Entre los primeros escritos del Nuevo Testamento están seguramente las dos cartas que San Pablo dirigió a la comunidad cristiana de Tesalónica. En su viaje misionero hacia Atenas, se detuvo Pablo en esa importante ciudad algunas semanas (cf. Hch 17, 1-9) y logró formar allí un pequeño grupo de 100 ó 150 cristianos. Al sembrar la semilla del Evangelio, el Apóstol sueña en la cosecha futura.
La ciudad de Tesalónica (conocida ahora como Salónica) era la capital de Macedonia y, según los historiadores, contaba entonces con más de 300 mil habitantes. Por su lugar estratégico en el golfo, tenía gran importancia como puerto comercial y era una ciudad cosmopolita.
El ambiente del Imperio Romano en el siglo primero de nuestra era se caracterizaba por grandes esperanzas que se fincaban, después de varios siglos de guerras, en un notable progreso económico, una red impresionante de vías de comunicación, supresión de fronteras y aduanas, sistema monetario y lengua común, centros culturales y avances científicos. En forma lenta pero firme se iba forjando una civilización en donde el pluralismo de razas y culturas no era ya un obstáculo para la integración de los pueblos en la libertad y en un Estado de Derecho.
Sin embargo, paradójicamente, los hombres no se sentían felices, sino que cundía también una fuerte desilusión. En medio de una civilización brillante prevalecían la corrupción y los abusos, las traiciones y deslealtades; en una palabra, el pecado. Proliferaban las sectas religiosas, las fórmulas mágicas y las escuelas filosóficas que no eran más que ofertas baratas de verdaderos charlatanes.
A ese mundo desconcertado, que no llegaba a comprender cómo tantas riquezas materiales no iban acompañadas de un crecimiento espiritual que diera verdadera paz y dignidad a la gente, es al que Pablo anuncia el Evangelio de la Esperanza. En efecto, aparecen con mucha frecuencia en sus cartas, hasta 55 veces, las palabras “esperanza” y “esperar”. En especial en las cartas a los Tesalonicenses es el tema central.
Además, esto se explica por las circunstancias por las que pasaba esa pequeña Iglesia naciente. Le llegan a Pablo, que estaba en Atenas, malas noticias de una fuerte persecución contra ese puñado de discípulos. Manda a Timoteo a que los visite y éste regresa con mejores noticias. Desde Corinto, por el año 50, escribe estas cartas con verdadero cariño y preocupación paternales.
Ya desde las primeras frases se refiere a las tres virtudes fundamentales del cristiano, pero con una gradación intencional: “Sin cesar tenemos presente, delante de Dios, Nuestro Padre, cómo ustedes han manifestado su fe con obras, su caridad con fatigas y su esperanza en Nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia” (1 Tes 1, 3). La esperanza para Pablo es más que un simple deseo, es avanzar con decisión a un encuentro, pero no con un lugar o unas cosas, sino con el Amigo, con Aquel que lo conquistó en el camino a Damasco. En una expresión densa y clara, nos señala el corazón de su mensaje: “Estaremos siempre con el Señor” (1 Tes 4, 17). Cristo glorioso es, pues, el objeto de nuestra esperanza.
Alberto Suárez Inda
Arzobispo de Morelia
20 de julio de 2008