El Edicto garantizó la libertad para los cristianos; por otra parte, el emperador Constantino presidió la más importante reunión de obispos que se había visto hasta entonces: el Concilio de Nicea.
San Melquiades
De origen africano según algunas fuentes, aunque más probablemente romano, a Melquíades le tocaría vivir el 310 al 314 la gran conmoción histórica que supuso, para el Imperio romano y para la Iglesia, el advenimiento de Constantino. En el año 312, éste derrotó a Majencio en la batalla del Puente Milvio y, al año siguiente, el edicto de Milán garantizó la libertad para los cristianos. Fue un capítulo de excepcional importancia: el perseguidor se había convertido en protector.
¿Qué papel jugó el obispo de Roma en aquella coyuntura? Aunque se ignora, es dable conjeturar la eficacia de su actuación.
En el año 313, en Cartago, Donato y Ceciliano reivindicaron simultáneamente la sede episcopal. Primero les solicitó el arbitraje del emperador, pero Constantino prefirió que tomara la decisión el obispo de Roma. El 2 de octubre del 313, reunidos en el palacio de Fausta bajo la presidencia de Melquíades, tres obispos de las Galias y otros tres de Italia, optaron a favor de Ceciliano. Los donatistas rechazaron tal determinación y se arrogaron al derecho de convocar un sínodo en Arlés, que tuvo lugar en el 314. El obispo de Roma no puso objeción alguna. ¡Estaba viviendo en aquellos momentos en un clima jubiloso! Constantino acababa de hacerle un famoso regalo: su propio palacio imperial de Letrán. Melquíades se instaló en él: iba a ser, durante diez siglos, la residencia de los papas.
En aquel ambiente de euforia, Melquíades se preocupó menos del plano ascético que del organizativo y pastoral. Llegó a prohibir que, en adelante, se ayunara los jueves y los domingos. Y estableció una costumbre: que cada vez que el obispo celebrara la santa misa se llevara una porción del pan consagrado en señal de unión a cada una de las iglesias de la urbe.
Sin que destacara especialmente por otros hechos en aquellos instantes únicos de la historia, murió Melquíades el 11 de enero del 314.
San Silvestre
¡Año 314! En el reloj de la historia acaba de sonar una hora decisiva para el Imperio y para la cristiandad. Tres acontecimientos iban a llenar aquella época: en Roma, la alianza del trono con la Iglesia; en África, el conflicto donatista; y, en Oriente, la crisis del arrianismo.
El emperador desempeña, de ordinario, el papel principal en todos los escenarios, en tanto que el obispo de Roma interpreta sólo -y no siempre- segundos papeles. Su figura aparece tan desmerecida que los siglos sucesivos sienten la imperiosa necesidad de adjudicarle leyendas para realzar un poco su prestigio. ¡Y no es que le faltaran ocasiones para actuar! Elegido el 31 de enero del 314, Silvestre ocuparía la sede de Pedro durante veintiún años. Pero no estaría presente en el sínodo de Arlés, celebrado aquel mismo año: sólo le informaron cortésmente de las decisiones adoptadas. Luego, en el 325, tampoco asistiría al concilio de Nicea, el primero de los ecuménicos, la más importante reunión de obispos que se había visto hasta entonces. En efecto, a la convocatoria de Constantino más de doscientos cincuenta obispos acudieron a la residencia de verano del emperador, donde -entre el 20 de mayo y el 25 de agosto- debatieron la tesis de Arrio, el célebre obispo que negaba la divinidad de Jesucristo. Constantino inauguró las sesiones conciliares con un discurso en el que exhortó a los presentes a salvaguardar y consolidar la unidad de la Iglesia. En todo momento estuvo al tanto de las discusiones y con frecuencia intervino en ellas con todo el peso de su autoridad.
Fue, pues, un emperador pagano -puesto que Constantino no fue bautizado hasta el momento mismo de su muerte- quien presidió el primer gran concilio de la Iglesia, mientras que el obispo de Roma estuvo simplemente representado por dos sacerdotes. No puede decirse, por tanto, que Silvestre aportara gran cosa a la tarea de afirmar el primado de Roma sobre la Iglesia universal. Por ello, a partir del siglo v, se tendió a compensar su carencia de méritos forjando leyendas e historias sin mayor fundamento. La posteridad conocería así que fue el mismo Papa Silvestre quien convirtió al emperador, el que le curó milagrosamente de la lepra y que fue él quien le bautizó. ¿Y cómo no iba a mostrarse agradecido Constantino? Le debía reconocimiento y era natural que le hiciera alguna donación sustancial:
«En reconocimiento de los poderes que Jesucristo concedió a san Pedro, él, Constantino, ha decidido exaltar la sede de Roma concediendo al sucesor de Pedro poder imperial, dignidad, gloria, fuerza y magnificencia. Confirma el primado de la sede romana sobre todas las demás, incluso las de los patriarcas orientales. La iglesia de San Salvador, en el palacio de Letrán, es la cabeza, la principal de todas las iglesias sobre la faz de la tierra. Las posesiones de Constantino en Judea, Grecia, Asia, Tracia, Africa, Italia y en diversas islas se ofrendan como regalos a los apóstoles Pedro y Pablo… Constantino confiere a Silvestre la diadema imperial, la mitra, el palio, la clámide de púrpura, el cetro imperial, el lábaro, etc.» La lista de honores, la enumeración de los poderes otorgados, el inventario de cargos y dignidades, tanto de los más prestigiosos como de los menos verosímiles, se acumulaban y, por fin, Constantino cedía al obispo de Roma «a imitación de nuestro imperio, poder absoluto sobre la ciudad de Roma y sobre toda Italia, y sobre todas las provincias, lugares y ciudades de las regiones occidentales». Y el emperador trasladaría su residencia a Bizancio porque «no procede que un emperador terrenal tenga su sede en el mismo lugar en el que el emperador celestial ejerce su principado sobre los sacerdotes y donde está la cabeza de la religión».
Durante cerca de diez siglos, el papado basaría sus pretensiones temporales sobre esta admirable «Donación de Constantino».
Y fue Nicolás de Cusa, en el siglo XV, el primero que se atrevió a formular ciertas dudas acerca de la autenticidad del documento. A fines del siglo XVI, el cardenal Baronio admitiría la inautenticidad de la forma, pero sin desconfiar del fondo de la Donación. Habría que esperar los últimos tramos del siglo XIX para que la Iglesia reconociera oficialmente la superchería. Un análisis riguroso del texto estableció que el documento, en todas sus partes, se extendió entre los años 752 y 800 en las Cancillerías de los papas Esteban II y Paulo l.
Silvestre no habría ni imaginado aquel suceso: le bastó con los regalos imperiales, más modestos, pero también más reales, esto es, el palacio de Letrán, la basílica de la Santa Cruz, la iglesia de San Pedro en el Vaticano y algunos otros edificios. Y falleció plenamente satisfecho el 31 de diciembre del 335.