San Leonardo
Leonardo, nacido en la región francesa de Limousin, tuvo por padrino al rey Clodoveo. Al llegar a la mayoría de edad, decidió hacerse sacerdote, pues aborrecía derramar sangre. El rey deseaba hacerlo obispo, pero su ahijado se negó. Lo que Leonardo deseaba era visitar y liberar prisioneros, y ante su insistencia, el rey se lo concedió. En Aquitania trata de hacer lo mismo, pero es arrestado. El rey de Aquitania llega a reconocer que es un hombre de Dios y le pide interceda por su mujer que tenía cinco días de parto. Nada más empezó a rezar San Leonardo, nació el niño. En agradecimiento, los reyes construyeron un monasterio que llevó el nombre de Noblat, donde se instaló una comunidad ferviente de religiosos, pero Leonardo siguió su camino visitando y liberando prisioneros.
San Severo (+304)
Fue consagrado obispo de Barcelona, España, y en la persecución de Diocleciano, se fue a refugiar con sus dos diáconos a las montañas. En San Cugat, el obispo se entregó a sus perseguidores y éstos, para intimidarle, decapitaron a los otros dos y le ofrecieron al obispo riquezas y honores a cambio de renegar de su fe. Al verle inconmovible, los soldados le hundieron a mazazos un gran clavo en la cabeza y por eso se acostumbra a invocarle contra las jaquecas y neuralgias.
San Alejandro (1535-1592)
Nació en Milán y a los 17 años entró de religioso en la comunidad de los Padre Barnabitas. Una vez ordenado empezó a predicar con tal elocuencia y buena doctrina que San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, lo invitó a predicar la cuaresma en su catedral.
Fue nombrado superior general de su comunidad y luego arzobispo de Córcega. Se propuso Alejandro transformar el ambiente de superstición, ignorancia y terribles venganzas que había en esa isla y lo fue logrando poco a poco.
Visitaba una por una las parroquias, exigiendo que se enseñara catecismo y se diera buen ejemplo. El santo trabajó en Córcega durante veinte años y el cambio fue tan notable que las gentes lo llamaban “el apóstol de Córcega”.
San José Kong (1832-1861)
Mártir vietnamita, torturado y decapitado, que fue canonizado en 1988.
Beata Josefa Naval Girbés (1820-1893)
Nacida en San Jaime de Algemesí, Valencia, España, Josefa quedó huérfana desde los trece años de edad. Se hizo cargo de los menesteres de la casa y de su familia: su padre, tres hermanos, un tío y su abuela. A medida que estos fueron dejando la casa o se fueron muriendo, Josefa, que permaneció soltera, fue convirtiendo su casa en escuela-taller, donde enseñaba a bordar a las jóvenes del pueblo. Destacan los bordados con destino a los santos de la parroquia, como San Vicente Ferrer. Siempre rodeada de niñas y jóvenes, Josefa, “la señora Pepa”, se convirtió en la maestra integral de varias generaciones de muchachas a quienes enseñaba a bordar, a llevar la casa, a orar y a vivir pendientes de las necesidades de su parroquia y de los pobres.
Cuando murió, sus restos fueron trasladados a la Iglesia parroquial entre multitud de clero y fieles que engalanaron las calles de Algesí. El 25 de septiembre de 1988, el papa Juan Pablo II proclamó beata a Josefa Naval, Doña Pepa, que permanece viva en la memoria y en la devoción de su pueblo y su parroquia.