"Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina cobija a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste…"
El silencio se hace entre la multitud después de la explosión de imprecaciones de Jesús. No se puede decir más. Todos callan esperando una nueva polémica que no llega. La saeta ha dado en la diana, la verdad de unos y de otros se ha hecho clara a la vista de todos. Jesús está encendido. Pero no ha acabado, pues añade una exclamación final:
"Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina cobija a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste. He aquí que vuestra casa se os va a quedar desierta. Así, pues, os aseguro que no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor"(Mt).
Si Jerusalén hubiera querido, hubiera sido la capital del nuevo reino. La belleza de los dones de Dios le hubiera inundado. El mundo hubiera tenido en ella su centro. El antiguo olivo hubiera florecido en nuevos brotes en todo el orbe de la tierra. Dios habría bendecido su fe. Pero no han querido. Han usado la libertad para oponerse al modo con que ha querido Dios salvar a los hombres. Han despreciado el amor humilde, han preferido una religión adulterada en su fondo y vacía en sus formas. Al final de los tiempos, Jesús volverá a venir con aspecto glorioso. Pero entre esas dos venidas no le verán, sino que se manifestará a otros pueblos. Amargo fruto de la libertad que no ha sabido seguir el paso del amor y ha rechazado al Cristo de Dios. Lo reconocerán al final de los tiempos cuando, antes del final, se conviertan como pueblo; pero en los miles de años intermedios, será un pueblo alejado de Cristo cuando podía haber sido un pueblo lleno de bendiciones.
Reproducido con permiso del Autor,
Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias
pedidos a eunsa@cin.es