Después de un insólito y tendencioso juicio a un cadáver, varios pontífices orientaron sus esfuerzos para rehabilitar la figura de su predecesor Formoso.
Esteban VI
El sucesor de Bonifacio, ¡ay!, no valía mucho más que él. Elegido y consagrado en mayo del 896, Esteban VI, obispo de Anagni, era un simple comparsa de aquella casa de Espoleto que, desde que se marchara Amulfo de Italia, había recuperado su influencia y la hegemonía sobre Roma. El nuevo papa quiso vengar a su manera la afrenta que su predecesor -Formoso- había infligido a los Espoleto al conferir a su enemigo la corona imperial.
A tal efecto, nueve meses después de la muerte de Formoso, Esteban VI mandó exhumar su cadáver, ya putrefacto, lo hizo revestir con los ornamentos pontificios, le puso en un trono y procedió al más espantoso de los procesos. Formoso fue acusado de dejarse elegir obispo de Roma siendo así que ya estaba a la cabeza de otra diócesis. Su elección, por tanto, fue declarada inválida, como inválidas fueron consideradas todas las ordenaciones que confirió durante su reinado. Fue un juicio inaudito, con el que Esteban quiso ponerse a resguardo de que lanzaran contra él una acusación análoga, puesto que también él era obispo de otra sede cuando fue elegido para la de Roma: al anular las acciones de Formoso -que fue quien le consagró obispo de Anagni-, este nombramiento quedaba invalidado.
A continuación se arrancaron de la mano del cadáver los dedos con los que había bendecido a las multitudes y, finalmente, mandó sepultar los restos en la fosa común de los extranjeros. Mas si como todo eso le pareciera poco a aquel pobre psicópata, hizo que exhumaran de nuevo lo que quedaba del cadáver de Formoso y que lo arrojaran al Tíber.
Aquel denigrante espectáculo era mucho más de lo que el pueblo romano de fines del siglo IX podía soportar. Meses más tarde, una muchedumbre indignada, guiada por los antiguos partidarios de Formoso, se apoderó de Esteban VI, le encarcelaron y terminaron por ejecutarle un día de agosto del año 897.
Romano
Una vez que Roma se desembarazó de Esteban VI, eligió en agosto para la silla de Pedro a un hermano del difunto Marino I, que contaba, sin duda, con el apoyo de los partidarios de Formoso. Su pontificado no duró más que cuatro meses y lo único que se sabe de él es que invalidó todas las decisiones de su disparatado predecesor.
Su reinado terminó en noviembre y no se conoce con certeza la causa: si por muerte natural o porque fuera destronado.
Teodoro II
Veinte días fue todo lo que duró el pontificado de Teodoro II, un hombre pacífico y honorable que sucedió a Romano en diciembre del 897.
Se acababan de encontrar en el Tíber los restos del infortunado Formoso. Teodoro mandó que se condujeran con gran pompa a la tumba de la iglesia de San Pedro, de donde habían sido sacados, y convocó un sínodo para anular todas las decisiones del «Sínodo del cadáver» y revalidar todo lo que había invalidado Esteban VI. Los partidarios de éste reaccionaron intentando imponer otro papa en la persona de Sergio, conde de Túsculo, un individuo sin escrúpulos. No lo lograron. Pero aquello sólo fue un capítulo aislado para Sergio, que volvería a la carga y conseguiría su objetivo en el año 904 bajo el nombre de Sergio III.
Juan IX
Teodoro acababa de morir, a fines de diciembre del 897, tras veinte días de pontificado. Sergio, el usurpador, sólo acarició el trono durante unas horas. Terminó refugiándose en los dominios del margrave Adalberto de Toscana, aunque manteniendo intactos sus designios de apropiarse la silla de Pedro en la primera ocasión que se le brindara.
A principios de enero del 898 el hombre fuerte de Italia era Lamberto de Espoleto, residente en Rávena, que hizo elegir papa a su protegido, el abad benedictino Juan de Tívoli. Personalidad digna y despierta, aunque bastante débil, Juan IX se apresuró a buscar en Rávena la seguridad que no podía proporcionarle Roma. Reanudó la tarea de restauración iniciada por el efímero Teodoro y llevó a buen fin el sínodo que rehabilitó a Formoso. Pero, sobre todo, lo que él quería era mostrar su gratitud a su protector; y le coronó emperador después de haber declarado inválida la consagración de Arnulfo de Carintia. Juan IX contaba con Lamberto para volver a imponer el orden en los Estados de la Iglesia y hacer que Roma aceptara las estipulaciones de la «Ordinatio Lotharii» del 824, que fijaba el modo de elegir a los papas.
Mas he aquí que el flamante emperador se mató accidentalmente a los pocos días de su consagración, con lo que Juan IX se encontró solo para llevar adelante sus propósitos. Apenas consiguió nada. Y al morir, en enero del año 900, el papado volvió a precipitarse en las turbulencias de las peores pasiones partidistas.
Benedicto IV
Benedicto, un antiguo partidario de Formoso, iba a presidir un sínodo en Letrán cuando fue elegido papa en febrero del año 900. Al año siguiente consagró emperador a un sobrino de Ludovico II, Luis III el Ciego, del que esperaba ayuda para contrarrestar la influencia de Berengario de Friul en Italia. Pero éste se mostró más poderoso que el emperador.
Fueron baldíos los esfuerzos de Benedicto IV para acabar con la corrupción. Las luchas entre los partidos -salvajes y despiadadas- hicieron de nuevo su aparición. El papa, descorazonado, murió en julio del 903.