La Iglesia en fiesta

De esto trata la fiesta de la Iglesia: los santos son el resultado final, el fruto maduro de la salvación de Jesucristo. La obra del Espíritu a lo largo de los siglos y generaciones de la comunidad de los discípulos, de la Iglesia, es el amor del Padre hecho realidad en aquellos hermanos nuestros que han sido fieles a la fe y que han mantenido viva la esperanza. No habrá que olvidar en la celebración este aspecto tan importante. Demasiado a menudo concebimos la santidad como un asunto personal, individual, fruto del esfuerzo voluntarista y ascético, acompañado a veces de connotaciones dolorosas, tristes e incluso fantasiosas, como si se tratara de alcanzar récords en una competición deportiva. Y se le ha privado del carácter festivo, alegre, esperanzador que siempre ha de tener, pues, ¡no lo olvidemos! se trata de una gracia de Dios. La santidad es de Dios, "el único Santo", y él es el único capaz de santificar. Pero la santidad de los discípulos se fragua, se vive, se comunica por medio de la Iglesia. La que engendra a la fe, la que mantiene viva la llama de la esperanza y hace presente y viva siempre y en todas partes la caridad. Y hablamos de la Iglesia "santa", no como una realidad teórica o genérica, sino "santa" a causa de sus miembros santos: los que ya lo han sido, y los que lo son y trabajan y luchan en este mundo.

Sería bueno tener en cuenta estos dos aspectos: el de los santos de los altares y del cielo, y el de los "santos" -imperfectos, si se quiere- de ahora, aquellos que hacen presente y actual y viva la santidad de la Iglesia. Y que todos formamos una "comunión" (la "comunión de los santos"). Los santos, por el hecho de serlo -sean canonizados o no- no son algo aparte dentro de la Iglesia: forman parte de ella y una parte importante, pues nos descubren las mil maneras que Dios tiene para hacer presente su gracia y su salvación en el mundo.

DIVERSIDAD DE CARISMAS, RIQUEZA PARA EL MUNDO

El libro del Apocalipsis, en la primera lectura, nos ofrecia la visión de los ciento cuarenta y cuatro mil que habían sido marcados en las doce tribus de Israel, y de la muchedumbre inmensa "que nadie podría contar", procedentes de toda la tierra: de toda raza y condición social, de toda edad y de toda cultura. De hecho, si repasamos con cierto detalle la lista de los santos que nos han precedido, hallamos en ella hermanos nuestros de todo color, de cualquier raza. Lo que nos hace percatar de la inmensa riqueza que para el mundo supone tal diversidad de carismas, de manifestaciones de la gracia de salvación. La universalidad de la redención de Jesucristo es una de las grandes leyes del cristianismo, por la que luchó de una manera importante san Pablo. Es el mismo apóstol quien describe de una manera más plástica esta riqueza de dones que se da dentro de la Iglesia, con la imagen de los miembros del cuerpo humano, encabezados por la Cabeza, Cristo. Es él quien da cohesión y sentido a la gran diversidad de dones. "Las manifestaciones del Espíritu que cada cual recibe son en beneficio de todos" (1 Co 12,7), y añade, más adelante: "Vosotros formáis el cuerpo de Cristo, del cual cada uno es un miembro": apóstoles, profetas, maestros, con el don de curar y de obrar milagros, de guiar, de ayudar a los demás en la fe, etc. (12,27ss). Pero todo, colocado bajo el gran carisma del amor, el cual define y fortalece la vida de la Iglesia y de los cristianos.

EL ESPÍRITU NOS HACE HIJOS DE DIOS

El breve texto de la carta de san Juan que tenemos como segunda lectura no debiera pasar desapercibido. La santidad es el fruto del Evangelio y, así, tiene como resultado final conducirnos a la plena realidad de la filiación. Es cierto que "aún no se ha manifestado lo que seremos" pero la fiesta de hoy nos deja pregustar, en los muchos hermanos que ya han alcanzado la meta, aquello que Dios tiene preparado para los que le aman. Un matiz que reviste la santidad es la esperanza, que nos ayuda a no perder de vista el punto de llegada de nuestra vida de fe: la plenitud de amor en Dios, el Padre.

EL EVANGELIO VIVIDO

Los santos proclaman con sencillez que el Evangelio de Jesús no es una utopía ni un imposible. Encarnan y han hecho realidad a lo largo de sus vidas -a menudo sin la heroicidad de los mártires o la brillantez de los grandes doctores y teólogos, sino en la vida cotidiana y habitual como la mayoría de nosotros- la afirmación de Jesús: "Dichosos los pobres, los que lloran, los humildes, los que tienen hambre y sed de justicia, los compasivos, los limpios de corazón, los perseguidos… porque de ellos es el Reino de los cielos". Al ser las bienaventuranzas una proclama inicial y, en cierto modo, programática del Evangelio del Reino y, al mismo tiempo, un ideal de vida evangélica, nos ponen en el camino del Evangelio vivido. ¡Aquí y ahora se es pobre, hambriento, pacificador, humilde, perseguido…! Pero, por otra parte, la bienaventuranza de Jesús no se cumple hasta la plenitud de vida en Dios, en la Pascua. No podemos separar el hecho de la santidad de los cristianos del misterio pascual de Jesucristo: en él y por éll seremos, como él, alabanza del Padre.

DANIEL CODINA

MISA DOMINICAL

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