El abrazo expresa la intención esencial de coincidir con el otro, de crear entre ambos una nueva unidad.
Hemos sugerido en más de una ocasión que la unión íntima, cuando es auténtica, cuando está respaldada por un amor verdadero, incrementa y acrisola ese mismo amor del que dimana. También hemos insinuado los motivos de semejante influjo: la expresión sincera del amor necesariamente lo refuerza, lo incrementa, lo amplifica. Pero en una persona como la humana, compuesta de espíritu y materia, el espíritu se manifiesta normalmente a través de lo sensible: el lenguaje del cuerpo declara las disposiciones más hondas del alma. En consecuencia, las exteriorizaciones sensibles del cariño revierten sobre la esfera de los sentimientos y sobre el amor propiamente dicho: los acrecientan.
Así ocurre, por ejemplo, cuando, para saludarse, dos personas se unen voluntariamente con un apretón de manos. Si la acción externa es sincera, si manifiesta una amistad ya antigua o el deseo de iniciarla en esos momentos, el gesto externo servirá como acicate para la unión espiritual amistosa. ¿Por qué?: porque expresa con símbolos materiales la unidad de corazones y voluntades que los dos pretenden instaurar. La mano, en primer término, se adelanta y sale al encuentro de la del interlocutor; después, se muestra disponible, entregándose francamente para ser «envuelta» por la mano ajena, quedando incluida en el espacio vital de esta última; por fin, engloba ella misma, al curvarse, a la mano amiga, introduciéndola físicamente en su propio espacio personal. Es decir: realiza parcialmente la unidad o identificación física y, por consiguiente, inaugura o incrementa la unión afectiva y de voluntades. Con una condición, claro: que, al estrecharse las manos, se actúe con sinceridad, con nobleza. pero si este requisito se cumple, la simple acción física, aparentemente sólo exterior, constituye un medio eficaz para la unión íntima, de almas. Todos hemos experimentado hasta qué punto un caluroso apretón de manos, en el que fácilmente se adivinan un alma y un corazón, acerca irresistiblemente hacia la persona de quien así nos saluda.
Pues todo ello se ve elevado a la enésima potencia en el abrazo, alcanzando el summum de la eficacia en el abrazo conyugal amoroso, en la cópula. Observa Edmon Barbotin que, para expresar la compenetración física, el abrazo resulta aún más significativo que el apretón de manos: en él «mis brazos se tienden hacia adelante y se abren para prolongar mi lugar corporal; ofrezco un espacio vivo que es mío, que soy yo, donde el otro está invitado a entrar. El abrazo, cuyo significado culmina en la unión conyugal, expresa la intención esencial del amor: coincidir con el otro, crear entre ambos una nueva unidad». Y, al manifestarla, añado yo a modo de inciso, inevitablemente la «realiza»: la incrementa, la consolida. Ésa es la razón última –asegura Barbotin– por la que «toda conducta de comunión entre sujetos encarnados busca la coincidencia en un mismo lugar corporal. Pero la materialidad, que permite afirmar esta voluntad de comunión, marca también su límite. La unidad entre personas no puede ultimarse en el orden empírico; debe buscarse siempre más allá de la reciprocidad corporal».
El abrazo conyugal
Las últimas palabras de la cita no requieren comentario. Hemos ya insistido en ello: sin unión espiritual y de voluntades, cualquier unificación corpórea sería una farsa, lesiva –y a veces, como en el caso de las relaciones intimas, gravemente lesiva– de la dignidad personal. Pero si que es imprescindible considerar, siquiera someramente, por qué «la significación del abrazo culmina en la unión conyugal». Si tenemos en cuenta que el amor, como recordaba ya Dionisio Areopagita, es una cierta vis unitiva, una fuerza que origina comunión o identificación, y que los gestos corporales serán manifestativos de ese afecto en la medida en que realicen la compenetración física, la respuesta no puede ser más clara. La cópula puede representar en proporción sublime la personal unificación amorosa por tres motivos: 1) El primero, porque en ninguna otra manifestación sensible del cariño la penetración recíproca de los cuerpos es más interna, alcanzando tan íntima profundidad. 2) Después, porque en ninguna otra ocasión el espacio personal compartido es tan vivo, tan inmediatamente en contacto con las fuentes de la vida. 3) Por fin, porque jamás como en el caso que estamos considerando, las «porciones del propio cuerpo» puestas en contacto –los gérmenes vitales– pueden llegar a compenetrarse tan entrañablemente, y a identificarse, hasta el punto de fundirse en una sola realidad viva, que sintetiza en un único sujeto –el hijo– el espíritu vital de los padres. ¿Cabe acaso una mayor «coincidencia con el otro»?, ¿es pensable un modo más hondo y sublime de «crear una nueva unidad»? ¿Se entiende, entonces, por qué, en cuanto máxima expresión de la donación comunicativa, las relaciones conyugales no desprovistas artificialmente de su significado natural «realizan» un progresivo incremento del amor entre los esposos?
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