CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica María Reina de los Apóstoles, barrio de Mvolyé – Yaundé
Miércoles 18 de marzo de 2009
Queridos Hermanos Cardenales y Obispos,
queridos sacerdotes y diáconos,
queridos hermanos y hermanas consagrados,
queridos amigos miembros de otras Confesiones cristianas,
queridos hermanos y hermanas:
Tenemos la alegría de reunirnos para dar gracias a Dios en esta basílica dedicada a María Reina de los Apóstoles, de Mvolyé, construida en el lugar donde fue edificada la primera iglesia levantada por los misioneros Espiritanos venidos para traer la Buena Nueva a Camerún. Así como el ardor apostólico de aquellos hombres abrazaba en su corazón a todo el País, este lugar abarca simbólicamente cada rincón de vuestra tierra. Por eso, esta tarde dirigimos nuestra alabanza al Padre de las luces, queridos hermanos y hermanas, en un ambiente de gran cercanía espiritual con todas las comunidades cristianas en las que ejercéis vuestro servicio.
En presencia de los representantes de las otras Confesiones cristianas, a los que dirijo un saludo respetuoso y fraterno, os propongo contemplar los rasgos característicos de San José a través de las palabras de la Sagrada Escritura que nos ofrece esta liturgia vespertina.
Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Uno solo es vuestro Padre» (Mt 23,9). En efecto, no hay más paternidad que la de Dios Padre, el único Creador «de todo lo visible y lo invisible». Pero al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, se le ha hecho partícipe de la única paternidad de Dios (cf. Ef 3,15). San José muestra esto de manera sorprendente, él que es padre sin ejercer una paternidad carnal. No es el padre biológico de Jesús, del cual sólo Dios es el Padre, y sin embargo, desempeña una plena y completa paternidad. Ser padre es ante todo ser servidor de la vida y del crecimiento. En este sentido, San José ha demostrado una gran dedicación. Por Cristo, ha sufrido la persecución, el exilio y la pobreza que de ello se deriva. Tuvo que establecerse en un lugar distinto de su aldea. Su única recompensa fue la de estar con Cristo. Esta disponibilidad explica las palabras de San Pablo: «Servid a Cristo Señor» (Col 3,24).
No se trata de ser un servidor mediocre, sino un siervo «fiel y juicioso». La unión de estos dos adjetivos no es casual: sugiere que tanto la inteligencia sin lealtad como la fidelidad sin sabiduría son cualidades insuficientes. La una sin la otra no permiten asumir plenamente la responsabilidad que Dios nos confía.
Queridos hermanos sacerdotes, debéis vivir en vuestro ministerio cotidiano esta paternidad. En efecto, la Constitución Conciliar Lumen Gentium subraya: los sacerdotes «han de preocuparse de los fieles que engendraron espiritualmente con el bautismo y la doctrina» (n. 28). Entonces, ¿cómo no volver sin cesar a la raíz de nuestro sacerdocio, el Señor Jesucristo? La relación personal con Él es constitutiva de lo que queremos vivir, la relación con Él, que nos llama sus amigos, pues todo lo que ha aprendido de su Padre, nos lo ha dado a conocer (cf. Jn 15,15). Viviendo esta profunda amistad con Cristo, encontraréis la verdadera libertad y la alegría de vuestro corazón. El sacerdocio ministerial conlleva una honda relación con Cristo que se nos da en la Eucaristía. Que la celebración de la Eucaristía sea verdaderamente el centro de vuestra vida sacerdotal, y así será también el centro de vuestra misión eclesial. En efecto, Cristo nos llama a participar en su misión durante toda nuestra vida, a ser sus testigos, para que se anuncie a todos su Palabra. Al celebrar este sacramento en nombre y en la persona del Señor, no es la persona del sacerdote la que ha de ponerse en primer plano: él es un servidor, un humilde instrumento que señala a Cristo, porque Cristo mismo se ofrece en sacrificio para la salvación del mundo. «El que gobierne, pórtese como el que sirve» (Lc 22,26), dijo Jesús. Y Orígenes ha escrito: «José entiende que Jesús era superior a él mientras le era sumiso, y a sabiendas de la superioridad de su menor, José le mandaba con temor y mesura. Que todos reflexionen: a menudo, una persona de menor valía es colocada por encima de gente mejor que él, y a veces ocurre que el inferior vale más que aquel que parece mandar sobre él. Cuando alguien que ha sido elevado en dignidad comprenda esto, ya no se hinchará de orgullo por su rango más alto, sino que sabrá que su inferior puede ser mejor que él, al igual que Jesús estaba sujeto a José» (Homilía sobre San Lucas, XX, 5, SC p. 287).
Queridos hermanos en el sacerdocio, vuestro ministerio pastoral exige muchas renuncias, pero también es una fuente de alegría. En una relación de confianza con vuestros obispos, fraternamente unidos a todo el presbiterio, y con el apoyo del Pueblo de Dios que se os ha confiado, sabréis responder con fidelidad a la llamada que el Señor os hizo un día, como llamó a José para que cuidara de María y del Niño Jesús. Queridos sacerdotes, que seáis fieles a las promesas que habéis hecho a Dios ante vuestro Obispo y ante la asamblea. El Sucesor de Pedro os agradece vuestro generoso compromiso al servicio de la Iglesia y os alienta a no dejaros turbar por las dificultades del camino. A los jóvenes que se preparan para unirse a vosotros, así a como los que aún tienen inquietudes, quisiera reiterarles esta tarde la alegría que comporta el entregarse totalmente al servicio de Dios y de la Iglesia. Tened la valentía de ofrecer un «sí» generoso a Cristo.
También a vosotros, hermanos y hermanas comprometidos en la vida consagrada o en los movimientos eclesiales, os invito a dirigir la mirada a San José. Cuando María recibió la visita del Ángel en la Anunciación, ella ya estaba prometida con José. Puesto que se dirige personalmente a María, el Señor asocia ya íntimamente a José al misterio de la Encarnación. Él aceptó unirse a esta historia que Dios había comenzado a escribir en el seno de su esposa. Por tanto, tomó consigo a María. Acogió el misterio que había en ella y el misterio que era ella misma. La amó con ese gran respeto que es el sello del amor auténtico. San José nos enseña que se puede amar sin poseer. Al contemplarle, cualquier hombre o mujer, con la gracia de Dios, puede ser llevado a la superación de sus dificultades afectivas, a condición de que entre en el proyecto que Dios ha comenzado a realizar ya en los que están cerca de Él, como José entró en la obra de la redención a través de la figura de María y gracias a lo que Dios ya había hecho en ella. Que vosotros, queridos hermanas y hermanos comprometidos en los movimientos eclesiales estéis atentos a los que os circundan y mostréis el rostro amoroso de Dios a los más humildes, especialmente mediante la práctica de las obras de misericordia, la educación humana y cristiana de la juventud, el servicio de promoción de la mujer y de tantos otros modos.
También es muy significativa e indispensable para la vida de la Iglesia la contribución espiritual de los personas consagradas. Esta llamada a seguir a Cristo es un don para todo el Pueblo de Dios. Con la adhesión a vuestra vocación, imitando a Cristo casto, pobre y obediente, totalmente consagrado a la gloria de su Padre y al amor de sus hermanos y hermanas, tenéis como misión dar testimonio ante nuestro mundo, tan necesitado de ello, de la primacía de Dios y de los bienes futuros (cf. Vita consecrata, n. 85). Con vuestra fidelidad incondicional a vuestros compromisos, sois en la Iglesia un germen de vida que crece al servicio del Reino de Dios. En todo momento, pero de modo particular cuando la fidelidad es sometida a prueba, San José os recuerda el sentido y el valor de vuestros compromisos. La vida consagrada es una imitación radical de Cristo. Por tanto, es necesario que vuestro estilo de vida manifieste con toda claridad lo que os hace vivir y que vuestra actividad no oculte vuestra identidad profunda. No tengáis miedo de vivir plenamente la consagración de vosotros mismos que habéis hecho a Dios, y de testimoniarlo con autenticidad en vuestro entorno. Un ejemplo que impulsa de manera particular a buscar esta santidad de vida es el del Padre Simon Mpeke, llamado Baba Simon. Sabéis cómo «el misionero descalzo» empleó todas las fuerzas de su ser en una humildad desinteresada, con la preocupación de salvar las almas, sin escatimar los desvelos y los esfuerzos del servicio material a sus hermanos.
Queridos hermanos y hermanas, la meditación sobre el itinerario humano y espiritual de San José nos invita a apreciar la magnitud de la riqueza de su vocación y del modelo que él representa para todos los que han querido consagrar su vida a Cristo, tanto en el sacerdocio como en la vida consagrada o en diversas formas de compromiso en el laicado. En efecto, José ha vivido a la luz del misterio de la Encarnación. No sólo con una cercanía física, sino también con la atención del corazón. José nos desvela el secreto de una humanidad que vive en presencia del misterio, abierta a él mediante los detalles más concretos de la existencia. En él no hay separación entre fe y acción. Su fe orienta de manera decisiva su acción. Paradójicamente, es actuando, asumiendo por tanto las propias responsabilidades, como mejor se aparta él, para dejar a Dios la libertad de llevar a cabo su obra, sin interponer obstáculos. José es un «hombre justo» (Mt 1,19), porque su vida está «ajustada» a la Palabra de Dios.
La vida de San José, transcurrida en la obediencia a la Palabra, es un signo elocuente para todos los discípulos de Jesús que aspiran a la unidad de la Iglesia. Su ejemplo nos impulsa a entender que es abandonándose totalmente a la voluntad de Dios como el hombre se convierte en cumplidor eficaz del designio de Dios, que quiere reunir a los hombres en una sola familia, una sola asamblea, una sola ecclesia. Queridos amigos miembros de otras Confesiones cristianas, esta búsqueda de la unidad de los discípulos de Cristo es un gran reto para nosotros. Nos lleva ante todo a convertirnos a la persona de Cristo, a dejarnos atraer por Él. En Él es donde estamos llamados a reconocernos como hermanos, hijos de un mismo Padre. En este año dedicado al Apóstol Pablo, el gran predicador de Jesucristo, el Apóstol de las Naciones, dirijámonos juntos a él para escuchar y aprender «la fe y la verdad», en las que están enraizadas las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo.
Para terminar, volvamos la mirada a la esposa de San José, la Virgen María, «Reina de los Apóstoles», advocación bajo la cual es venerada como patrona de Camerún. A ella confío la consagración de todos vosotros, vuestro deseo de responder más fielmente a la llamada que habéis recibido y a la misión que se os ha confiado. Por último, invoco su intercesión por vuestro hermoso País. Amén