San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir
Muy famoso entre los primeros mártires, quizá sirio de origen, probablemente discípulo de los Apóstoles, y el cristiano de mayor reputación en tierras de Oriente, después de la muerte de San Juan. Por eso debió de ser llamado como Obispo a la sede de Antioquía, que había presidido el propio San Pedro.
Si de la vida de este gran mártir de Jesucristo sabemos poco hasta que llega su peregrinaje desde Antioquía hasta Roma, sí que en cambio conocemos siete hermosísimas cartas que suplen sobradamente la carencia de datos de su juventud y mocedad hasta que llega a ser el Obispo de Antioquía, cargo que ocupa durante cuarenta años.
San Ignacio no se dio por satisfecho con la palabra hablada, sino que la cimentó con cartas que dictó muy de prisa. Exhortaba a las comunidades a perseverar en la unión del culto divino y de la Doctrina católica. Prendas de esta unión son la Eucaristía y el vínculo con el Obispo de Roma. Por esta razón, San Ignacio exigía obediencia a la Iglesia romana, ya que ésta es la nombrada a presidir «la unión del amor».
Ignacio anhelaba la muerte de los mártires. Por ser cristiano y defensor de los cristianos fue condenado a ser devorado por las fieras en la misma capital del imperio, para que sirviera de escarmiento para todos los demás cristianos. Tenía setenta años cuando fue sentenciado a ser arrojado a las bestias en el anfiteatro flaviano de Roma. Sufría mucho con la arbitrariedad de los guardias, ya que en sus cartas compara a los soldados con «diez leopardos que cuanto más se procura apaciguarlos, más feroces se vuelven».
Dicen las Actas de su Martirio que aquella bendita Antioquía que había sido regentada por Pedro y Pablo y santificada con la predicación de Bernabé, ahora era regida sabia y santamente por su Obispo Ignacio. «A la hora de su prendimiento, -dicen las Actas- ciñóse las cadenas y habiendo rogado por la Iglesia y encomendándola al Señor, como carnero, jefe de hermoso rebaño, fue arrebatado por la furia bárbara de los soldados, para ser llevado a Roma, a ser pasto de las fieras sanguinarias», y poco antes de morir, dijo: «quiero ser trigo en los dientes de las fieras para convertirme en pan de Jesucristo. No me lo impidáis si es que me amáis». Muere por Cristo en el Coliseo Romano el año 107.