LA IGLESIA, NUEVO PUEBLO DE DIOS
-Los cristianos somos linaje escogido, sacerdocio regio, pueblo adquirido en propiedad por Jesucristo.
-Participación de los laicos en la función sacerdotal, profética y real de Cristo. La santificación de las tareas seculares.
-El sacerdocio ministerial.
I. Dios llama personalmente, por su nombre, a cada hombre (1); pero, desde el principio, «fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (2). Quiso escoger entre las demás naciones de la tierra al pueblo de Israel para manifestarse a sí mismo y revelar los designios de Su voluntad. Hizo con él una alianza, que fue renovada una y otra vez. Pero todo esto sucedió como figura y preparación del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, que Jesús rescataría para sí con su Sangre derramada en la Cruz. En ella se cumplen con plenitud los títulos que se daban en el Antiguo Testamento al pueblo de Israel: es linaje escogido (3), pueblo adquirido para pregonar las excelencias de Dios (4).
La cualidad esencial de quienes componen este nuevo pueblo «es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo; tiene por ley el nuevo mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cfr. Jn 13, 34); y tiene como fin el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra» (5). Vosotros -enseña San Pedro a los cristianos de la primitiva cristiandad- sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios;los que antes no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia (6).
En este nuevo Pueblo hay un único sacerdote, Jesucristo, y un único sacrificio, que tuvo lugar en el Calvario y que se renueva cada día en la Santa Misa. Todos aquellos que componen este pueblo son linaje escogido, participan del sacerdocio de Cristo y quedan capacitados para llevar a cabo una mediación sacerdotal, fundamento de todo apostolado, y para participar activamente en el culto divino. De esta manera pueden convertir todas sus actividades en sacrificios espirituales, agradables a Dios (7). Se trata de un sacerdocio verdadero, aunque esencialmente distinto del sacerdocio ministerial, por el que el sacerdote queda capacitado para hacer las veces de Cristo, principalmente cuando perdona los pecados y celebra la Santa Misa. Sin embargo, ambos están ordenados el uno al otro y participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo. En él -en la participación del sacerdocio de Cristo- nos santificamos y encontramos las gracias necesarias para ayudar a los demás.
II. Los fieles participan en la misión de Cristo y, así, impregnan su propia vida en medio del mundo, y el mundo mismo, con el espíritu de su Señor. Sus oraciones, la vida familiar y social, sus iniciativas apostólicas, el trabajo y el descanso, y las mismas pruebas y contradicciones de la vida, se convierten en una ofrenda santa que llega hasta Dios principalmente en la Santa Misa, «centro y raíz de la vida espiritual del cristiano» (8).
Esta participación de los laicos en la función sacerdotal de Cristo lleva consigo una vida centrada en la Santa Misa, pero su participación eucarística no se agota cuando asisten activamente al Sacrificio del Altar, ni se expresa principalmente en determinadas funciones litúrgicas que los laicos también pueden desempeñar, sino que su campo propio está en la santificación de su trabajo ordinario, en el cumplimiento de sus deberes profesionales, familiares, sociales…, que procuran desempeñar con la máxima rectitud.
Los laicos participan también de la misión profética de Cristo. Su vocación específica les lleva a anunciar la palabra de Dios, no en la Iglesia, sino en la calle: en la fábrica, en la oficina, en el club, en la familia (9). Proclamarán la palabra divina con su ejemplo como compañeros de trabajo, como vecinos, como ciudadanos… Y con la sugerencia oportuna, con la conversación íntima y profunda a la que da derecho una honda amistad; al aconsejar un libro que orienta y al desaconsejar un espectáculo que no es propio de un hombre de bien, al infundir aliento -haciendo las veces de Cristo- y al prestar con alegría un pequeño servicio.
El cristiano es partícipe también de la función real de Cristo. En primer lugar, siendo señor de su trabajo profesional, no dejándose esclavizar por él, sino gobernándolo y dirigiéndolo, con rectitud de intención, a la gloria de Dios, al cumplimiento del plan divino sobre toda la creación (10). El papel de los laicos no se potencia cuando se les brinda una participación en la autoridad o en el ministerio clerical. Quizá algunos pocos puedan ir en esa dirección, pero ni siquiera eso es lo más propio de una vocación secular (11). Es en el mundo, en medio de las estructuras seculares de la vida humana, donde se desarrolla su participación en la misión real de Jesucristo. «Su tarea principal e inmediata -señalaba Pablo VI- no es establecer y desarrollar la comunidad eclesial -ésta es tarea específica del clero-, sino aprovechar todas las posibilidades cristianas y evangélicas latentes pero ya presentes y activas en los asuntos temporales» (12). Dentro de este nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia, la participación en la misión real de Cristo les lleva a impregnar el orden social con aquellos principios cristianos que lo humanizan y elevan: la dignidad y primacía de la persona humana, la solidaridad social, la santidad de la familia y del matrimonio, la libertad responsable, el amor a la verdad, la promoción de la justicia en todos los niveles, el espíritu de servicio, la comprensión mutua y la caridad fraterna… «Los laicos no han de ser la «longa manus» de la jerarquía. No son la extensión de un «sistema» eclesiástico oficial. Son -cada uno es, por derecho propio y sobre la base de su piedad, competencia y doctrina- la presencia de Cristo en los asuntos temporales» (13). Pensemos hoy si los demás, al ver nuestro actuar diario, se sienten movidos a un mayor acercamiento a Cristo, si a través de nuestro trabajo y de nuestra participación en las tareas sociales -en sus distintos niveles- estamos de hecho llevando el mundo a Dios.
III. Este nuevo Pueblo de Dios tiene a Cristo como Sumo y Eterno Sacerdote. El Señor asumió la tradición antigua transformándola y renovándola, instituyendo un sacerdocio eterno. Los sacerdotes de Cristo son, cada uno de ellos, como un instrumento del Señor y prolongación de su Santísima Humanidad. No actúan en nombre propio, ni son simples representantes de los pueblos, sino que hacen las veces de Cristo. De cada uno de ellos se puede decir que, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios… (14).
Cristo actúa realmente a través de ellos, por medio de sus palabras, gestos, etc., y su sacerdocio está íntima e inseparablemente unido al sacerdocio de Cristo y a la vida y crecimiento de la Iglesia. El sacerdote es padre, hermano, amigo…; su persona pertenece a los demás, es posesión de la Iglesia, que lo ama con amor del todo particular y tiene sobre él relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser depositario (15). «Jesús -enseñaba Juan Pablo II con motivo de una numerosa ordenación en Brasil- nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros. «Por el Sacramento del Orden -dijo alguien acertadamente-, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad» (cfr. J. Escrivá de Balaguer, Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986, p. 69). Y podemos añadir -continuaba el Papa-: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados (Mt 9, 2; Lc 5, 20; 7, 48; cfr. Jn 20, 23). Y es Él quien habla cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida los enfermos, los niños y los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados» (16).
La ordenación sagrada confiere el más alto grado de dignidad que el hombre es capaz de recibir. Por ella, el sacerdote es constituido en ministro de Dios y dispensador de sus tesoros divinos (17). Estos tesoros son principalmente la celebración de la Santa Misa, de valor infinito, y el poder de perdonar los pecados, de devolver la gracia al alma. De muchas formas el sacerdote se convierte en canal de la gracia divina. Además, por la ordenación, el sacerdote es constituido mediador y embajador entre Dios y los hombres, entre el Cielo y la tierra. Con una mano toma los tesoros de la misericordia divina; con la otra los distribuye a sus hermanos los hombres.
Un sacerdote es un inmenso bien para la Iglesia y para la humanidad entera. Por eso, hemos de pedir que nunca falten sacerdotes santos, que se sientan servidores de sus hermanos los hombres, que no olviden nunca su dignidad y el tesoro que Dios ha puesto en sus manos para que lo distribuyan generosamente al resto del Pueblo de Dios. Bien se puede decir que «si ha habido un tiempo en que un sacerdote es un espectáculo para los hombres y para los ángeles, es en esta época que se abre ante nosotros» (18). No dejemos de pedir por ellos.
(1) Is 43, 1.- (2) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 9.- (3) Cfr. Ex 19, 5-6.- (4) Cfr. Is 43, 20-21.- (5) CONC. VAT. II, loc. cit .- (6) 1 Pdr 2, 9-10.- (7) 1 Pdr 2, 5.- (8) Cfr. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 87.- (9) Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 14.- (10) Cfr. IDEM, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 5.- (11) Cfr. C. BURKE, Autoridad y libertad en la Iglesia, Rialp, Madrid 1988, p. 196.- (12) PABLO VI, Exhor. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 70.- (13) C. BURKE, o. c., p. 203.- (14) Cfr. Heb 5, 1-4.- (15) Cfr. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 81.- (16) JUAN PABLO II, Homilía 2-VII-1980.- (17) Cfr. 1 Cor 4, 1.- (18) CARD. J. H. NEWMAN, Sermón en la inauguración del Seminario San Bernardo, 2-X-1873.