Acudimos al psicólogo o al psiquiatra cuando estamos estresados, deprimidos, con ansiedad o melancólicos, pero no cuando nos vemos acosados por la envidia
Que la envidia sea el deporte favorito de los españoles no deja de ser un estereotipo. Lamentablemente, no se da solamente en nuestro país, podría incluirse como deporte olímpico por su universalidad. Todo lo malo comienza por ella: el ángel la tuvo de Dios y se transformó en demonio; este, envidioso del estado paradisíaco del hombre, le tentó para robarle la paz y amistad con Dios. Perdida la armonía inicial, la envidia nos suele acompañar, como la tuvo Caín de su hermano Abel, consumando el primer fratricidio.
Acudimos al psicólogo o al psiquiatra cuando estamos estresados, deprimidos, con ansiedad o melancólicos, pero no cuando nos vemos acosados por la envidia que, en muchos casos, es el origen de nuestros trastornos. Etimológicamente viene del latín in videre, que no es mirar hacia dentro, sino hacerlo torcidamente, con malos ojos. Miramos mal al otro y nos molestan sus bienes, éxitos o virtudes porque, al compararnos, pensamos que no las tenemos. La envidia es un mal relacional. Afecta a la convivencia, a la vida social. Podemos estar felices, alegres, hasta que la presencia comparativa del otro, la mirada torcida, lo estropea todo.
Leemos en la epístola de Santiago: «Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones. ¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites».
Como la envidia tiene mala fama, no suele dar la cara, la padecemos torcidamente; se esconde y se disfraza de justicia, de sana emulación. No nos damos cuenta de que, tras dudosos razonamientos, lo que hay es envidia cochina, con perdón. La envidia suele ir acompañada de la comparación. ¿Por qué esa persona sí y yo no? ¿Por el qué tiene lo que deseo y yo no? También podemos menospreciar a quien vemos más afortunado: tampoco es para tanto. Nos enfada que tenga lo que deseamos, como si así ya no lo pudiéramos tener nunca nosotros. Por último, surge la rabia, pensamientos negativos, tristeza y enfado.
“¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!”, dice Cervantes. Y Quevedo: “La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”. Napoleón afirma: “La envidia es una declaración de inferioridad”. El libro de la Sabiduría sentencia: “Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo”.
Nos puede ayudar a combatir este sentimiento, saber que es un engaño, una falta de percepción. Satanás tentó a nuestros primeros padres diciéndoles que, si comían la manzana, serían como Dios. Les ocultó que ya lo eran. Más que frustrarnos por lo que pensamos que no tenemos, debemos valorar lo mucho que poseemos. Disfrutar de los dones que Dios no da en abundancia y alegrarnos de los que da a los demás.
Dice el Papa: “En la raíz de este vicio está una falsa idea de Dios: no se acepta que Dios tenga sus propias matemáticas, distintas de las nuestras. Por ejemplo, en la parábola de Jesús acerca de los obreros llamados por el amo para ir a la viña a distintas horas del día, los de la primera hora creen que tienen derecho a un salario más alto que los que llegaron los últimos; pero el amo les da a todos la misma paga, y dice: ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿O es que mi generosidad va a provocar tu envidia? (Mt 20, 15). Quisiéramos imponer a Dios nuestra lógica egoísta, pero la lógica de Dios es el amor. Los bienes que Él nos da están destinados a ser compartidos”.
Amar la diversidad, alegrarnos con los bienes de los demás, que podemos también considerarlos propios. Poner nuestros talentos al servicio de los nuestros. Hay una comunión de bienes. Todo lo que tenemos y tienen los otros viene de Dios y lo podemos compartir y disfrutar como hermanos. Esto se hace más difícil de entender en una cultura individualista y atea. Es la soberbia, el creerse el centro de todo, el único que importa lo que alimenta este vicio, que la Iglesia señala como uno de los siete pecados capitales.
Dante, en la Divina Comedia, sitúa a los envidiosos en el segundo círculo del purgatorio. Dice de ella que «mira con deseo y repudio la fortuna y riquezas de otros, tomando cualquier oportunidad para quitarles o privarles de su felicidad». Y los describe así: “Vestían túnicas grises de penitencia, y tenían sus ojos cosidos con alambre de hierro, recordando la forma en cómo los cetreros cosían los ojos de sus halcones para lograr entrenarlos”.
También el Evangelio nos ilumina: “¿De qué discutíais por el camino? -pregunta Jesús a los Apóstoles-. Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.
Por Juan Luis Selma
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