”.

El plan de Breivik estaba expuesto en un libro: “2083-Una declaración de independencia europea”. Los “justicieros Templarios” de Breivik deberían promover tres fases de la “guerra civil europea”. En la primera, el objetivo sería despertar la conciencia dormida de los europeos a través de ataques sobrecogedores de las células clandestinas, desencadenando acciones terroristas. En la segunda fase, se realizará el tránsito a la insurgencia armada y a los golpes de Estado. En la tercera fase, se producirá la gran guerra contra los inmigrantes musulmanes.

En abstracto, el terrorista impone el mal (cuando, paradójicamente, quiere defendernos de él), escudado en oscuros ideales o demencias que apelan a los tribunales. Que el joven noruego padezca “esquizofrenia paranoide”, aceptando la fiscalía su irresponsabilidad penal y sustituyendo la cárcel por un tratamiento psiquiátrico forzoso, nos devuelve a la peligrosa tesis de la “banalidad del mal”, de Hannah Arendt.

Los nórdicos quieren dar la sensación ante el mundo de país modélico, “responder al ataque terrorista con más democracia y apertura”, como afirmara el primer ministro noruego Jens Stoltenberg. No sé si existirá “una raza nórdica” o un sentido común nórdico, superior al sentido común mediterráneo. Pero declarar loco a Brevik y así redimir el sufrimiento de las víctimas es no haber entendido nada. Él mismo creía que moriría en la matanza. Lo prueba el hecho de que enviase un correo a mil contactos, adjuntando su manifiesto. Es decir, sabía que lo que hacía estaba mal y tendría unas consecuencias. En su conciencia existía un discernimiento moral.

Sin embargo, lo han declarado una “mente esclavizada”. El joven noruego sufriría “esclavitud de la mente”, en expresión de Chesterton, ese estado hipnótico en el cual los hombres no son conscientes de la existencia de otra alternativa. Sería una obstrucción de las ideas y de la imaginación, una fijación patológica que impide ver otras salidas. El autor reconoce la atrocidad, pero la juzga necesaria. Es lo mismo que Arendt sostenía, al afirmar que Eichmann no era un hombre malvado, sino que simplemente carecía de motivos para hacer el bien porque había dejado de pensar y juzgar. No actuaba como lo hace una persona responsable y libre.

No creo en la inocencia del noruego. Sí creo en el orgullo homicida como distintivo de su personalidad. Un fanático es alguien que erige un supremo propósito a su propia imagen; luego cumple las órdenes que este recurso solipsista le ofrece desde dentro, en altivo distanciamiento de la sociedad y la comunidad humana, a las que desprecia de forma absoluta, en una evidente separación y lejanía respecto de Dios.

Es verdad que hay en el terrorista una necesidad o inestabilidad ideológica a la hora de cometer los asesinatos. La cuestión entonces es: ¿debemos permitir la difusión de ideologías que alimentan conductas criminales? ¿Debe la ley dejar impune el crimen invocando un mero informe psiquiátrico? ¿Existen o no existen reglas universales fiables? ¿Se debe juzgar o ya nadie se hace responsable de nada porque se ha declinado y se tiende a la proclividad de prescindir del pensamiento y del juicio?

El nihilismo arraigado en la sociedad es tan absurdo como inmoral y perverso, tan enfermizo como incoherente. Es estremecedor el relato “la serenidad de la muerte”, incluido en El piano, de H. Lange, en el que el verdugo nazi y su víctima se funden en un abrazo tras la muerte, que todo lo sepulta y, por tanto, todo iguala. El mal no puede ser acogido por la sociedad como si no lo fuera. El hombre siempre sufrirá regresiones hacia el mal, que deberán ser restituidas.

No es posible banalizar el mal, como si nada hubiese ya “fijo y permanente”, como si no existieran reglas capaces de distinguir el bien del mal. Ni tampoco es admisible sustraerse o abdicar de la responsabilidad personal o individual de nuestras acciones, como si fuese sólo el sistema el que está podrido y necesitase conversión, a no ser que hayamos renunciado ya a la condición humana.

Roberto Esteban Duque, sacerdote y profesor de Teología Moral

Publicaciones relacionadas

Un comentario

  1. Me parece que es difícil entender el modelo de justicia social de los noruegos pues en el mundo estamos acostumbrados a hacer «justicia» con violencia. Soy de México y sé que la violencia genera más violencia. No se trata de banalizar el mal en mi opinión. Recordando lo que alguna vez Dostoievski decía sobre el sistema de justicia en su país, que se conoce una sociedad por sus cárceles (y castigos) en el sentido que no se puede combatir el mal con más maldad (coerción y autoritarismo). Es más que suficiente castigo a un ser negarle la libertad. Breivik mató casi 80 personas, en México eso ya ha pasado (el caso de la masacre de indocumentados) y me temo que pasará otra vez porque se contesta la violencia con más violencia en medio de la impunidad. Breivik es un enfermo mental (alguien normal no puede hacer eso realmente), pero aún así es menos peor que el mexicano que mató los 70 indocumentados «nomás porque se le ocurrió» (no recibió las órdenes… andaba aburrido el muchachón). Si me lo preguntan, lo que hacen los noruegos funciona (si no siempre, más que en cualquier parte del mundo por lo que se puede decir que es un modelo de éxito) es porque no hay conformismo social ni corrupción en su sistema judicial. Pero no es sólo eso, al final nos dan un gran ejemplo de humanismo: para hacer justicia no es necesario rebajarse al nivel de los peores asesinos. Me preocupan más los sádicos que buscan venganza disfrazada de justicia que los locos como Breivik, porque son los primeros son los que crean a los Breiviks…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba

Copyright © 2024 Encuentra by Juan Diego Network. Todos los derechos reservados.