Respecto al papel de los medios de comunicación en el reforzamiento y consolidación de los sistemas democráticos, hay un factor clave: el humano.
Quisiera advertir en primer lugar que mi aportación en esta sesión de hoy está muy marcada por la connotación de un ejercicio profesional que me obliga a fijarme quizá demasiado en las coyunturas, en el corto término, en la información concebida como un producto efímero y variable, más que en el análisis en profundidad y en el discurso teórico. Quizá en una mesa como la de hoy, esta perspectiva puede proporcionar un contrapunto –no sé si interesante– pero en todo caso diferente.
Hago esta advertencia para comenzar, porque admito que he preparado mis notas para este coloquio durante e inmediatamente después de la última escenificación democrática de la que he sido testigo directo: el lunes regresé del País Vasco, después de informar sobre un proceso electoral que me proporciona todo un catálogo de argumentos para construir un discurso sobre el que se espera que hable: el papel de los medios de comunicación en los procesos democráticos.
Podría tomar también como referencia otras elecciones celebradas el mismo día, las italianas, que han llevado al poder al hombre que controla casi en monopolio la televisión, en un episodio bastante insólito: si estábamos acostumbrados (en España lo hemos visto antes con el PSOE, ahora con el PP) a las maniobras para controlar los medios una vez se ha conseguido el poder político, en el caso italiano y de Berlusconi, este control es previo, y se convierte en instrumento para llegar y perpetuarse. Conceptualmente, esta indisimulada concentración de poder económico –Berlusconi pasa por ser el hombre más rico de Italia–, político y mediático no parece lo mejor desde un punto de vista de higiene democrática.
Últimamente he escuchado decir a algún dirigente político destacado de nuestro país que las cosas no son como son, sino como parece que son, o como se explica que son. Esta idea, que prácticamente todos los políticos y sus colaboradores han hecho suya, refleja hasta qué punto ya no interesa tanto la coherencia de las ideas llevadas a la praxis política como una favorable presentación de la gestión, lo más cercana posible a las expectativas de los ciudadanos. El político se convierte así en un director gerente de una empresa dispuesta a maquillar sus cuentas de resultados para hacerlas más aceptables a la hora de presentarlas ante el consejo de administración.
Uno de los problemas que esta manera de hacer comporta es que los ciudadanos, que ya hace tiempo que son conscientes, se sienten engañados y pierden la confianza en la clase política. Los políticos, junto con los periodistas, dos pilares del sistema democrático, son dos de los colectivos con menos prestigio en las valoraciones de los ciudadanos en todos los estudios sociológicos.
Hay que reconocer que en algunos casos ésta es una calificación justamente ganada. Por ejemplo, recordaréis lo que se denominó la «guerra mediática» –el conflicto alrededor de las plataformas de televisión digital– de los últimos años del gobierno socialista y los primeros años del gobierno del PP. Los medios de comunicación se convirtieron en el campo de batalla de intereses privados de grupos empresariales. Los políticos parecían actuar no como gestores de la cosa pública, sino como gestores de estos intereses privados. Los medios implicados en la pelea no dudaron en hipotecar el prestigio de sus cabeceras y los nombres de sus profesionales más reputados, para bajar a la trinchera y mentir, manipular o silenciar lo que hiciera falta. Creo sinceramente que la segunda parte de la década de los noventa es una página negra en la historia del periodismo español, en que la opinión pública, entendida como se reflejaba en los medios, bien poca cosa aportó al reforzamiento de la democracia.
En la experiencia más reciente de las elecciones en el País Vasco encontramos otro ejemplo de utilización de los medios, esta vez no por intereses económicos, sino estrictamente políticos. Hay que tomar en consideración, previamente, que el factor de la violencia, no sólo de los atentados en sí, sino también de la violencia convertida en presión, chantaje, delación, amenaza e impunidad distorsiona cualquier análisis de la realidad vasca. También hay que considerar que aquella sociedad, formalmente democrática, se encuentra bajo un estado de excepción en cuanto al ejercicio de algunos derechos democráticos. Y que lo que era preocupante, al menos hasta ahora, era la falta de reacción de esta comunidad ante un clima de degradación que los agentes políticos no han hecho sino acentuar, hasta romper la sociedad en dos bloques confrontados.
Está por verse qué pasará a partir de ahora. Desde un punto de vista democrático, hay algunos factores, después del domingo 13 de mayo, que alimentan la esperanza. Primero, el insólito índice de participación: que un ochenta por ciento de los electores fueran a votar ya se puede leer como un primer síntoma de esta reacción democrática que he dicho que se echa de menos.
En segundo lugar, el hundimiento electoral de Euskal Herritarrok. Alguna cosa se debe mover en el seno de los colectivos aberchales, por poca sensibilidad democrática que conserven. La presencia de miembros de la corriente crítica Aralar en la sede electoral de PNV-EA la noche electoral, celebrando la victoria, hace pensar que las voces aisladas que hasta ahora pedían, desde el seno de EH, la condena explícita de la violencia, se conviertan en un clamor. Otra cosa es que esta nueva toma de posición tenga alguna influencia en ETA, que, según nos decían, actúa más autónomamente que nunca, y conserva mucha capacidad operativa:
1. Tiene muchos activistas, si bien jóvenes e inexpertos, incorporados recientemente. Se habla de centenares de nuevos etarras, no fichados aún.
2. Tiene armamento: administra la dinamita robada en Grenoble hace unos meses.
3. Tiene recursos económicos, porque el denominado impuesto revolucionario se continúa recaudando.
En tercer lugar, quizá ahora que las urnas han hablado se abrirá el camino a una recomposición de los puntos de diálogo, que permita a los vascos tener un gobierno transversal, que no represente una sola de las dos Euskadis que se han peleado en las urnas. Los gestos de deshielo entre el PNV y el PSE hacen pensar que eso puede ser así.
Ya se verá. En todo caso, lo que no perecen haber resuelto las elecciones es la beligerancia extrema, a favor de un bando (la «Brunete mediática», decía Arzalluz) de la inmensa mayoría de medios de comunicación, que durante esta campaña electoral no han cumplido con su papel de informar a los ciudadanos sobre las propuestas programáticas que hacían los candidatos. Nadie habló de los programas. En ningún miting, en ningún espacio de televisión o de radio, se habló de nada más que de la colisión entre los dos frentes, con discursos cada vez más apocalípticos y casi con resonancias prebélicas.
Estos dos frentes cada uno los ha denominado de manera diferente: nacionalistas y constitucionalistas, nacionalistas vascos y nacionalistas españoles, nacionalistas vascos y partidos de ámbito estatal, autonomistas y soberanistas… No es una cuestión menor: no lo debe ser para los medios de comunicación, que trabajan con las palabras, y éstas no son neutrales. Y algunas de ellas provocan pánico y reacciones desmedidas: hablar de reformas constitucionales, de revisión del actual marco jurídico, incluso de independencia por la vía democrática, debería ser asumible sin traumas por un sistema democrático vivo, que necesita adaptarse a cada circunstancia histórica que le toca vivir, y que no es la misma hoy que hace veinte años.
Pero no; a un lado y a otro, los medios juegan con las palabras para remover en la parte irracional, de sentimiento, que tiene cualquier nacionalismo: el vasco, el español o el catalán. Y aquí radica la perversión del caso: es legítimo que los medios de comunicación tomen partido –me refiero sobre todo a los medios privados– pero que lo hagan de manera transparente, confesada, y que lo hagan haciendo periodismo, información, no propaganda para ser lanzada contra un adversario.
Esta actuación desnaturaliza el papel de la prensa en un sistema democrático. Y me parece que los ciudadanos deberían ser tan exigentes y críticos con los medios privados como lo son con los públicos. Al fin y al cabo, en los medios públicos las dependencias están claras. Y son controladas por un consejo de administración que normalmente es reflejo de la pluralidad política. Pero nuestra experiencia dice que todos, los socialistas, los populares, el PNV en Euskadi y –aquí– CiU, han querido controlar e instrumentalizar los medios públicos. Una televisión pública no debe ser una televisión gubernamental ni al servicio de una opción partidista. Pero ésta es una lección que cuesta que vaya cuajando en la clase política.
En el caso catalán, hace cierto tiempo que se está trabajando para implantar un modelo donde estas cosas queden claras. En estos momentos hay un director general nombrado con el consenso de todas las fuerzas políticas. Los partidos discuten estos días la reforma de la Ley de la Corporació Catalana de Radio i Televisió. TV3 y Catalunya Radio son de los únicos medios que tienen un estatuto de redacción. Y –aunque no debe ser ningún termómetro de la pluralidad– les puedo asegurar que en la redacción de Televisió de Catalunya se reciben felicitaciones y críticas de todo el arco parlamentario. De todo. Y les haré una confesión: en estos días en el País Vasco me ha producido una sincera satisfacción encontrarme con personas –no una ni dos– que nos felicitaban por la cobertura de todo el proceso electoral que desde allá han ido siguiendo a través de alguna de las plataformas de televisión. En fin, hay unas expectativas abiertas para la definición de un modelo catalán de medios públicos, que es deseable que los intereses políticos de unos o de otros no desaprovechen.
Finalmente, respecto al papel de los medios de comunicación en el reforzamiento y consolidación de los sistemas democráticos, sólo puedo añadir que hay un factor clave, como en todo: el factor humano. La conciencia del individuo, del periodista o del trabajador del medio en cuestión, que además de ser un mercenario, un asalariado, como lo somos todos, y por tanto tener claro quién le paga, debe tener claro también hasta dónde llega, por dónde pasa y por dónde no, y cuál es su compromiso con la dimensión social, política y cívica de una profesión que ha conocido momentos mejores.
Ámbito de Investigación y Difusión María Corral.