El fin de la época de los Padres apologistas comienza con un período de florecimiento que se inicia con el concilio de Nicea en el año 325, y concluye con el concilio de Calcedonia en el año 451. Es la época de un gigantesco esfuerzo por la completa evangelización del mundo antiguo, a la cual se le llama edad de oro de los Padres.
A comienzos del siglo IV, nuevos panoramas se abren a la vida de la Iglesia. Después de casi tres siglos de persecuciones comienza un largo período de paz que facilitó extraordinariamente la expansión y el desarrollo del cristianismo. La fecha clave de este cambio se sitúa en el año 313, cuando el emperador Constantino, agradecido al Dios de los cristianos por la victoria militar que le aseguró el dominio del Imperio romano, promulgó el edicto de Milán, con el que quedaron revocadas las leyes contrarias a la Iglesia. A partir de entonces, el cristianismo quedaba reconocido como religión y se le permitía a sus adeptos trabajar en las estructuras del estado. Más tarde, el emperador Teodosio, en el año 380, prohibió el culto pagano, y el cristianismo fue declarado como religión oficial del imperio Romano.
Con la llegada de la paz religiosa, los cristianos pudieron edificar sus propias iglesias. Fueron levantadas las grandes basílicas en Roma, como las de San Juan de Letrán, San Pedro y San Pablo; y en Palestina, la basílica de la Natividad en Belén, y las del Santo Sepulcro y Monte de los Olivos, en Jerusalén. Al mismo tiempo, se emprendió la evangelización progresiva de la gente del campo. En esta obra de evangelización se destacaron los monjes, como San Antonio Abad y San Benito.
También fuera de los territorios sometidos al Imperio Romano se propagó con fuerza el cristianismo, pero luego se frenó por la proliferación de herejías en torno a los dos grandes misterios centrales de la fe: El de la Santísima Trinidad y el de la Encarnación.
El misterio de la Santísima Trinidad se discute en el siglo IV y comienzos del siglo siguiente contra el arrianismo, el cual negaba la igualdad substancial entre el Padre y el hijo, poniendo a Jesucristo inferior al Padre. Esta herejía fue combatida en el Concilio de Nicea y en el de Constantinopla I en los años 325 y 381.
El misterio de la Encarnación, se discute en el siglo V contra el nestorianismo y el monofisismo. El nestorianismo hacía de Jesucristo un hombre perfectísimo, habitado por la divinidad, pero solo hombre. Esta herejía fue condenada en el Concilio de Éfeso, en el año 431, en donde se declara la divinidad de Jesús y la Maternidad divina de María.
El monofisismo afirmaba que tras la unión del Verbo con la carne, la naturaleza humana de Cristo había sido «absorbida» por el Verbo, o al menos disminuida, lo cual es condenado en el Concilio de Calcedonia, en el año 451, en donde se declara el dogma de la unión hipostática de las dos naturalezas de Cristo: Humana y Divina, en la segunda persona de la Santísima Trinidad.
Casi todas las grandes controversias teológicas se originaron en el Oriente cristiano, y allí en efecto se resumieron por los cuatro primeros Concilios ecuménicos. La única discusión teológica desarrollada en Occidente fue promovida por Pelagio, que negaba la existencia del pecado original, y afirmaba que la gracia no era necesaria para hacer el bien; esta herejía fue rebatida por San Agustín, la cual se condenó por un Concilio provincial.
Gracias al influjo del Espíritu Santo sobre los Santos Padres de manera que pudieran cumplir con la misión de defender y exponer la genuina fe de la Iglesia, recibida de generación en generación desde los tiempos apostólicos; y a los Concilios ecuménicos en los que los obispos se reunieron para dilucidar tan graves cuestiones teológicas, la fe de la Iglesia salió indemne y fortalecida, e hicieron que fuera más consciente y vivida en la práctica.
Son muchos los Padres de la Iglesia en este período, pero los más importantes son aquellos a los que se les atribuye el titulo de «Doctor eclesiástico» tanto en los Padres Orientales o Griegos, como en los Padres Occidentales o Latinos.