Ángela Salawa: Un aplauso a los trabajos del hogar

Beata Ángela Salawa Eligió el trabajo de empleada doméstica pudiendo dedicarse a otra profesión…Y se hizo santa

Ángela Salawa

(1881-1922)

Si se trata de enumerar rápidamente los grupos de ocupaciones, empleos o trabajos a los que dedican los ciudadanos, quizá espontáneamente distinguiríamos a las  personas en este orden descendente: primero los que tienen carrera (con o sin posgrados y se les llama con  exclusividad profesionistas); luego están los que sólo hicieron una carrera corta;  les siguen  quienes nada más hicieron un “cursito”,  después los autodidactas que practican un oficio y los que se dedican a cualquier cosa y, muy al final  —como decimos en México—  los que sólo tienen una chamba…. es decir, una actividad innombrable, indefinible, polivalente y acumulable. Este tipo de trabajos llenan las horas, dan para sobrevivir más o menos  y pueden cambiar cada mes o cada trimestre. Una ventaja de ésta última actividad es que pueden tenerse dos o hasta tres simultáneamente;  —eso se llama tener curriculum, oí decir con humor a alguien. 

Bromas aparte, nunca me ha gustado que se hable de jerarquías de trabajos importantes y de los no-importantes, pero nos hemos acostumbrado a hablar así. Más en el fondo hay una cultura clasista que frecuentemente separa a los seres humanos en estamentos muy bien definidos y radicales según el  empleo que tengan.  Este fenómeno entristece a millones de personas que se sienten poco o nada y están seguras de que su trabajo es de segunda o tercera categoría…, o ni trabajo llega a ser.

¿Quién habrá metido en la sociedad esta simplista clasificación de ocupaciones para llamar profesiones sólo a unas muy selectas? ¿Y, sobre todo que, en una de las ínfimas categorías esté la del trabajo doméstico?   No entiendo por qué juzgamos menos trascendente para la sociedad la labor de un bombero, un taxista, una ama de casa o de un policía… y sí lo es, en cambio, la de un empresario, banquero, embajador, político o rector de universidad.  En realidad, todos los trabajos nobles son y debieran ser considerados auténticas profesiones, porque todas son de vital importancia para la sociedad y todas pueden ser ejercidas con profesionalidad.

El valor del trabajo no se mide por el sueldo

¿Por qué ha pasado esto? Hay razones históricas y de otro tipo. Pero hay una que está al alcance de todos para comprender este complejo problema social.  Es lo que dice —por cierto muy mal dicho— un refrán: tanto ganas, tanto vales. Tu trabajo se valora socialmente por los billetes o monedas que recibes como sueldo en la quincena. Algo anda mal.  

Habría que cuestionarse  por qué no se valoran más esas otras ocupaciones que este mundo nuestro, tan materializado, hace menos, o incluso desprecia,  y paga mal:  por ejemplo, el de la enfermera “anónima”, tan atenta, que es capaz de no dormir por cuidar a un paciente anónimo en un hospital o en un asilo;  o el trabajo de la sencilla y olvidada maestra de pueblo que, gracias a su desinteresada abnegación de años, forjó muchas virtudes en cientos de niños y les abrió la puerta del futuro, enseñándoles a leer, a hacer sumas y restas y tantas cosas.  Y años más tarde, muchos de ellos quizá terminaron grados académicos superiores.

No quiere decir esto que las mujeres sólo puedan o deban dedicarse a unos trabajos y no a otros. El inmenso campo profesional del mundo moderno está abierto por completo a ellas, pero no por eso hay que dejar de lado algunos trabajos en los que sólo las mujeres son excelentes profesionales por sus exclusivas cualidades femeninas. Las mujeres  hacen algo de inmensa trascendencia en la sociedad que es “cuidar del ser humano”: vale más criar y educar bien a un niño o salvar a un enfermo, que producir millones de computadoras o televisiones.

Te presento a una de esas mujeres, como hay y ha habido millones en la historia, que ha trabajado ocultamente, pero dejó una huella profunda. No es  —lo que incluso algunos dicen con cierto desprecio— “la sirvienta”. Ángela Salawa es una polaca del siglo XX, que ha amado su profesión, gastando su vida entera en los traba¬jos domésticos. Por ahora es casi desconocida fuera de su patria.

Con los zapatos al hombro

Ángela no imaginaba, ni de lejos, que iba camino de los altares cuando después de cada jornada —siempre más o menos la misma—, acababa muy cansada. Sus manos agrietadas estaban más callosas con los años, pero eso no le preocupaba.  Todo lo hacía procurando poner amor en sus faenas. Cada día por la mañana, casi de madrugada, quizá salía de compras por las frías callejuelas de Cracovia y luego se encontraba ante la misma estufa que le ahumaba techos y paredes, o unas fatigosas limpiezas caseras.  Sin darse casi cuenta, iba creciendo dentro de ella algo difícil de explicar, que la hacía feliz. Ya lo había dicho Santa Teresa de Jesús, hace poco más de cuatro siglos: a Dios también se le puede encontrar entre las ollas y cazuelas de una cocina.

Ángela Salawa nace a fines del siglo XIX. Fue la undécima de doce hermanos, hija de una familia campe¬sina de Siepraw, un pueblo cercano a Cracovia. Al cumplir los dieciséis años salió de allí para trabajar en la vecina y gran ciudad. Poco podía llevar de equipaje y llegó descalza para no maltratar su único par de zapatos. Encontrar trabajo no era nada fácil; había entonces miseria, hambre, desempleo y más para una empleada doméstica Su hermana Teresa —que ya era empleada desde hace tiempo en otra casa— le sirvió de apoyo, hasta que, dos años después, una muerte repentina quitó a Ángela esta compañía. Era duro estar lejos de casa, siendo aún muy joven, y sen¬tir tan de pronto la soledad. Fue su primer encuentro con el dolor… A partir de este suceso, tomó un día la resolución firme de dedicar su vida entera a ser empleada del hogar. Pero no sólo eso. Comenzó a ejercer un apostolado activo entre las sirvientas de la ciudad, de quienes se convirtió, sin proponérselo, en un modelo discreto y luminoso.

Hacer agradable un hogar de familia

Su biografía, en sí, tiene poca originalidad. Es similar a la de muchas mujeres que laboran en un hogar y, quién sabe por qué,  casi sólo se les conoce o recuerda por el nombre de pila:  Marcelina, Sofi, Vanessa o Vicky… No son ni se sienten empleadas, sino  parte fundamental de esa familia. Son dos ojos de más y un corazón extra al de mamá para estar al tanto de todo. Hablan poco, pero su presencia da paz, confianza, cuando son sinceras y fieles. Comparten las alegrías y penas de padres e hijos, y les acompañan por una, dos o hasta tres generaciones. No se sienten menos ni están acomplejadas por lo que hacen. Están orgullosas de su vocación profesional y se saben tan importantes o más que muchas otras mujeres, porque la casa donde laboran es también la suya, la cuidan a veces mejor que nadie. El trabajo doméstico es de esas pocas profesiones que tienen la gracia de dar calor y luz a la vida de los seres humanos, a diferencia de otras ocupaciones que, con tanta frecuencia, la gente llama "brillantes" sólo porque sus protagonistas están demasiado a la vista; o creen que por lucirse en público ya contribuyen al bien de la sociedad, pero incluso la corrompen con sucios negocios, a los que llaman mi oficina, mis grandes asuntos o mis importantes clientes…

El trabajo del hogar no debe ser, como ningún otro, considerado de segunda o tercera categoría. Es tan valioso y digno como todos. Porque lo que da más valor a ésta o a cualquier profesión, no es lo que se hace como tal, ni el dinero que se gana con él, sino cómo se hace: si se realiza con empeño, con calidad, con ilusión, con afán de aprender a hacerlo mejor y para quién se hace: especialmente si se considera un servicio a los demás. Ángela Salawa nos dice esto con su vida sencilla.

El trabajo de una ama de casa o de una empleada del hogar es escondido —decía Juan Pablo II—, pero necesario e indispensable: el trabajo sacrificado y no aparente, que no se ve aplaudido y que quizá no encuentra siquiera gratitud y reconocimiento. El trabajo humilde, repetido, monótono, y por consiguiente heroico, de una innumerable multitud de madres y de jóvenes mujeres, que con su fatiga cotidiana contribuyen al equilibrio económico de tantas familias y que resuelve tantas situaciones difíciles y precarias, ayudando a padres lejanos o a hermanos necesitados. (1)

El orgullo de ser empleada del hogar

Ángela fue contratada en casa de un matrimonio joven, en un barrio bien conocido de Cracovia, donde fue muy estimada por su laboriosidad. No la trataban como si fuera una criada, una recamarera, afanadora de hotel o fregadora de pisos. Amo mi trabajo —decía— porque en él encuentro una excelente ocasión de trabajar mucho y de orar mucho; y fuera de esto, no deseo nada más en el mundo . Ángela trabajó incansable muchos años hasta que un día, no se sabe por qué, la despidieron injustamente.

Para la mentalidad del siglo XXI, Ángela puede ser un ejemplo "incómodo".  Su perfil puede irritar a muchos que piensan que cuando una mujer  —por ejemplo una madre de familia, o la empleada de esa casa— dedican  buena parte del día a ese trabajo es sólo porque “no sirve para otra cosa”, o se trata de una implacable imposición de las circunstancias. A veces lo es, y es muy doloroso. Pero, si no se le considera una profesión, no es por culpa de las que la ejercen, sino de los demás, que no le damos su valor o lo despreciamos. Una profesión mal pagada, poco reconocida, humilla a cualquiera, sea el trabajo que sea. Las cosas deberían cambiar. Todo trabajo que suponga prestar un servicio de profundo contenido humano, merece un lugar altísimo en la sociedad.

De Ángela, dicen los que la conocieron, que era alegre, atractiva, dinámica e inteligente. Estaba llena de amabilidad, de buen trato y le gustaba vestirse bien, con buen gusto, dentro de sus escasos recursos. Ella misma decía: he elegido libremente el trabajo de empleada doméstica en la confianza de que perseverando en esa condición estoy correspondiendo al deseo de Dios . Descubrió el sentido más profundo del trabajo: servir. Dejó escrito en su Diario una rica herencia, reflejo de la profundidad de su alma. Tenía pocos estudios y cultura, y por eso no pudo conocer el gran valor sobrenatural de su vida, que mil seiscientos años antes elogió San Juan Crisóstomo, uno de los oradores más grandes de la historia: Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina. (2)

En 1911 Ángela sufrió muchísimo. A una dolorosa y larga enfermedad del estómago se unieron la muerte de su madre y también de la señora para quien trabajaba, las dos personas que más quería en el mundo. Se agudizó el dolor al recibir la noticia de que su madre no le había dejado nada en el testamento, porque pensó que no tendría necesidad. Además, se vio abandonada por sus compañeras a las que ya no podría reunir en su casa. Comenzada la Primera Guerra Mundial, en 1914, en los ratos libres que le dejaba su trabajo doméstico, asistía a los heridos en los hospitales de Cracovia. Muchos de ellos —sin que Ángela lo supiera— le llamaban "la señorita santa".

Dos años después hubo que dejar el trabajo que tenía, pues el patrón volvió a casarse y su nueva mujer le hizo la vida muy difícil. Un día la acusó falsamente de haber robado algo y Ángela, enferma, hubo de buscar otro empleo. Había que comenzar de nuevo (¡qué difícil!), llevar con cierta elegancia sus dolores, sin hacerlo notar, y trabajar con nuevo empeño, que es lo mismo que decir con amor a lo que se hace y por quienes se hace.

Como lo haría Ángela, las empleadas domésticas contribuyen  tantas veces  calladamente, y sin aparecer mucho, en la buena marcha de la casa, de convertir en hogar acogedor y amable una casa de cuatro paredes, ayudando en la educación de los hijos, la atención de las personas ancianas o enfermas que viven allí. Por eso es tan necesario darles una buena preparación profesional, y ayudarles a adquirir una mayor formación humana y académica para ser un eficaz apoyo en la familia. Y sobre todo mantenerles un deseo sincero, en cuerpo y alma, de convertir sus jornadas en servir y servir bien, con perfección, cuidando los detalles.

Nuestra sociedad está obligada a reconocer mucho más el trabajo doméstico. Quienes lo ejercen no deben ser tratadas como personas de otra categoría, porque no lo son.  Además debieran ganar mejores sueldos, beneficiarse de seguros sociales, pensiones y otras prestaciones; tener acceso a la cultura, capacitarse y vestirse como mujeres que ejercen una profesión.  Y, con el tiempo, que ese trabajo doméstico sea una carrera profesional que se pueda estudiar, como todas. No va de acuerdo a su dignidad que se les maltrate, humille, se les grite, ni se les dé más trabajo sólo por los cómodos caprichos de la patrona, o del hijo de familia, el señorito comodón que llega y pide, fuera de hora, algo de comer sólo porque se le antoja…

Servir hasta la muerte

El 30 de mayo de 1921 Ángela escribió en su diario: Reconsiderando mi vida, creo estar en aquella vocación, lugar y estado al que me llamó Dios desde que era niña.  Poco después enfermó gravemente. No pudiendo tra¬bajar más, hubo de salir de la casa donde prestaba sus servicios y alojarse en una estrechísima habitación del último piso de un edificio Allí sufrió soledad y padeció sufrimientos continuos, con gran paz y abandono en Dios, que ofrecía para expiar los pecados del mundo y la expansión misionera de la Iglesia. Cuando se agravó, le llevaron a un hospital donde recibió la atención de un sacerdote. Murió con inmensa serenidad el 12 de marzo de 1922, mientras le acompañaban algunas de sus ami¬gas. Su fama de santidad se difundió muy pronto en toda Polonia.

La Iglesia que siempre ha proclamado la dignidad de la mujer siente la urgente necesidad de que se dé a esta profesión del trabajo doméstico, y al trabajo de las amas de casa, el valor que tiene. Así se dará a muchas mujeres la oportunidad de poner en juego sus propias cualidades (¡tienen tantas!) para la elevada misión, que sólo ellas pueden cumplir, de hacer más humana, amable y digna la vida de todos los seres humanos.

Algún día nuestra sociedad entenderá muy bien estas palabras: ¡Mi aplauso —dice Juan Pablo II— se dirige, pues, a todas las mujeres empeñadas en la actividad doméstica…! Yo quisiera exhortaros a trabajar sobre todo con amor en las familias en las que estáis acogidas. Vivimos unos tiempos difíciles y complicados que (…) han traído la confusión a las familias, a las que vosotras podéis proporcionar — con vuestra presencia— serenidad, paz, esperanza, alegría, consuelo y aliento para el bien, especialmente allí donde hay personas ancianas, enfermas, o que sufren, niños minusválidos, jóvenes desviados o equivocados. ¡No hay código alguno que prescriba la sonrisa. Pero vosotras podéis proporcionarla! Podéis ser alivio de la bondad dentro de la familia. ¡¡Amad vuestro trabajo.  Amad a las personas con quienes colaboráis!! Del amor y de la bondad nacen también vuestra alegría y vuestra satisfacción! 

Ángela Salawa fue beatificada por Juan Pablo II el 13 de agosto de 1991. Ella deja un ejemplo que abrirá los ojos a muchas mujeres que tienen el deseo de dar todo de sí mismas para vivir una vocación de esta categoría. Y Dios, que alaba y enaltece tantas veces a quienes el mundo no conoce y desprecia, también quiere que la tierra entera dé a estas mujeres el aplauso que merecen y aún no han recibido. Ya era hora.


[1] Juan Pablo II, Discurso, 29 de abril de 1979.

[2] San Juan Crisóstomo, Homilía. Cfr. PG 63, 583A.

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