Conversando con Monseñor Juan Antonio Reig Pla, obispo de Segorbe-Castellón y Juan Pérez Soba, catedrático de Teología Moral de la Facultad de Teología San Dámaso, de Madrid, y miembro del Instituto Juan Pablo II.
– Nos han hablado de la doctrina sobre la familia, de la pastoral familiar y del matrimonio… Pero quienes trabajamos cercanos a la gente la mayor dificultad que encontramos es precisamente que las familias acudan a nosotros, para darles aquello que tan adecuadamente ha sido expuesto. ¿Qué medios tenemos para que la gente se acerque a la Iglesia, acuda a las catequesis, al sacerdote, y éste pueda transmitirles esa hermosa doctrina?
Monseñor Juan Antonio Reig Pla: Es una pregunta estrictamente pastoral, que hemos de responder entre todos. Hay que empezar por aprovechar los cauces habituales. Hoy por hoy, el principal lo constituyen las personas que acuden a pedir el sacramento del Matrimonio. Hay que disponer de tiempo para atenderlas bien. En el Directorio está descrito lo que supone acoger a los novios, cómo desarrollar su proceso de preparación -incluidas las entrevistas con el párroco-, el desarrollo del expediente, con las preguntas y lo que ellas significan, etc. Se trata de una ocasión de oro. En la medida en que consigamos que vengan con más tiempo, será más fácil conseguir resultados positivos. En parte depende de las instrucciones de cada diócesis para preparación matrimonial.
Hoy, ésta es una cuestión de evangelización elemental. El matrimonio suele pedirse en edad adelantada -muchos se casan a los treinta años o quizá más-, y tienen ya un largo recorrido de increencia y de dudas, que nadie ha aclarado. Al final llegan a la preparación al matrimonio, pero sin base sólida en su fe. Aún así, insisto en que debemos aprovechar todas las ocasiones.
Otras oportunidades se presentan con los demás sacramentos: Bautismo; primera Comunión, unida al sacramento de la Reconciliación y una introducción a la conversión y al perdón de los pecados; Confirmación… Todo ello son las invitaciones ordinarias y resultan un reclamo fácil para el trato con esposos, padres, etc. Ciertamente, ahí nos encontramos de frente con los dramas que citaba el Prof. Pérez Soba. Son frecuentes, pero no nos deben asustar. Recordad las últimas palabras de éste: paciencia, acogida, misericordia, propuesta de reforma…; es lo que hace una madre con sus hijos, y lo que debe hacer la Iglesia en todo momento.
Esos dramas nos evidencian la realidad del mundo. En el año 2002, en la ciudad de Castellón, hubo 800 separaciones y divorcios. Y se casaron 750 parejas. Sacad las cuentas… y veréis que la realidad es muy cruda. Al analizar lo sucedido en esos casos -muchas ocasiones son de matrimonios recientes (unos meses o muy pocos años)-, lo sucedido nos hace ser más realistas respecto a la falta formación previa al matrimonio, tal como citábamos en el texto de la conferencia.
Se trata de aprovechar al máximo cualquier ocasión. Hay numerosas iniciativas que pueden aplicarse en las parroquias, o en las distintas realidades eclesiales. Cada sacerdote debe buscar una ventana para asomarse al mundo y enlazar con las personas que le rodean. Personalmente, pienso que el mayor interés de cualquiera es el que se presenta unido a su paternidad o maternidad. Resulta un banderín de enganche, que hay que aprovechar siempre, para evangelizar tanto a los hijos como a los padres. Más tarde vendrá la pastoral juvenil, con la catequesis sobre la vocación al amor. Por último, reclamar que el proceso catequético que culminan con la Confirmación sea una auténtica "iniciación cristiana".
En estas sesiones podemos reflexionar sobre la doctrina de la Iglesia, pero luego hemos de ser realistas, y afrontar las cosas como son; sin miedo. La parte buena de la realidad es que algunos muchachos, de familias cristianas, reciben la fe de sus padres; o bien tienen un ámbito de referencia creyente en una comunidad concreta y gracias a ello continúan adelante con su fe. También hay personas que encuentran una orientación individualizada en la dirección espiritual, y constituyen familias cristianas, donde los hijos continúan siendo cristianos.
Una gran mayoría, sin embargo, no entran los casos anteriores y lastimosamente no van adelante en su maduración cristiana; a pesar del proceso de iniciación cristiana que culmina con la Confirmación. Después de ésta es todavía más difícil que un joven continúe y, especialmente, que vuelva si ha abandonado la fe.
Debemos, por tanto, replantearnos el proceso de la iniciación cristiana. E igualmente la catequesis de adultos y su evangelización. El secreto -ya lo dijimos antes- está en que la familia esté bien constituida y transmita la fe. Ella es la gran protagonista de la evangelización. En este sentido, hay que aprovechar al máximo las posibilidades: convivencias de familias, retiros, cualquier cosa que podamos imaginar. Por ejemplo, tenemos muy abandonados a los matrimonios recién constituidos. Nos preocupan poco, o quizá esperamos que pase un tiempo para que maduren… La realidad debería ser que, en la parroquia donde asienten su vida, se sintieran acogidos y acompañados; hay que poner imaginación y saber que se trata de un momento crucial en la vida de una persona.
Hoy tenemos muchos estudios sobre la familia: su valoración; la realidad pluricultural -inmigración, por ejemplo- y los modelos que aporta; etc. Nuestra visión de la historia es la de una historia de salvación…. ¿qué elementos positivos pueden destacarse de estos últimos años?, ¿hay algo que suscite en los jóvenes el aprecio y el amor a la familia?
La segunda pregunta se centra en el proyecto de nuestra vida personal: como sacerdotes, ¿cuáles serían las deficiencias afectivas, que pueden impedirnos desarrollar gozosamente tal proyecto?
Profesor Pérez Soba: En primer lugar, hay que evitar un cierto optimismo determinista. Aunque la nuestra es una "historia de salvación", no es cierto que siempre vaya a mejor; a veces va a peor. En estos casos, no hay que asustarse o empeñarse en buscar los elementos "positivos". Sólo hay que platearse qué implica tal situación para un creyente: a qué nos invita y cómo respondemos. Todo lo que he referido en mi anterior ponencia podemos presentarlo como un desafío: el desafío de tres siglos de historia a los cristianos de hoy.
Dicho lo cual, debo añadir que me parece cierto que existe una valoración positiva de la familia. En bastantes ámbitos sociales se ve como algo claramente positivo; muchos están empezando a darse cuenta. Esta valoración hay que saber aprovecharla.
Nos enfrentamos, por ejemplo, a la cuestión de las políticas familiares. La confección de esas políticas familiares no debe dejarse en manos de los políticos, porque no saben. Hay que dárselas hechas. Para ello precisamente se constituyó, hace dos años, el Foro de las Familias; se trata de crear un interlocutor social válido frente a los políticos, que a su vez posea una identidad eclesial clara; ellos deben plantear las auténticas políticas familiares. En la Instrucción pastoral objeto de este debate está bien resumido: dejar a las familias que sean lo que deben ser, protagonistas de las políticas familiares.
Concretando la respuesta a lo preguntado, una buena parte de la valoración positiva de la familia se ha dado a través de dos contingencias fundamentales -dos grandes problemas de nuestra sociedad-: el paro y la droga. Sólo la familia ha dado una respuesta eficaz y de conjunto; nadie más. La familia tiene un inmenso valor para las personas individuales, en especial si tienen problemas. Si la familia está bien constituida, la persona se siente segura. Es la única referencia que le proporciona la deseada seguridad que, de otra manera, carece. Este es un aspecto básico a tener en cuenta.
Pero, al mismo tiempo, hoy se da una enorme debilidad para construir una familia así de estable y segura. No hay más que mirar las estadísticas de rupturas matrimoniales. Ahí, por tanto, es donde hay que insistir más: que todos entiendan bien qué significa "construir" una familia. Que conozcan las causas y raíces de las crisis familiares, pues siempre hay ciertos sucesos que se repiten. El año pasado, el Prof. Livio Melina dio una conferencia sobre "El futuro de la familia", y puso el ejemplo de una reciente película italiana.
En ella, el director, Alexandro Dalatri, antes de hacerla estudió cien casos de divorcio; y la película es su conclusión. Es la historia de dos personas "modernas": cómo se casan y de qué modo extraordinariamente simple llegan a destruir su familia. La narración es delicadísima pero el fondo es muy fuerte: la desesperación de ver cómo su proyecto de vida, que en el fondo siguen pretendiendo, se destruye progresivamente. En la mayor parte de esos cien casos que estudió, la ruptura no se debía a ninguna causa grave. Simplemente, fueron incapaces de construir una convivencia con posibilidad real de ir adelante.
Lo que debemos, pues, enseñar a todos es que la vida se "construye" día a día, poco a poco; y no simplemente "se vive", o incluso, en muchos casos, "me vive" (en el sentido de que soy llevado por las circunstancias y los acontecimientos). Hay que enseñar a los esposos a ser auténticos "protagonistas" de su matrimonio. Es lo que todos deben aprender; y "aprender" nunca es fácil.
Un caso espacial, entre paréntesis, es de los emigrantes. El famoso pluriculturalismo esconde una falsedad. Los emigrantes traen, normalmente, familias muy deshechas. Por tanto, de pluriculturalismo, poco. Y lo más inmediato que aprenden aquí son los ejemplos negativos de nuestras familias. Conviene entenderlo para saber qué hacer.
En primer lugar, pues, reconstruir a las personas. En esto hay un punto que sólo citaré, pero me parece importante. ¿Qué pasa en nuestra Iglesia, en la que cualquier pobre con necesidades sabe dónde acudir y en la que una familia con problemas no lo sabe?. Me parece, claramente, que es debido a que no damos la imagen de ser capaces de resolver los problemas familiares. Se trata de una fuerte llamada de atención para nosotros, los pastores, sobre lo que realmente sabemos hacer y qué soluciones podemos dar. ¡Que un matrimonio católico con dificultades no acuda antes al psicólogo que al sacerdote!
Como sacerdotes, ¿cuáles serían las deficiencias afectivas, que pueden impedirnos desarrollar gozosamente tal proyecto?
Monseñor Juan Antonio Reig Pla: Agradezco la pregunta y la palabra que se me cede. Hay pocas ocasiones en que podamos hablar de estas cosas. Me remito exclusivamente al tema de las deficiencias afectivas en los presbíteros.
La virtud de la castidad nos conduce -entre otros estados- a una vocación especialísima conocida sólo en el Nuevo Testamento, que es la vida virginal o en celibato apostólico.
La castidad, ya lo dijimos antes, es una virtud que integra en el acto humano libre todos los dinamismos de la persona. Ésta conoce la verdad, capta el bien, y la voluntad tiene suficiente potencia del Espíritu para integrar los instintos, los afectos y los sentimientos, de tal manera que la persona puede autogobernarse y dar, como respuesta, el don de sí misma a otro. Eso consigue la castidad, no tiene otro objetivo: custodiar el amor, ya lo hemos dicho.
Ante el impulso que quizá es reclamado o estimulado por una persona, por un ambiente, por la vida hedonista que nos rodea, la persona debe ser capaz de detener ese impulso para discernir su bondad o maldad, su integración en fin al que está llamada; y responder a él con la continencia o, si está casada, con el trato amoroso expresado en el acto conyugal: la donación de la propia persona. El cuerpo, en este caso, se hace lenguaje del amor.
Para nosotros, presbíteros, la castidad significa continencia perfecta. Perfecta quiere decir que hay una conversión interior, por don del Espíritu Santo, tal que nuestro corazón es capaz de detener a la sensibilidad -para que no moleste-, a los instintos -para que no estorben-, a los afectos y a los sentimientos. No simplemente con una autoridad negativa, sino colaborando positivamente para que las dos finalidades de la sexualidad humana -es decir, la comunión entre las personas y la procreación- se den, ambas, en el estado virginal.
El celibato nuestro supone un amor que no conjuga la realidad de la carne con nadie; pero da al espíritu nuestro (con la ayuda del Espíritu Santo) la capacidad de atravesar nuestra carne y -más allá de ella- llevarla a la comunión entre las personas. Es un acto donde el impulso sexual es detenido por la continencia perfecta y perpetua; llegándose al amor de comunión entre personas sin necesidad de la colaboración carnal. La vocación al celibato, a la virginidad, es pues una clarísima y elevada vocación al Amor.
¿Por qué, entonces, aparecen a veces deficiencias afectivas entre nosotros? Puede haber variadas razones, pero probablemente porque no hemos orado lo suficiente, pidiendo la gracia para vivir el estado virginal; con la consiguiente alegría, unida al hecho de amar con esa disponibilidad radical -que implica la plena donación de la persona- aun sin conjugar su sexualidad. Nuestra masculinidad, en este caso, hablando a presbíteros.
En el celibato, el amor descansa más en el espíritu que en el cuerpo. Y esto quiere decir que es un Amor mucho más fuerte, pues siempre el espíritu está sobre la materia. En este caso, el cuerpo no "expresa", sino que se hace "trasparencia" del amor; al contrario de lo que sucede en el lenguaje del amor esponsal o matrimonial. Pero, repito, es también vocación al amor.
Estas verdades, siendo racionales, las entiende más el corazón que la cabeza. Por eso lo hemos de orar. Es necesario prepararlo en el seminario -durante años- de modo que se eduque el corazón para un amor así.
Podemos añadir un paso más. El estado virginal supone la universalización del amor. No conjugar la carne con nadie no significa no amar, o amar en abstracto. El amor nunca es abstracto, siempre se dirige a personas concretas. Pero el amor expresado en el leguaje de la carne, necesariamente debe estar reducido a una persona. Sólo el amor espiritual, el que "traspasa" la carne para detenerse en el espíritu ajeno, es capaz de abarcar en sí mismo a todos. De este modo hacemos de nuestra persona lo mismo que Jesucristo en la Cruz, una donación plena y radical, a la vez que una universalización nuestro amor. Como dice el Apóstol: "me hice todo para todos".
En la medida en que la educación afectivo-sexual que se recibe en el seminario -la virtud de la castidad- va anunciando la belleza de tal amor virginal, con la oración y el discernimiento de los superiores, un joven puede entender que el Espíritu Santo le ha regalado ese carisma sin el cual no se puede vivir el sacerdocio de Cristo… Pensad que esto no existía en el Antiguo Testamento, y es una gracia exclusiva en razón del Reino de los Cielos. Algunos quizá escuchan esa palabra especial, pero no llegan a alcanzarla. Otros sí, pero nunca simplemente por el esfuerzo de su voluntad, sino en respuesta a la gracia que les es infundida por el Espíritu Santo.
Como es sabido, celibato y sacerdocio no están intrínsecamente unidos. Es la Iglesia latina quien ha querido condicionar éste a aquél. Fue un esfuerzo que costó siglos y que, desde hace más de mil años, la Iglesia no ha cesado de repetir; incluido el último Concilio Ecuménico. En el fondo, es un acto de fe en el Espíritu Santo y en sus dones; a la vez que una experiencia multisecular de la eficacia sacerdotal de aquel amor universal a que me refería.
En resumen: para nosotros amar es, igual que para el resto de los cristianos, hacer donación íntegra de nuestra persona y de nuestro tiempo, de cuanto supone el amor; gastándonos, consumiéndonos, por amor a los otros, en el servicio del Evangelio. Pero discerniendo el amor espiritual del impulso sexual por la continencia perfecta; logrando así, desde el Espíritu, universalizar ese amor.
Cuando el celibato se vive así no hay carencia afectiva, todo lo contrario; aparece una palabra nueva que significa "lleno de Dios", entusiasmo en castellano. Entusiasmo por Dios, porque el estado virginal anuncia ya lo que está por venir: una situación en la que la gracia del Espíritu Santo -infundida como carisma- nos da el amor más propio de Dios, la caridad. Con ella se nos concede más visión, porque el Espíritu tiene ojos agudos para descubrir la realidad del otro: sus carencias y sus necesidades; y por tanto resulta más fácil ponerse en el lugar de los demás. Esto se nota a través del don de Sabiduría, propio del Espíritu de Dios.
El célibe se hace, así, más agudo para ver la realidad de quienes le rodean y, con la ayuda del Espíritu, situarse allí donde es reclamada su atención. Tal capacidad de amor es de totalidad universal; y esta universalización del amor conduce al entusiasmo. No hay fuente de mayor alegría que la castidad vivida en estado virginal. Una situación que nos asemeja a lo que está por venir. Cuando a Jesús le hacen la pregunta: "en la resurrección ¿de quién será esposa?", les contesta que allí no habrá nupcias, todos serán como los ángeles de Dios.
Ser como ángeles supone acompañar a las personas, para que descubran la vocación a la que Dios les llama, es decir la peculiar vocación al Amor de cada uno. Esta es la fuente de nuestra fecundidad apostólica. Somos fecundos. Cada uno, como sacerdote, está engendrando muchos más hijos que los matrimonios en la carne. La Iglesia, en su maternidad, engendra continuamente cristianos; y lo hace a través de la figura del sacerdote, que sacramentalmente es Cristo. Esa paternidad, ese engendrar hijos, es la fecundidad propia de nuestro apostolado. La fecundidad de aquellos que han dado cuerpo y espíritu al Señor, y Dios les hace fecundos con la omnipotencia del mismo Espíritu Santo. Así se aprecia cómo el amor, que pasa por la condición sexuada del hombre, en el célibe tiene también las dos dimensiones que le caracterizan: la comunión entre las personas y la procreación.
De todo ello se desprende que no deben existir carencias afectivas en nuestro caso. Puede haberlas, lógicamente, por una deficiente formación; por falta quizá de una auténtica educación de la voluntad para el amor, que conduzca a no ver la profundidad de cuanto significa el estado virginal. Pero si lo entendemos bien, será la fuente que nos hará estar permanentemente entusiasmados, llenos de Dios; viendo con nuestros ojos lo que no son capaces de ver por sí mismos: una mirada de fe al corazón del otro; situándonos en su realidad humana y divina, para anunciarles el Evangelio, para predicarles, para asistirles, para visitarles cuando están enfermos, etc… y esto nos hace verdaderamente fecundos. Es la fuente y el manantial de la alegría más grande que tiene un presbítero.
Quizá habremos de intensificar un poco la educación del corazón, para llegar a amar así. Pero si lo hacemos, nuestro amor será tan esponsal como el amor de los matrimonios. Sólo que no conjugará la carne con nadie. Y nuestra fecundidad no será fecundidad en la carne, pero sí en nuestro ministerio, que nos hará engendrar hijos -engendrar cristianos- con la maternidad propia de la Iglesia.
Uniendo las dos temáticas escuchadas esta mañana con tanto gusto, es si el Directorio alude a la tarea de formación y estudio de los sacerdotes y, por tanto, si junto a los quehaceres pastorales se prevé un afán de reflexión que me parece urgente. Pienso que todos hemos percibido esta necesidad, pero no sé si el Directorio aporta algo concreto.
Y después, ante el tema desarrollado por el Prof. Pérez Soba, uno se queda apabullado por las enormes raíces casi milenarias que tiene el pansexualismo, y se pregunta ¿qué puedo hacer yo frente a esto? -aparte de rezar y confiar en la providencia, naturalmente-.
Nosotros vamos a proponer nuestra forma de vivir la familia; no podemos imponerla, tan sólo mostrarla. Pero para que esto llegue de verdad a la gente hace falta una reflexión general, un proyecto cultural global. Los italianos me parece que tenían un proyecto cultural así, asumido por la Conferencia Episcopal. Aquí tenemos ahora la Universidad Católica…
La Iglesia en España aún tiene fuerza en este sentido, pero, quizá, se echa en falta ideas claras para que tal trabajo sea realmente fecundo.
Profesor Juan Pérez-Soba: Yo contestaré a la segunda parte. El Directorio habla, en efecto, de la formación de los sacerdotes y específica, en lo relativo al primer tema, lo que significa aprender a amar. Personalmente, como una solución concreta os ofrezco un pequeño proyecto. He estado hablando con algunos sacerdotes de la diócesis de Segorbe-Castellón; vamos a crear una pequeña comisión de sacerdotes y de laicos, ellos y ellas, donde, en primer lugar, intentaremos resolver la cuestión teórica de la educación afectivo-sexual y, después, crear los instrumentos pedagógicos de enseñanza y catequesis para los adolescentes, tanto en la escuela como en la parroquia; más tarde, habrá que entrar en el acompañamiento durante la pastoral juvenil, en la preparación de los novios para el matrimonio y en las escuelas de padres para los ya casados.
Concretando estas aspiraciones: son necesarias personas que se dediquen a pensar y a instrumentalizar pedagógicamente la educación para el amor. Después -quizá antes- es necesario que contemos, en cada diócesis, con fieles que estudien en centros superiores el tema del matrimonio y la familia; cuantos más, mejor. Y, desde luego, esta pastoral familiar debe ocupar permanentemente un lugar destacado, junto a los otros temas de evangelización.
Acabo. En el Directorio hay varias llamadas a los aspectos que estamos considerando. En concreto, al hablar de quiénes llevan adelante la pastoral familiar: el Obispo y los presbíteros. Y como esta mañana he dicho algo que me gusta repetir, y que tiene que ver con la segunda pregunta, dejo el campo para que responda el Sr. Obispo.
Mons. Juan Antonio Reig Pla: Ante todo, queridos hermanos, una aclaración previa que considero de interés para lo referente a nuestra formación teológica.
Lo que estudiasteis vosotros, como yo, en el campo de la Moral, venía precedido de ciertas desviaciones que hoy son más evidentes. Estoy pensando, concretamente, en un libro fruto de una comisión creada en Estados Unidos para el estudio de la sexualidad. Su título, en castellano, es La sexualidad humana; y su esquema se repite ante cada cuestión: se plantea, por ejemplo, vamos a hablar de la masturbación, o vamos a hablar de la homosexualidad; o de cualquier tema del ámbito de la moral sexual. En primer lugar y, ante todo, se pregunta ¿qué dice la ciencia?. Y lo que quieren expresar, con tal enfoque, es ¿qué dice el informe Kinsey?, que ya hemos citado esta mañana. Kinsey fue un investigador que, hace ya años, hizo un informe estadístico que hoy se sabe basado en muestras sesgadas, y cuyos resultados fueron manipulados; y lo paseó por todas las universidades americanas. Aquel fue el inicio de lo que, más tarde, sería el gran boom de la sexualidad: es decir, el hombre es libre para decidir sobre sí mismo y sobre su sexualidad -lo mismo homosexualidad que heterosexualidad, que bisexualidad o lo que se quiera-; porque la sexualidad no pertenece al campo de la identidad de la persona, sino de su libertad.
La Teología Moral, que empezaba así, pasaba luego a estudiar la Sagrada Escritura. Pero, naturalmente, ésta debía acomodarse a la ciencia. Y así los americanos forzaron la Escritura para que expresase también lo que decía el informe Kinsey. ¿Y qué decían, entonces, de la doctrina moral tradicional? Sencillamente, que la Iglesia está atrasada y debe adaptarse a los tiempos y a lo que dice la ciencia de hoy.
Con este mal resumen no deseo yo hacer una crítica, que requeriría mucha mayor profundización. Sino únicamente haceros ver que, a la hora de afrontar los capítulos morales que hoy estamos tratando, nos encontramos con bastante precariedad y deficiencia teológica de base.
En buena parte, tal deficiencia viene resuelta, desde el Magisterio, con el Catecismo de la Iglesia Católica, con la Veritatis Splendor, con la Familiaris Consortio y, antes, con los contenidos de la Gaudium et Spes; por citar sólo los documentos principales.
Pero es imprescindible saber exactamente de dónde viene nuestra formación y qué prejuicios encontraremos en la mente de los sacerdotes, incluso en los de mejor buena voluntad. Por eso, al afrontar las cuestiones de estas conferencias, resulta muy necesario un examen como el que ha hecho D. Juan Pérez Soba esta mañana. Tal síntesis es de una novedad absoluta; y hace poco tiempo, por primera vez, lo han escuchado los Obispos, y hoy lo están escuchando ustedes aquí. Y luego debería ser transmitido, como en círculos concéntricos, hasta ser reflexionado por todos los sacerdotes y teólogos. Sin esto, nos encontramos en un impass, en el que apenas tendrán cabida las ideas aquí expuestas.
Todos hemos comprobado la brutal respuesta que se da a la Iglesia ante cualquier declaración que haga en esta dirección. Apenas dice algo -da igual que sea el Cardenal Rouco en la Conferencia Episcopal, o en una homilía el día de la Sagrada Familia-, la cuestión salta a la sociedad mediática con titulares destacados. Lo mismo si se refiere a las uniones de hecho, a la adopción por parejas homosexuales, o cien cosas más. Y es porque la materia ha superado los límites de la discusión ética para convertirse es un argumento cultural. Cualquier palabra en torno a la homosexualidad, a la masturbación, a las relaciones prematrimoniales, arrebata las pasiones y produce una insólita y universal invasión de críticas, en los medios de comunicación.
¿Qué supone esto? La necesidad ineludible de una muy buena y seria formación. De repensar toda la moral y la ética, desde la perspectiva que se nos indicaba esta mañana bajo el nombre de pansexualismo. Siento decirlo con crudeza pero, sin esto, no podemos llevar adelante la evangelización. Cualquier tarea pastoral que ignore estas cuestiones, queda coja y, en definitiva, estéril. Porque se trata de un tema neurálgico para la persona humana, porque toca el corazón de la criatura racional y su vocación al amor.
Prof. Pérez Soba: Continuando mi respuesta a cómo responder a un desafío de semejante calibre, diré que hay dos puntos vitales relacionados con la crisis que llamábamos del puritanismo; y que es necesario saber responder a ellos. Por eso la respuesta no puede ser simplemente repetitiva; tiene que ser profundamente original. Puede parecer muy difícil tanta originalidad, pero no hay que preocuparse demasiado; toda respuesta histórica de la Iglesia a una situación cultural de crisis ha sido siempre original, impensable antes de ser sugerida por el Espíritu. Porque cualquier respuesta de este tipo es, ante todo, una renovación eclesial. Toda nueva teología ha ido siempre unida a una auténtica renovación eclesial.
El primer elemento renovador es entender el amor como una revelación. Cualquier amor, para el hombre, siempre es una revelación: un descubrimiento; trátese del amor a una persona, a una situación (una vocación, por ejemplo), o incluso a una cosa material. Solamente un artista "enamorado" de un paisaje, puede pintarlo o describirlo con la fuerza suficiente para hacer de ello una obra de arte.
En la vida de toda persona hay un momento en que se le revela el amor -hablo del amor humano-, y "descubre" un insospechado horizonte de relación interpersonal. De la misma manera, en la vida de un creyente hay también un momento en que se le revela el Amor -y aquí lo escribo con mayúscula, porque es el Amor de un Dios Creador y Redentor-, "descubriéndole" que su fe encierra algo que no habría podido siquiera ni imaginar hasta ese momento. Esto es tremendamente importante para ayudar a las personas a entender qué es la revelación de Dios. Y también, consiguientemente, la respuesta libre y personal ante tal descubrimiento. En ella se encierra igualmente la pregunta central que muchos se hacen, y que aquí estamos plateando: ¿qué tiene que ver mi sexualidad con Dios?
La revelación del Amor de Dios descubre al hombre la infinitud divina, pero también le descubre la personal quasi-infinitud: un ser capaz de ser objeto de amor por parte de Dios. Y esta grandeza personal incluye el campo sexual, al igual que abarca las restantes facetas humanas. Resulta, pues, un enfoque impresionante: como un intensísimo punto de luz a la hora de plantear y de hablar del amor humano, del matrimonio, de la sexualidad…
Perdonadme una quizá inapropiada comparación: nuestras homilías sobre el matrimonio. Por lo general, pretenden hablar del amor y -también por lo general- acaban en meros lugares comunes; porque no se ha pensado con profundidad qué significa el amor y qué supone su realización en el matrimonio. Simplemente, hemos despachado un tema. Pero ¿ayudamos en serio a entender a los fieles la verdad del Evangelio sobre el amor?.
El problema estriba en que comunicamos lo que pensamos sobre el matrimonio: algo natural, al cual se le ha añadido una especie de bendición, y con ella queda santificado. Y debo decir, con humildad y firmeza: ¡no es así, no es así!. En el amor humano se nos revela el mismo Dios, porque Él también ama, como nosotros (bien entendida, naturalmente, la espiritualidad de Dios y la infinita distancia que nos separa de Él). Y es necesario enseñar a los esposos que, en su amor, se les va a revelar Dios mismo; lo hará de variadas e impensables maneras, pero deben estar preparados para entender esa revelación del Amor, con mayúscula. Esto implica que nosotros hemos de pensarlo y repensarlo con profundidad: es absolutamente importante para nuestra vida y para la de los matrimonios a los que asistimos.
El segundo punto de la renovación necesaria, para un planteamiento adecuado del amor, es unir lo que acabamos de decir con la construcción de una vida: con la "construcción" práctica, real, diaria, de la vida matrimonial. Ya no son dos, sino "una sola carne"; y por tanto, una sola vida; pero que debe llegar a realizarse conjuntando dos libertades, y esto no es fácil. Hoy resulta especialmente difícil. ¿Por qué?, porque se ha perdido la noción auténtica de amor y la de libertad. Recuperar ambas supone, ante todo, la superación de la interpretación romántica que tienen de ellas prácticamente la totalidad de las personas.
Por no alargarme doy, simplemente, unas breves claves sobre el asunto. Un amor se define como romántico cuando pone la verdad del amor en su intensidad: será un verdadero amor porque es muy intenso. Tal interpretación muestra, por sí misma, su falsedad. El primer amor que sentimos todos es a nuestros padres, que resulta un amor por sí mismo -en un infante- muy poco intenso; y su intensidad deviene, en todo caso, del egoísmo: en la niñez todos necesitamos esos padres y ese amor. Y, al contrario, el amor de los padres a los hijos es muy poco romántico (muy sacrificado, en ocasiones incluso a regañadientes…), pero es tremendamente verdadero. Esto indica que quien vive en una clave de amor puramente romántica, posee una clave falsa.
La interpretación romántica del amor tiene un enemigo implacable, que acabará demostrando su falsedad: el tiempo. Tal amor romántico puede presentarse en el noviazgo y conducir al matrimonio; o puede presentarse más tarde y al margen de quien es el propio cónyuge, y llevar a la ruptura matrimonial o al engaño. Se puede conceder un cheque en blanco a ese amor, en la medida en que me satisface, o que digo: "me ama mucho"; e ir adelante con él. Así se casa mucha gente y ciertamente el resultado es terrible; basta ver las cifras de separaciones y divorcios, o las estadísticas de malos tratos conyugales.
¿Cuál es, en cambio, la interpretación auténticamente cristiana del amor? Empezaré por decir que la experiencia del amor debe ser interpretada, ante todo, como una promesa. El amor es revelación -decíamos-, y lo que me revela el amor es, primariamente, la promesa de un amor mucho más grande. La verdad del amor, por tanto, no está en el sentimiento de un momento, aunque sea intenso, sino en la capacidad de ese amor para "construir una historia"; una historia de amor, de un amor creciente y totalizante. Esa es la verdad del amor cristiano: su capacidad para construir una larga historia. ¡Qué importante es entender esto!
Cuántas homilías hemos comenzado, los sacerdotes, con esta frase: "Dios es Amor". ¿Y qué entiende la gente? Probablemente: "mi amor es Dios". Cuando ambas frases son absolutamente distintas; es más, contrapuestas. "Dios es Amor" significa, fundamentalmente, es que Dios no es mi amor todavía; que necesito una revelación adecuada para comprender quién es Dios: su infinitud y su trascendencia. Después deberé trascender toda experiencia personal sobre mi amor, para comprender algo de cómo Dios es un amor diferente. Y eso sólo lo podré hacer poco a poco, viviendo la "historia de amor" que Dios quiere realizar en mí y conmigo.
Mientras que la primera interpretación -"Dios es mi amor"- es completamente justificativa: no tengo que cambiar nada. La segunda es tremendamente implicativa, he de entrar en la "historia de amor" que Dios me ha preparado, para llegar conocer de verdad quién es Dios.
Voy a citar otras dos frases que también se interpretan inadecuadamente. "En la tarde nos juzgarán en el amor". San Juan de la Cruz no dice "de la vida", dice "en la tarde". Quizá para subrayar que cada tarde nos examinan del amor, no sólo al final de la vida. Y luego añade algo que suele olvidarse: "por lo tanto, ama como Dios quiere ser amado y cambia tu vida". Es decir, lo contrario a lo que mucha gente desea escuchar: "Dios nos examina del amor, y yo amo mucho… luego me quedo tranquilo". Y se trata, precisamente, de lo contrario: Dios te examina cada día; por lo tanto, aprende a amar hoy a Dios como Él quiere ser amado, y cambia en tu vida todo lo necesario para conseguirlo. Porque nada hay más exigente que el amor; ni en el amor humano ni en el divino.
La segunda frase es agustiniana: "ama y lo que quieres, hazlo". Para los que sabéis latín, es la traducción correcta del "ama et quod vis fac". Muchos traducen: "ama y haz lo que quieras"; pero no dice eso. Dice "Lo que quieres" y no "lo que quieras". El amor no justifica nada: "esto lo hago por amor"; con ello podríamos aprobar las mayores atrocidades. No se trata de hacer las cosas por un sentimiento amoroso, sino de amar de verdad al hacer las cosas. "Ama, y eso que amas, hazlo", dice San Agustín; lo cual supone un amor efectivo, no afectivo. Un amor que nos lleva a dar de nosotros mismos lo mejor que tenemos. Como antes: el amor conduce a la generosidad diaria, nunca al egoísmo.
El Amor como "revelación". El Amor como "construcción de una historia" de hechos generosos. Estas son las claves adecuadas para educar en el amor. Y son claves que -aunque algunos lo nieguen- todo el mundo entiende. Lo que pasa es que, ciertamente, tomarse en serio tal amor supone replantearse muchas cosas en la vida; a veces, la vida entera.
En resumen: la Teología Moral ha salido, en los últimos años, de un revuelo bastante considerable. Ahora se están construyendo otros fundamentos, que pueden realmente ayudar a encontrar unos cauces adecuados, que estén unidos a esa nueva evangelización que necesita la Iglesia.
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