Educar es difícil, posible y bello, palabras a padres y maestros

Lo primero que creo puede ser importante es plantearme y plantearles ¿a quién le quiero dirigir estas palabras? Y en este sentido me hace bien imaginar que estas páginas las pudieran leer la mamá que se ha levantado temprano y está preparando el desayuno para el marido y los chicos, para después empezar todos, cada uno en lo suyo, el trajín del día. O el papá que mientras se afeita piensa en todo lo que le espera en el trabajo, mientras se le cruzan los rostros y las dificultades de la casa. Se las quisiera decir al educador la maestra, el profesor, la directora, el preceptor, la secretaria, el portero que va yendo a su colegio, escuela o universidad para empezar la labor educativa, unos mirando por la ventanilla del tren o del ómnibus, si tuvieron la suerte de conseguir asiento, otros caminando por el pueblo y saludando al paso a todos, porque todos conocen al maestro o la maestra, otros a caballo por las picadas del monte, o por los senderos de las montañas, otros en botes, rumbo a las islas.

Y, ¿qué querría decirles? Creo que querría animarlos diciéndoles estas tres verdades, con las que hace más de diez años el Cardenal Martini describió lo que significa el desafío de «educar hoy” 1 : que educar es ciertamente difícil, pero a pesar de todo posible, y sobre todo y fundamentalmente bello.

Es difícil

Por lo que vemos y sobre todo por lo que nos toca vivir cada día en nuestras casas, en el colegio, en los ambientes donde se mueven los chicos (hijos, alumnos), experimentamos que realmente es así, que es difícil educar. Muchos padres y maestros viven incluso esta dificultad con una fuerte sensación de impotencia, y hasta de inutilidad, que se manifiesta en una carga grande de agobio y desconsuelo, en una desazón que los lleva a plantearse con hondo pesimismo el sentido de tanto esfuerzo educativo puesto en ellos, o a desentenderse inmaduramente de su misión.

Educar es difícil porque surgen valores nuevos y se desprecian los viejos. Porque hay costumbres sociales que se han modificado notablemente. Por sólo citar alguna: cada vez hay menos tiempo libre, estamos perdiendo el valor de lo gratuito. Hoy en las ciudades es casi un sueño sentarse a la mesa juntos, escucharnos, compartir cosas, o estarnos simplemente en familia, sin hacer nada, pero juntos. Y aún siendo un triunfo el juntarnos, cuántas veces, sin embargo, dejamos que el televisor nos robe la atención rompiendo el círculo familiar, por un semicírculo que muchas veces nos libera de un compartir maduramente los hechos de la vida cotidiana.

Nos hemos vuelto tan «geniales» que ya no tenemos tiempo ni para jugar, lo cual paradójicamente es muy serio, y si lo hacemos, muchas veces es de espaldas a la gente, frente a una pantalla fría, impersonal de computadora. ¡Estamos solos hasta para jugar!

Educar es difícil porque hay muchas certezas puestas en duda. Porque ha cambiado el valor de las instituciones.

Hay un fuerte rechazo a la familia que a la vez convive aunque suene contradictorio con una cada vez mayor necesidad y reclamo solapado de ella. Es cierto que ha cambiado la relación joven adulto, y que hay una mayor igualdad como cosa positiva , pero con la dificultad de que muchas veces esto nos sirve de pretexto para liberarnos de nuestra misión de autoridad: de maestro o de padre. El Papa dice que uno de los dramas de nuestros tiempos es la orfandad, y la peor de ellas, la «orfandad con padres vivos». «La escala de valores paternales dice Martín Descalzo que durante siglos sirvió de última referencia, de respaldo vital a muchas generaciones, parece haber hoy desaparecido. Ni los jóvenes parecen creer en sus padres ni tienen muchos padres el coraje de serlo en plenitud… Esa falta o minusvaloración de los padres gesta una enorme soledad. Y por lo tanto vemos muchos jóvenes y hombres grandes reaccionando con actitudes muy típicas de aquellos que perdieron a su padre en la primera infancia”2

Por supuesto que no pretendemos defender ciertas formas de ser padre o maestro que no eran sino autoritarismos opresores y asfixiantes, pero sucede que, quizás por reacción a esta caricatura de la paternidad o de la autoridad, «hemos pendulado hacia el extremo opuesto y muchos padres han abdicado de su función en nombre de una supuesta libertad, que ciertamente permitirá vivir más cómodamente a los hijos o a los alumnos, pero también más huérfanos” .3

Tenemos que convencernos que los chicos «no aman los rigorismos ni las durezas absurdas, pero tampoco aman la confusión de una libertad llena de vacilaciones. Hay que convencerse que en el amor al padre, al maestro, no hay simple afán de seguridad y miedo a la aventura. Hay algo más sólido: hay el reconocimiento de que el hombre tiene mucho que ver con sus propias raíces y que se realizará verdaderamente en la medida que sea fiel a ellas»4 , sin perder por supuesto su propia originalidad, su capacidad de crear libremente muchas cosas nuevas. Hay en nuestros jóvenes una inmensa «nostalgia de tierra firme» y si no la encuentran en sus padres o en sus maestros la irán a buscar en cualquier ideología, o en cualquier amigote que les haga de padre, y si no, mendigarán en los falsos refugios «sustitutivos’ o alienantes de la bebida, de la droga, o del sexo loco, porque la necesidad de ese «horizonte de referencia seguro» es algo que el ser humano lleva en sus entrañas, y por lo tanto, bien o mal, no dejarán de buscarlo.
Educar es difícil porque los jóvenes no tienen suficientes modelos adultos creíbles. Ven caer las ideologías con todas sus promesas fascinantes, ven «superhombres» transformados en «pobres hombres», que deciden los destinos del mundo y no pueden gobernar su propio corazón, que juegan a ganar grandes guerras, y pierden bataholas «de pasillo”, que son amos del mundo, y extranjeros en su casa.

Ven figuras de adultos que lideran multitudes, que proponen proyectos grandes para su pueblo, a las que se adhieren, y en pocos meses encuentran a los mismos líderes sentado frente a un tribunal, ya no proponiendo nada para el bien de los otros, sino «cuidando el propio pellejo», haciendo malabarismos para zafar de marchar presos. No es el hecho aquí de hablar de culpabilidades o inocencias, eso no nos corresponde si no lo podemos probar. Lo que queremos remarcar aquí es el «shock» desarmante que provoca en el corazón del joven este contraste tremendo: el hasta ayer «ídolo», hoy «reo»; el hasta ayer confiable y «seguible», hoy un «sospechoso». Esto provoca necesariamente en el joven este «no creer ya en nada ni en nadie», este «hacer la suya’, actitud que de a poco se va convirtiendo en un modo de vivir, de relacionarse, de juzgar las cosas y las personas.
Y si esto sucede con los personajes públicos, no es menos grave el hecho de que muchas veces encuentran en nosotros los más cercanos, los que deberíamos ser puntos de referencia claros en su vida de fe gestos o actitudes que contradicen radicalmente lo que les predicamos, convirtiéndonos para ellos en factor de hondos desencantos, en «piedra de tropiezo».

Educar es difícil porque para hacer frente a una carrera de competencia «zoológica», se educa al hijo para el éxito, para que un día ocupe los primeros puestos, para que tenga más, para que sea más grande que los otros. Y así tenemos un inmenso rejunte de «monstruitos educadísimos», eso sí: trilingües, brillantes en eficiencia, en capacidad de trabajar sin descanso, empachados de títulos, preparados para servir a un «sistema» por el que sacrificarán «inhumanamente» horas de sueño, de familia, de noviazgo o amistades, de servicio solidario a los demás; por el que tendrán que practicar fríamente y «sin culpas» porque todo se hace «en regla» recortes de sueldos o jubilaciones, contratos indignos, despidos despiadados. Para, finalmente, ser por el mismo sistema «sacrificados» para lo cual en cambio nunca se está preparado cuando ya las neuronas se «empasten» un poco, cuando cometamos dos errores seguidos en las cuentas, o el simple pero gravísimo error de cumplir 40 o 45 años.

Educar es difícil porque se ha confundido la formación del corazón con una especie de «training» exigentísimo, que ha hecho de la eficiencia un fin, olvidándonos que es válida y necesaria, pero siempre se inscribirá en el ámbito de los medios, y que cada vez que pierde su condición se convierte en un «becerro de oro», a cuyo alrededor bailan un montón de idólatras, que a poco de adorarlo se chasquean. Convenzámonos que el fin para el que nos educamos y formamos es la solidaridad y el servicio y que la eficiencia no es más que una servidora que recibe su dignidad o indignidad no de sí misma, sino del fin al que sirve. Lo que necesitamos son «hombres para los demás», «olvidados de sí», convencidos que hay triunfos en la vida que tienen forma de fracaso, que se puede ganar perdiendo, que se es más feliz dando que acumulando. Que llena mucho más el corazón una pobreza digna, con amor, que una opulencia indigna, o deshonesta. Que nada ni nadie nos puede hacer tirar a los costados del camino, si no queremos, virtudes como la lealtad, la fidelidad, la amistad, la justicia, la fe, la bondad.

En fin por todo esto, y por muchísimos otros factores quizás tan serios como los que hemos citado, convengamos que no es fácil educar. Para ello dice Fermín Gainza con una sana mezcla de idealismo y humor :

«…uno tiene que llevar en el alma:
un poco de marino,
un poco de pirata, un poco de poeta,
y un kilo y medio de paciencia concentrada».

Es posible

Si las dificultades arriba mencionadas nos llevaran a concluir que «educar hoy» es prácticamente imposible, sería una mentira y traicionaría el mensaje central de estas páginas: y es que ciertamente se puede. El educador tiene que ser un hombre, una mujer lleno de esperanza: tiene que creer que vale la pena enseñar, tiene que tener la convicción que toda persona es educable, capaz de crecer, de mejorar de modificar relaciones y modos de actuar. Hablando de este aspecto nos dice Savater:

«…En la tarea de educar el optimismo es de rigor… Podemos ser ideológicamente o metafísicamente profundamente pesimistas. Podemos estar convencidos de la omnipotente maldad o de la triste estupidez del sistema, de la diabólica microfísica del poder, de la esterilidad a medio o largo plazo de todo esfuerzo humano y de que «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir».(…) Como individuos y como ciudadanos tenemos derecho a verlo todo… muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse… Quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza… Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos…) que pueden ser sabidas y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento” .5

Algunos dedicados a la educación cifrarán esa posibilidad en las nuevas leyes y metodologías. Y creo que es una ilusión válida. Pero, ¡ojo!, toda nueva ley, será fecunda en la medida que se apoye sobre la única ley que no pasa, que resiste al tiempo: la ley del amor, lo que San Ignacio llamaba la «interna ley de la caridad». Una ley que considera a Dios ser supremo y que respeta y ama al ser humano, y busca su dignidad y su felicidad. Una ley no escrita en los papeles sino grabada a fuego por Dios en lo profundo de nuestro corazón y del corazón de todos nuestros hijos y alumnos. Todas las demás, aún las más geniales, fecundas y bien intencionadas, van a la deriva de los tiempos, de las necesidades, de las circunstancias, de los vaivenes políticos o de las ideologías.

Y para nosotros esta ley del amor tiene, o debería tener, una sana obsesión una única fragilidad incurable: los más débiles, los pequeños, los más pobres, los ancianos, los que el mundo arrincona o desecha porque no producen. Y es cierto: no producen ganancias, al contrario, ellos hacen que no nos cierren los números. No son los que nos van a liberar del efecto «tequila», «caipirinha» o «peperina «, pero son el reservorio misterioso de la sabiduría de Dios y de su ternura, son esa fuente de agua limpia a la que nuestras ocupaciones, siempre «más importantes que jugar con un niño y perder tiempo con un abuelo», muchas veces y tramposamente ya no nos permiten acceder, privándonos de algo a lo que ellos tienen derecho y nosotros necesidad. Y así andamos, «muriéndonos de sed al lado de la fuente».

En definitiva esa será la clave, el elemento que nos permita discernir cual es la ley que nos rige, que sustenta nuestros esfuerzos. Y será el signo infalible para juzgar si nuestras instituciones: familia, colegio, parroquia, realmente son humanas y cristianas, o si como tristemente se ve en muchos casos, nos hemos ido acomodando, y en definitiva vueltos «cómplices piadosos» del mismo sistema cruel que criticamos. Este amor real, encarnado en gestos y que tiene una opción no exclusiva pero sí preferencial, por los más débiles, por los que más sufren, debería ser junto con el gozo que no es sino un signo del amor lo que nos distinga, así como fue el distintivo de aquellas primeras comunidades de cristianos de las que decían admirados : «¡Cómo se aman!».

¿Dicen de mi familia o de mi colegio: ¡cómo se aman, qué alegría tienen!? ¿Seducimos con nuestro amor y con nuestro gozo?

Decía Paulo VI hace años: «La paz es posible, porque es posible el amor», y creo que no es impertinente robarle la idea y decir sin miedo: «Educar es posible, porque es posible el amor» Y el amor «todo lo puede, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Soporta… y no pasará jamás» (1Cor 13). Dicho de otro modo: educar será posible mientras haya amor: amor a Dios, amor de familia, amor de hermanos, al colegio y a su gente. «La educación es cosa del corazón nos decía San Juan Bosco : el que se sabe amado, ama, abre su corazón, aprende, se da a conocer, se brindó» y hasta en casos heroicos, llega a dar la vida por los que ama, como dice el Evangelio.

Educar es posible si renovamos lo que Martini llama la «caridad educativa», y que requiere conocer las necesidades profundas de los chicos, a través de un diálogo educativo, que exige que los educadores representen para los chicos verdaderas figuras paternas y maternas, que sepan escucharlos aunque sus palabras hieran, que sepan interpretar y tener paciencia de sus silencios e indiferencias, que hagan sentir a los chicos que valen por lo que son, no por lo que hacen.

Educar es posible en la medida que renovemos la conciencia profunda de que la grandeza de un padre, de una madre de un maestro se la da paradójicamente la fragilidad que cuida.

Educar es posible en la medida que el padre o maestro no se avergüence de la debilidad de su hijo o alumno, si se anima a abrazar con él sus problemas.

Si apuesta a la sabiduría de saber que no son todos iguales y que por lo tanto la educación no se vale de recetas fijas: tendrá que ver qué necesita cada uno, y así mientras anima al tímido, frena al atropellado; mientras aumenta la dosis de ternura y palabras de valoración con el «apichonado», se muestra firme con aquel al que se le han subido los humos y necesita ser reubicado.

Si respeta sus fuerzas y no maltrata sus límites ni por exceso ni por defecto.

Si corrige siempre con horizonte de cariño.

Si se anima a educar en ese equilibrio difícil pero necesario de una ternura que no es debilidad y una firmeza que no es dureza.

Si los anima a no tener miedo a los sueños grandes y por ello no descuidar ni desmerecer lo gestos pequeños.

Si es fuerte para poner un límite y más fuerte aún para esperar .6

Sí, es posible educar hoy sin alienarse de los tiempos que nos tocan vivir cayendo en un espiritualismo desencarnado y por lo tanto no cristiano ni claudicar, entregando a cambio de comodidades o beneficios mezquinos, valores que no se negocian. O, cansados de pastorear el gran rebaño rebelde y difícil, y por lo tanto poco gratificante , dedicarnos a formar exclusivamente algunas cabecitas escogidas o de buenos modales que no nos enerven y sobre todo, que nos hagan quedar bien.

Poniendo al amor por nuestros hijos y alumnos como piedra fundamental que sostiene todo el edificio educacional, Saint Exupéry en su obra póstuma e inconclusa, «Ciudadela», y encarnado en el responsable de aquella ciudadela (para nosotros en este caso el papá, la mamá, la maestra el director o responsable del colegio) dice:

«Hice venir a los educadores y les dije:

No maten al hombre, presente en germen en los pequeños, ni los transformen en hormigas para que sostengan la vida del hormiguero. Poco importa que el hombre esté más o menos colmado. Importa que sea más o menos hombre.

No los llenen de fórmulas vacías, sino de imágenes cargadas de estructuras (de valores) que los ayude a enfrentar la vida con dignidad.

No los llenen de conocimientos muertos. Y en cambio ayúdenlos a forjar un estilo propio.

No juzguen sus aptitudes por su aparente facilidad para una cosa u otra. Porque tiene más mérito el que más trabaja venciéndose a sí mismo. Y para juzgarlos consideren siempre en primer lugar su amor.

Enséñenles el respeto, y no la ironía, que los hace ir para atrás y despreciar los rostros de sus hermanos o compañeros.

Ayúdenlos a luchar contra los lazos del hombre por los bienes materiales, para que no se endurezcan.

Enséñenles a rezar, porque con la plegaria se dilata el alma.

Les enseñarán el ejercicio del amor. Porque a éste nadie lo puede reemplazar. Y recuérdenles que el amor egoísta, el excesivo amor de sí mismo es exactamente lo contrario del amor.

Corrijan en primer término la mentira y la delación. Recuérdenles que solamente la fidelidad nos hace fuertes. Y que no puede haber fidelidad en un campo y no en el otro. El que es fiel, siempre es fiel. Y no es fiel quien puede traicionar a su compañero de labor.
Les enseñarán de a poco el perdón y la caridad.

Enséñenles las maravillosa colaboración de todos por todos y por cada uno.

Si son fieles a todo esto que les he dicho, entonces el cirujano se apresurará a cruzar corriendo el desierto para reparar la rodilla de un humilde peón. Porque sabrá que ambos son vehículos (mensajeros) del amor, y ambos tienen el mismo conductor: Dios” .7

Y aprovechando el envión que nos da Saint Exupéry podríamos agregar:

Y entonces el político no será el paradigma del corrupto, como tanta gente cree, y tantos políticos se encargan de que así lo crean.

Y el empresario sabrá que cada uno de sus obreros lleva atrás una familia, tan digna como la propia y que todos y cada uno de esos rostros valen más que todo lo que tiene, que son su mejor capital.

Entonces el abogado no se aprovechará de la sencillez y el sufrimiento de la gente.

Y el ingeniero y el arquitecto soñarán no tanto en construir la mejor de las mansiones con la más infranqueable de las murallas, sino un barrio de casas dignas para la gente sencilla.

Entonces el sacerdote pastoreará a su rebaño, y en vez de vivir de su lana y cuidar de las ovejas fuertes que adulonamente le dicen que es una «monada», saldrá a campear a las más débiles, a las más alejadas, a las que por mil circunstancias andan heridas en los desfiladeros de la vida y necesitan ser buscadas, entablilladas con delicadeza y cargadas sobre sus hombros, que es propiamente lo que nos define como sacerdotes: el hacernos cargo de los otros.

Entonces la excelencia de nuestra medicina y de nuestra educación no será un lujo al que acceden unos pocos, como cada vez más está sucediendo, sino lo que debe ser: un derecho inalienable del pueblo al que acceda con la naturalidad conque un niño mete su jarrito en el pozo para tomar la mejor de las aguas.

Es bello

Me dirán a esta altura: Padre, dejemos de soñar. Bajemos a la realidad.

Y yo les diré: ¡Ni loco, no quiero dejar de soñar, porque si dejamos de hacerlo dejaremos de ser cristianos, y no tendrá sentido ni nuestra palabra, ni nuestros gestos, ni nuestra conducción en la escuela, ni cada uno de los consejos que pueda decir un maestro a su alumno, un padre a su hijo. No, no quiero dejar de soñar, no podemos dejar de soñar. Si lo hacemos traicionaríamos a nuestros hijos, corromperíamos a nuestros alumnos!

Si educar es bello en gran parte es por esto: porque es misión de soñadores, que a su vez cuidan, protegen, hacen crecer sueños de otros: de los hijos, de los alumnos.

«Hay que seguir soñando y sembrando empecinadamente, como lo hace el sembrador, ‘en esperanza de que el mañana multiplique lo que hoy desparrama, sin saber lo que decidirán las lluvias, las heladas, los calores’… Sabe sí que tiene que sembrar. No es un ingenuo, sabe también de la ingratitud de esa tierra, sabe que parte de lo sembrado se va a perder. Sabe que hay zonas que parecen buena tierra pero abajo tienen piedra, sabe que va a tener que llorar por plantas que cuando sólo les faltaba fructificar murieron asfixiadas. Y sin embargo no mezquina en la siembra, porque ¿quién que ame realmente no está dispuesto a perder mucho por lo que ama?

Durante años, aquel hombre ha repetido este gesto de esparcir todas las semillas, de arriesgar todo en la siembra, de volver a la casa con la bolsa y las manos vacías, y el corazón lleno de ilusiones de que Dios bendiga este año con buenas lluvias. De su parte lo dio todo: aró la tierra y la sembró. Ahora las cosas están en manos de Dios, tendrá que esperar ¿Quién que ame realmente no está dispuesto a esperar mucho?… dentro de algunos meses contemplará entre risas y festejos de familia el campo lleno de frutos, y se lanzará a la cosecha con todos los suyos y algunos más que vengan a darle una mano de los campos vecino, o quizá se secará a escondidas las lágrimas, simulará una sonrisa a los suyos y les dirá: ‘Y bueno… Dios quiera que el año que viene nos sea propicio’.

Y volverá a salir, a abrir los surcos, y a sembrar la tierra, con la misma generosidad empecinada. Y volverá en ese gesto, una vez más a morir, para empezar a resucitar en esperanza.

Es la suerte de todo sembrador: de los padres para los hijos, del maestro para los alumnos, de quien trabaja en las fronteras sociales buscando una vida digna para su pueblo. De la mamá que todos los días vuelve a comenzar el trabajo de la casa. De la enfermera que cambia por enésima vez a su paciente para tener que volver a hacerlo quizás en un ratito más. Es la suerte de todos aquellos que quieren a pesar de sus límites y debilidades, que la Palabra pase por sus palabras y el Amor por sus gestos.

“Sólo el hombre en quien el invierno no ha asesinado la esperanza, es un hombre con capacidad de sembrar dice bellamente Menapace …tenemos que comprometer nuestras manos en la siembra del amor. Que la madrugada nos encuentre sembrando… con cariño, con verdad, con desinterés, jugándonos limpiamente por la luz en la penumbra del amanecer. Trabajo simple que nadie verá y que no será noticia. Porque la única noticia auténtica de la siembra la da sólo la tierra y la historia… Que la mañana nos pille sembrando» .8

Y sepan «los que se dedican a sembrar las infancias de sus hijos y alumnos de gestos de amor, que antes o después, cuando pase el tiempo de las palabras, cuando el viento se lleve las ideologías que alguien prendió con alfileres en nuestro corazón, lo que quedará en el recuerdo serán aquellos gestos, el cariño en el modo de enseñar, la ternura que hubo durante una enfermedad o dolor de familia, el amor silencioso de las horas oscuras…»9

Es bello porque es algo muy parecido a lo que Dios hace con nosotros en esa imagen bíblica tan linda del Alfarero, que mete mano en el barro de nuestro corazón y de a poquito, le va dando forma. Y de pronto, es como si dijera al papá o al maestro: Reemplazame un ratito, seguí un poco vos. Y entonces uno también mete manos y le ayuda a Dios, no por capricho nuestro, sino suyo.

Es bello pensar que el día que los hijos y los alumnos le entreguen el alma a Dios, ella tendrá, como dice el poeta, un poquito del olor a las manos de Dios y también otro poquito del olor a nuestras manos.

Educar es un arte gozoso. No un trabajo forzado. No un fin de lucro. Es ayudar en la creación armoniosa y feliz de una persona, y cuando se vive así la satisfacción de los padres y de los maestros es la misma que la del artista frente a su obra de arte. Por lo tanto, es algo que no tolera recetas o fórmulas pétreas, sino que exige originalidad, gozo, respeto de la individualidad y originalidad del alumno o del hijo.

Volvemos la mirada a ese papá, mamá, maestra o profesor, secretaria o portera que han comenzado el día en su casa o que van camino al colegio para decirles que no le aflojen, que vale la pena, que como dice Gainza tomando la imagen clásica del la vida como un viaje, arduo pero hermoso :

«Es consolador soñar
mientras uno trabaja,
que ese barco ese niño-
irá muy lejos por el agua.
Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras (y de amor)
hacia puertos distantes,
hasta islas lejanas.
Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestra propia barca,
en barcos nuevos
seguirá nuestra bandera enarbolada».

Por P. Ángel Rossi S.J.
mercaba.org


1 C.M.Martini, Interioritá e futuro (Bologna, EDB, 1998), 328-450

2 José Luis Martín Descalzo, “El desmadre y el despadre”, en Razones para la esperanza (Madrid, Atenas, 1993), pgs. 155-157

3 Ibid.

4 Ibid.

5 Fernando Savater, El valor de educar (Barcelona, Ariel, 1997),p.18

6 Cfr. Jorge Mario Bergoglio S.J., “El superior local”, en Meditaciones para religiosos” (San Miguel, Ed. Diego de Torres, 1982), pgs.105-128.

7 Antoine de Saint Exupéry, Ciudadela (Bs. As., Ed. Goncourt, 1983), pags. 95-96.

8 Cfr. Ángel Rossi S.J., Semillas de cielo y tierra (Bs. As., Sudamericana, 1997), pags. 20-40.

9 José Luis Martín Descalzo, Razones para el amor (Madrid, Atenas, 1996),p. 101.

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba

Copyright © 2024 Encuentra by Juan Diego Network. Todos los derechos reservados.