Matriz eterna del amor

“Luna grande de enero que sin rumor nos besa…, matriz eterna donde el amor palpita, madre, madre”, cantó a la Virgen María el poeta español Dámaso Alonso (1898-1989).

Hay en el museo nacional dell Bargello, Florencia, un alto relieve esculpido en mármol por Miguel Ángel hacia 1503-1505, que se conoce como “Tondo Pitti”, porque tiene forma redonda (=tondo) y le fue encargada por Bartolomeo Pitti.

La Virgen mira de frente, sentada en un bloque de piedra. A la derecha se encuentra Jesús-Niño, descansando sobre un libro abierto en el regazo de su madre. A la izquierda y detrás de María se asoma discretamente San Juan Bautista, como diciendo: “El que viene después de mí ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo” (Jn 1, 15).

El Niño apoya su brazo en las palabras de la Escritura que él mismo encarna. En el banco marmóreo que sirve de asiento a María, puede verse ante todo la “piedra angular” o la “piedra viva” que es Cristo, rechazada por los constructores.

San Pedro decía que los cristianos son también piedras vivas del nuevo Templo que el Espíritu Santo edifica: “También vosotros –como piedras vivas– sois edificados como edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe, 2-4). Pues bien, María es la figura por excelencia de esas piedras vivas, que son los creyentes en Cristo.

Miguel Ángel la representa en actitud contemplativa, coronada con la imagen de un querubín. Según T. Verdon, María aquí representa a la Iglesia en su sentido profundo: como la entera humanidad llamada en Cristo a la filiación divina. En su contemplación resume la búsqueda espiritual –que surge en todos los hombres de todos los tiempos– de sentido, de verdad y de belleza. Una búsqueda que implica necesariamente la Cruz (cf. La belleza nella parola, ed. San Paolo, 2007).

Y es cierto, porque, por su docilidad al Espíritu Santo, el corazón de María consideraba todas las cosas en la perspectiva de la salvación, convirtiéndose en el altar desde donde se elevaba constantemente el culto a Dios en unión con su Hijo: la alabanza y la acción de gracias, la reparación y la intercesión por el bien de todas las personas. Y ese culto se traducía en un servicio callado y continuo a la misión que ella tenía encomendada.

El Evangelio de San Lucas recoge dos expresiones de Jesús que vinculan especialmente a María con la Palabra de Dios: “Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra» (8, 21); “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (11, 28). Con estas palabras –observa Benedicto XVI– “Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica” (Verbum Domini, n. 124).

Así la vida de María no sólo fue –como la de cada santo– “un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios” (ib, n. 48); sino el medio, sublime y sencillo a la vez, por el que la Palabra de Dios, donde estaba la vida, llegó a ser luz y vida del mundo.

En efecto, María es la primera que escucha la Palabra, la acoge con fe y la encarna en su cuerpo y en su entera existencia. La hace así vida divina en la tierra, entregada primero a los cristianos y, a través de ellos, al mundo. Ella es grande primero porque fue escogida para ser Madre de Dios. También porque, como coronación de su vida fiel, asumió al pie de la Cruz la maternidad de esta familia –la Iglesia–, que escucha la Palabra de Dios y la ofrece como vida plena de los hombres.

Al explicar la encarnación del Verbo, anota San Atanasio que la Palabra de Dios tomó de María nuestra condición: “”María está presente en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo, y, como propio, lo ofrezca por nosotros” (Carta a Epicteto). Y añade el santo doctor: “Estas cosas no son una ficción”. Como diciendo: no son imaginaciones ni legendas, sino el gran acontecimiento en el que María ocupó un lugar único.

Por Cristo, con Él y en Él, que se nos da en la Eucaristía, y gracias a la Virgen madre, los cristianos somos como el cuerpo de la Palabra de Dios, que habla al mundo en la vida ordinaria de cada día. Así nuestras pequeñeces y limitaciones se convierten en signo e instrumento de la grandeza e infinitud de Dios Amor.

Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra

iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com


(publicado en www.analisisdigital.com, 1-I-2011)

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