¿Qué es el ecumenismo?

1. A lo largo de la historia han surgido entre los cristianos divisiones en la fe y en la comunión visible con el Sucesor de Pedro y los demás Obispos unidos a él . La Iglesia ha procurado siempre restablecer la unidad, por la que rogó el Señor en la última Cena: «que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado» (Io 17,21). Estos esfuerzos se han intensificado a partir del Concilio Vaticano II, que incluyó entre sus enseñanzas el Decreto Unitatis redintegratio (la restauración de la unidad) sobre el Ecumenismo. Posteriormente, el Magisterio pontificio ha desarrollado y enriquecido esas enseñanzas en diversos documentos .

En este guión se trata de recordar sucintamente algunos aspectos centrales de esta doctrina, con el fin de ayudar a sentire cum Ecclesia el intenso anhelo por la unidad.

Aunque se hablará únicamente del “restablecimiento” de la unidad de los cristianos, no hay que olvidar que el empeño a favor de la unidad de la Iglesia no se dirige sólo a sanar las divisiones: siempre hay que fomentarla y promoverla, dentro de la misma Iglesia y entre todos los hombres, que están llamados a formar parte del Cuerpo místico de Cristo. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1).

I. Noción de ecumenismo

2. Se entiende por ecumenismo el conjunto de actividades de la Iglesia encaminadas a restablecer la plena unidad de todos los cristianos: es decir, de aquéllos que han recibido válidamente el sacramento del bautismo e «invocan al Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Señor y Salvador» (UR 1) . Con las actividades ecuménicas se pretende que, «superados todos los obstáculos que impiden la perfecta comunión eclesiástica, todos los cristianos se congreguen en una única celebración de la Eucaristía, en orden a la unidad de la una y única Iglesia» (UR 4).

3. El ecumenismo es una exigencia de la misión de la Iglesia de conducir a los hombres a la salvación, predicando el Evangelio y proporcionando los medios de santificación, porque la unidad de los cristianos es necesaria para que el mundo crea en Jesucristo: «ut omnes unum sint…, ut mundus credat» (Io 17,21), y también porque la Iglesia ha de ofrecer a los mismos cristianos separados «la plenitud total de los medios salvíficos» (UR 3).

4. La actividad ecuménica, en sentido estricto, no se dirige a los no cristianos. En consecuencia, no se tratará en este guión de otros aspectos de la misión de la Iglesia, como son el diálogo interreligioso, que se refiere a las relaciones de la Iglesia Católica con las religiones no-cristianas (Judaísmo, Islam, budismo, hinduísmo, etc.) , y el diálogo con los no-creyentes (ateos y agnósticos) (cfr. GS 19-21).

El ecumenismo no se refiere tampoco a aquellos movimientos religiosos, llamados sectas, que, aunque enseñan algunas doctrinas pertenecientes a la fe cristiana, no tienen el bautismo ni pueden llamarse cristianos. Incluso, en algunos casos, actúan con fanatismo que excluye la posibilidad de un verdadero diálogo (cfr. DE 35).

II. Los cristianos separados

5. Los cristianos no católicos, a los que se dirige el ecumenismo, proceden de diversos cismas y herejías que, desgraciadamente, se han producido en la Iglesia a lo largo de los siglos. Las comunidades cristianas surgidas de estas divisiones se llaman a sí mismas “Iglesias”, pero sólo algunas de ellas lo son realmente, en cuanto Iglesias particulares “heridas” de la única Iglesia Católica y Universal, como se explicará después. Las principales Iglesias y confesiones cristianas son las siguientes:

a) Las antiguas Iglesias Orientales: son las que se separaron de la Iglesia en el siglo V, con motivo de las herejías cristológicas, nestoriana  y monofisita , condenadas en los Concilios de Éfeso (año 431) y de Calcedonia (año 451).

b) Las Iglesias ortodoxas: se llaman “ortodoxas” (del griego orthòs y doxa = recta doctrina) en relación con la anteriores, porque sí que profesan la “fe ortodoxa” del Concilio de Calcedonia. Tienen su origen en el cisma de Oriente (año 1054), cuando el Patriarca de Constantinopla, capital del imperio de Oriente, rompió la comunión con el Obispo de Roma, fundamentalmente por motivos políticos. A partir de ahí se formaron diversas Iglesias ortodoxas autónomas, que se reconocen entre sí como tales Iglesias, pero no reconocen el Primado universal del Sucesor de Pedro. Excepto en este punto, profesan todas las verdades capitales de la fe enseñadas por los Concilios ecuménicos que tuvieron lugar en Oriente durante el primer milenio , y conservan la sucesión apostólica (los Obispos son consagrados válidamente), el verdadero sacerdocio, y celebran válidamente la Eucaristía y los demás sacramentos (cfr. UR 14-18; UUS 50-51).

c) Las confesiones cristianas surgidas de la “Reforma” iniciada por Lutero en el s. XVI, o en relación con ella . En este caso, la división se refiere a numerosas verdades de fe. El luteranismo considera la Sagrada Escritura como única fuente de la Revelación, y no acepta que la Sagrada Tradición sea inseparable de la Escritura, ni reconoce la autoridad del Magisterio en su interpretación (cfr. DV 9-10; CCE 80-90). Este error se encuentra en la base de los demás errores, sobre todo de los que están más directamente ligados a la Iglesia visible como medio universal de salvación: la justificación por la sola fe, la negación de varios sacramentos, etc.  Contemporáneamente nacieron en Suiza otros dos movimientos “reformadores”, encabezados por Zwinglio y Calvino, y varios más después de ellos, que dieron lugar a diversas comunidades “reformadas” . Solamente se les puede aplicar el nombre de “Iglesias” en un sentido muy amplio, en cuanto que conservan elementos de la fe de la Iglesia (cfr. UR 19-24; UUS 64-70), pero no en sentido propio porque no tienen el sacerdocio ni la Eucaristía, que es el centro y la raíz de toda la vida de la Iglesia .

d) El anglicanismo nació en Inglaterra poco después de la Reforma de Lutero. Originariamente se trató de un cisma, provocado por Enrique VIII al rechazar la potestad del Romano Pontífice, sin otras connotaciones directamente doctrinales. Sin embargo, más adelante el anglicanismo incorporó elementos de la Reforma. Se difundió principalmente en los países anglosajones, dando lugar a diversas “Iglesias”.

6. Todas estas rupturas se han dado en la Iglesia por los pecados de los hombres, «a veces, no sin culpa de ambas partes. Sin embargo, quienes ahora nacen en esas comunidades y son instruidos en la fe de Cristo, no pueden ser acusados del pecado de la separación y la Iglesia Católica los abraza con respeto y amor fraternos. Porque éstos, que creen en Cristo y han recibido válidamente el Bautismo, gozan de una cierta comunión con la Iglesia Católica, aunque no perfecta» (UR 3). Fuera de los límites visibles de la Iglesia Católica pueden encontrarse «muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica» (LG 8; cfr. UR 3). Pero «solamente por medio de la Iglesia Católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación» (UR 3; cfr. CCE 816).

III. Algunos principios doctrinales

7. La Iglesia de Cristo es una sola. La actividad ecuménica parte de la certeza de fe de que sólo hay una verdadera Iglesia. «La Iglesia es una debido a su origen: “El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de Personas” (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” (GS 78). La Iglesia es una debido a su “alma”: “El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una» (CCE 813).

8. La única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica. Esta única Iglesia, que es a la vez «reunión visible y comunidad espiritual, (…) nuestro Salvador la entregó después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Io 24,17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno (cfr. Mt 28,18)» (LG 8; cfr. UR 2). A pesar de las divisiones ya mencionadas, que aún persisten, y de otras que han desaparecido, «esta Iglesia constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él» (LG 8; cfr. UR 4) .

9. La unidad de la Iglesia es unidad de fe y de comunión. La unidad de la Iglesia es ante todo una realidad invisible, cuyo vínculo es la caridad (cfr. Col 3,14), pero esta unidad tiene unos vínculos visibles en esta tierra. En efecto, para realizar la misión de evangelizar a todas las gentes , hasta el fin de los tiempos, congregándolos en su Iglesia, Jesucristo confió al Colegio de los Doce Apóstoles, presidido por Pedro, el oficio de enseñar, gobernar y santificar. La Iglesia crece y se desarrolla por medio de la fiel predicación del Evangelio, del gobierno pastoral ejercido por los Apóstoles y sus sucesores —los Obispos con su cabeza, el sucesor de Pedro, con la asistencia del Espíritu Santo—, y la celebración de los sacramentos. De aquí se derivan los tres vínculos visibles de la unidad de la Iglesia: la profesión de una sola fe, la común celebración del culto divino, y el reconocimiento de la sagrada potestad de los legítimos Pastores (unitas fidei, unitas sacramentorum, unitas regiminis: cfr. UR 2; LG 14; CCE 815; CN 12) .

10. La unidad de los cristianos en la Iglesia es, en primer lugar, unidad de fe, que consiste en la profesión de «una sola fe» (Ephes 4,5), es decir en la adhesión al «depósito» de la fe (cfr. I Tim 6,20; II Tim 1,12-14), contenido en la Sagrada Escritura y en la Sagrada Tradición y entregado a la Iglesia (cfr. CCE 84). El Señor ha confiado a los Apóstoles y a sus sucesores la misión de enseñar este depósito a todo el mundo (cfr. Mt 28,20), con su autoridad: «quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). De ahí que la unidad de fe exige el reconocimiento de un único Magisterio de «los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo Roma» (CCE 85) .

11. La unidad de los cristianos en la Iglesia es también unidad de comunión: comunión con Dios y con los demás fieles (cfr. CN 3), que tiene como manifestación visible esencial, la plena comunión con el Sucesor de Pedro y con los Obispos, mediante el reconocimiento de su Magisterio y de su potestad ordinaria, que, en el caso del Romano Pontífice, es universal, suprema, e inmediata sobre todos los fieles.

 

En las Iglesias ortodoxas falta esta plena comunión (lo cual, de hecho, implica también un daño a la unidad en la fe, por lo que se refiere al menos a la doctrina sobre el Primado y a otros aspectos eclesiológicos), aunque su unidad con la Iglesia Católica es mucho más estrecha que en el caso de las confesiones surgidas de la Reforma, pues celebran válidamente la Eucaristía .

12. La unidad de la Iglesia es unidad en «la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos» (CCE 815): en particular de la Eucaristía, que «significa y realiza la unidad de la Iglesia» (UR 2), pues al entregarnos su Cuerpo, el Señor nos transforma en un solo Cuerpo (cfr. CN 5). «En efecto, la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es la Iglesia una e indivisible» (CN 11).

La celebración común de la Eucaristía por parte de ministros católicos y ortodoxos no puede considerarse como medio para impulsar el ecumenismo, sino como la cumbre en la que se expresa perfectamente y a la vez se fortalece la plena comunión previamente alcanzada. Otra cosa estaría en contradicción con el sacramento de la unitas Ecclesiae, y por eso «está prohibido a los sacerdotes católicos concelebrar la Eucaristía con sacerdotes o ministros de Iglesias o comunidades eclesiales que no están en comunión plena con la Iglesia católica» (CIC 908) . «Cristo ha instituido la Eucaristía y el Episcopado como realidades esencialmente vinculadas» (CN 14; cfr. LG 26). Así como la Eucaristía es una, también el Colegio episcopal es uno, con el Sucesor de Pedro como Cabeza (cfr. CN 14). Por eso, «toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma» (CN 14; cfr. LG 8).

IV. Práctica del ecumenismo

13. «El empeño por el restablecimiento de la unión corresponde a la Iglesia entera, afecta tanto a los fieles como a los pastores, a cada uno según su propia capacidad» (UR 5). En todos los casos, la «conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual» (UR 8, cfr. UUS 21).

De modo más intenso, «en esta última etapa del milenio, la Iglesia debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu Santo implorando de Él la gracia de la unidad de los cristianos. Es éste un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo» . La Iglesia dedica en particular el Octavario para la unidad de los cristianos, que precede cada año al 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, a pedir por esta intención. Esto puede hacerse también junto con miembros de diversas confesiones cristianas (cfr. UUS 23; DE 108-115), siempre que se evite el peligro de indiferentismo (cfr. DE 23).

14. En el ámbito institucional, la Iglesia Católica promueve muchas iniciativas de diálogo con las Iglesias y confesiones cristianas, para clarificar las diversas cuestiones que son obstáculo para la unión. De este modo se fomenta un espíritu favorable a la unidad (cfr. OL 22-25, respecto a los ortodoxos); se pone de manifiesto la importancia y el valor de lo que es común (el Bautismo, la Sagrada Escritura, y otras realidades, según los casos); se muestra que algunas diferencias se derivan de malentendidos o de formulaciones diversas de una misma verdad que, en cualquier caso, no impiden la unidad (cfr. UR 11) ; y se focalizan mejor los puntos en los que existe una real divergencia en la fe o en las exigencias de la plena comunión, para impulsar un estudio y comprensión que contribuyan a superar la división (cfr. UR 61) . «El diálogo pone a los interlocutores frente a las verdaderas y propias divergencias que afectan a la fe. Estas divergencias deben sobre todo ser afrontadas con espíritu sincero de caridad fraterna, de respeto de las exigencias de la propia conciencia y la del prójimo, con profunda humildad y amor a la verdad» (UUS 39).

15. El amor a la verdad es «la dimensión más profunda de una auténtica búsqueda de la plena comunión entre los cristianos» (UUS 36). No es admisible “disimular” o esquivar las verdades “difíciles” en vista de un mayor consenso en un “común denominador” hecho de generalidades o acuerdos aparentes (cfr. UUS 18). La unidad en la verdad no se puede alcanzar ocultando la misma verdad o al margen de ella. El Concilio Vaticano II ha insistido en que, en el diálogo ecuménico, «es totalmente necesario que se exponga con claridad toda la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo como el falso irenismo, que pretendiera desvirtuar la pureza de la doctrina católica y obscurecer su genuino y verdadero sentido» (UR 11) . Lo exige la caridad y el respeto a los no católicos: la más elemental honradez humana reclama que no se les pretenda engañar, con actuaciones de falsa condescendencia. «Mantener una visión de la unidad que tenga presente todas las exigencias de la verdad revelada no significa poner un freno al movimiento ecuménico. Al contrario, significa no contentarse con soluciones aparentes, que no conducirían a nada estable o sólido. La exigencia de la verdad debe llegar hasta el fondo. ¿Acaso no es ésta la ley del Evangelio?» (UUS 79) .

16. El diálogo ecuménico institucional, al que se acaba de hacer referencia, de ningún modo debe hacer pensar que no es necesario el apostolado personal con los cristianos separados —también con los ortodoxos—, para que se incorporen de modo pleno a la Iglesia Católica. «La obra de preparación y reconciliación individuales de los que desean la plena comunión católica se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecumenista, pero no encierra oposición alguna, ya que ambos proceden del admirable designio de Dios» (UR 4). Aunque las Iglesias ortodoxas tengan muchos medios de santificación, nadie debe quedar excluido de la plenitud total de los bienes salvíficos, que sólo se encuentran en la Iglesia Católica (cfr. UR 3) . Sería equivocado afirmar, por tanto, que hay que evitar el apostolado personal con los cristianos no católicos hasta que la unidad entre las comunidades cristianas sea lograda a nivel institucional. Es más, ese apostolado personal —hecho de oración, de ejemplo, de amistad y colaboración sincera en el ámbito profesional y social, y también en iniciativas apostólicas (cfr. UUS 44, 74-75)— tiende en sí mismo a favorecer el diálogo ecuménico institucional.

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