En el signo de la Cruz

Todo el Evangelio tiene su clave en «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor 1,18). Por eso el Apóstol no presume de saber de nada, sino de «Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2). Según ya vimos, es en la cruz donde se escribe con sangre la ley divina fundamental: cómo hay que amar a Dios y cómo hay que amar al prójimo.

 

Pero en la cruz se nos revela también el amor inmenso que Dios nos tiene. Es en la cruz donde se produce la suprema epifanía de Dios, que «es amor» (1Jn 4,8). Mirando a la cruz, que preside nuestras iglesias y que honra con su signo sagrado todo lo cristiano, es como nos sabemos hijos «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3,12). Pues, aunque sea un misterio insondable, la cruz sucedió «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). No fue, como ya vimos, un accidente imprevisto, ni un fracaso: fue un «mandato del Padre» (Jn 14,31), obedecido por el Hijo hasta la muerte (Flp 2,8). Todo lo relacionado con la cruz del Hijo de Dios es, sin duda, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos» (1Cor 1,23-24). La cruz es, en efecto, la locura del amor de Dios hacia los hombres.

 

«La verdad es que apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo, pudiera ser que muriera alguno por uno bueno; pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,7-8). El Padre, en efecto, «no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (8,32). Este asombro de San Pablo es el mismo de San Juan: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,9-10).

 

Los Padres de la Iglesia no apartan sus ojos de la cruz de Cristo, actualizada siempre en la eucaristía, y no se cansan de cantar su gloria en sus escritos y predicaciones. Ningún otro aspecto de la fe es tratado por ellos con tanta frecuencia, con tanto gozo y amor. Y no hacen en eso sino prolongar la predicación de los apóstoles: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). Este espíritu de los Padres, es el que ha animado a los santos de todos los tiempos. Así San Juan Crisóstomo:

 

«La cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la voluntad del Padre, la gloria de su Hijo único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de gloriarse de Pablo, la protección de los santos, la luz de todo el orbe» (MG 49,396).

 

La cruz, aún más que la resurrección, revela que Dios es amor, y manifiesta inequívocamente el amor que nos ha tenido Dios. Esto es lo que hace de la cruz la clave indiscutible del cristianismo. La resurrección gloriosa expresa de modo formidable la divinidad de Jesucristo, su victoria sobre la muerte y el demonio, el pecado y el mundo. Pero la cruz, la sagrada y bendita cruz, es la revelación suprema de Dios, que es amor, y la prueba máxima del amor que Dios nos tiene. La misericordia de Dios con los pecadores, la solicitud paternal de su providencia, la locura del amor divino, la misteriosa naturaleza íntima del mismo Dios, se revelan ante todo y sobre todo en la cruz de Cristo, esa cruz que se actualiza en el sacrificio litúrgico de la misa. «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó [en Belén, y aún más, en el Calvario] su Unigénito Hijo» (Jn 3,16).

 

San Agustín exclama en sus Confesiones:

 

«¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que "no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros, que éramos pecadores" [Rm 8,32]! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo "no hizo alarde de ser igual a ti, sino que se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz" [+Flp 2,6]! Siendo como era el único libre entre los muertos, "tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para recuperarla" [+Jn 10,18]. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos…

 

«Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad; pero tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos" [1Cor 5,75].

 

«He aquí, pues, Señor, que arrojo ya en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda "contemplar las maravillas de tu voluntad" [Sal 118,18]. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, "en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" [Col 2,3], me redimió con su sangre. "No me opriman los insolentes" [Sal 118,122], porque yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo, y aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados por él. "Y alabarán al Señor los que le buscan" [Sal 21,27]» (Confesiones X,43,69-70).

 

La cruz del Señor, actualizada cada día en la eucaristía, es el sello de garantía de todo lo cristiano. Lo que no está marcado por su gloriosa huella es sin duda una falsificación del cristianismo. No es posible ser discípulo de Cristo, no es posible seguirle, sin tomar cada día la cruz (Lc 14,27). El verdadero camino evangélico, que lleva a la vida y a la alegría, es un camino estrecho, que pasa por una puerta angosta (Mt 7,13-14).

 

La Iglesia que «no se avergüenza del Evangelio» (+Rm 1,16; 2Tim 1,8) es la que se gloría siempre en la cruz de Cristo (Gál 6,14), y no en otras cosas. Es la que en su fe, predicación y espiritualidad permanece fielmente centrada en la Cruz sagrada, de donde procede toda salvación, honor y gracia. En tal Iglesia no se requieren grandes explicaciones sobre la eucaristía. Pocas palabras bastan para introducir en el misterio de su liturgia. Por el contrario, allí donde prevalezcan «los enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18), allí donde se va dejando de lado la Pasión redentora, para centrar la atención de los cristianos en temas «más positivos», la eucaristía resulta ininteligible. Y entonces, de poco le servirán al pueblo cristiano las explicaciones sobre la liturgia eucarística, por minuciosas y pedagógicas que sean. Alejado de la Cruz, el pueblo ha ido perdiendo la inteligencia de la fe.

 

Stabat Mater dolorosa juxta Crucem lacrimosa

No hemos de terminar esta breve evocación de la Pasión sin decir que en el mismo centro del Misterio Pascual está la Virgen María: «junto a la cruz de Jesús estaba su madre» (Jn 19,25). Ella se une tan indeciblemente a Cristo por el amor, que durante la Pasión puede decirse que es insultada, tentada por el demonio, abandonada por los discípulos, azotada y despreciada, y que, como su Hijo, ella también sufre pavor y angustia, pensando sobre todo en la posible suerte de los réprobos. Finalmente, la lanza del soldado, más que a Cristo, ya muerto e impasible, la atraviesa a ella, que está viva, aunque medio muerta por la pena.

 

Se han cumplido, pues, aquellas palabras proféticas que Simeón, con el niño Jesús en sus brazos, «dijo a María, su madre: Mira, éste está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y para señal de contradicción; mientras que a ti una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,34-35).

 

La pasión de la Virgen María es, pues, parte integrante del Misterio Pascual y, por tanto, de la santa misa, que lo actualiza bajo los velos de la liturgia (+Catecismo 964).
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