Festividad: 27 de diciembre
Juan: El Primero y el último
Juan es el primero entre los Apóstoles que conoció a Jesús en la tierra y el último en ser llamado a la casa del Padre en el cielo. Conoció a Jesús en su primera juventud y murió anciano. Vivió como cristiano unos setenta años, tiempo que contrasta con los nueve de su hermano Santiago que murió mártir el año 42.
Este parece ser el sino del apóstol: llegar el primero y dejar el paso a otros.
Su primer encuentro con Jesús se produce a iniciativa suya y de Andrés. Siguen al Señor. Éste les deja quedarse. Y ahí empezó todo. Ambos hablan El hombre.
Juan es uno de los apóstoles que más intimidad tuvo con Jesús, designandose a sí mismo como el «discípulo que el Señor amaba»; durante la última Cena aparecen claras muestras de predilección de Jesús por Juan, apoyó la cabeza en el pecho del Señor y fue el único de los Doce presente al pie de la Cruz de Jesús, experimentando el doloroso consuelo de ser fiel hasta la muerte del Maestro .
Su padre, Zebedeo, era pescador acomodado, dueño de barcas; su madre se llamaba Salomé, y su hermano, Santiago el Mayor, fue otro de los Apóstoles; los dos hijos de Zebedeo eran impetuosos, y Jesús les apoda -¿irónicamente?- «hijos del trueno» cuando sugieren que una aldea samaritana que les ha rechazado sea destruída por fuego de las alturas. «No sabéis de qué Espíritu sois hijos» les responde.
Juan había sido discípulo del Bautista, asistió a las bodas de Caná, estuvo presente en la transfiguración, y en todos los hechos de la vida del Señor. No parece que entendiese todo a la primera, pero su fidelidad es notoria, aunque es perspicaz: de hecho no se opone a su madre cuando pide un puesto de privilegio junto al Mesías para sus hijos, y huye cuando prenden al Señor, aunque enseguida rectifica.
Es posible que el hecho de llamarse a sí mismo «predilecto» fuese más debido a la alegría de sentirse querido por el Maestro, que a especiales muestras de predilección que no aparecen en el evangelio. No sería extraño que si cada apóstol hubiese escrito un evangelio hubiese dicho también que Jesús le quería de un modo especial y particularísimo como nunca había experimentado hasta entonces. Pero siempre se ha llamado a Juan el «predilecto», y no podemos pensar más que verdaderamente era amable y digno de un amor especial.
Con el tiempo será una de las «columnas» de la Iglesia, como señala San Pablo, y fue el último superviviente del colegio apóstolico. Desterrado en la isla de Patmos, antes de morir quizás en Efeso, ancianísimo, según afirma su discípulo san Policarpo, sólo él consevaba en su memoria la voz, el gesto, hasta el latir del mismo corazón de Jesús.
Tras la Ascensión es significativa su unión con Pedro, con él sube, baja y colabora en diversas tareas. Los hechos de los apóstoles dejan de contar cosas suyas después de los primeros meses tras Pentecostés cuando convive con la Madre de Dios cumpliendo el encargo del mismo Cristo. No conocemos ninguna narración de su convivencia con María Santísima hasta que ésta subió en cuerpo y alma a los cielos. Debió ser muy intensa y en ella el Apóstol bebe en la fuente maternal de Aquélla que experimenta como nadie lo divino como hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo. No es de extrañar que el evangelio de Juan sea el más espiritual, ¿cómo no ver ahí la influencia de la Virgen María?.
De lo que San Juan sufrió en Efeso y de su actividad tenemos testimonios ciertos en la Tradición: su destierro en la isla de Patmos, donde escribió el Apocalipsis, hacia el año 95. Muere a la vuelta de este destierro. Sabemos por la Tradición algunos detalles de sus últimos años, que nos confirman su desvelo para que se mantuvieran la pureza de la fe y la fidelidad al madamiento del amor fraterno. San Jerónimo cuenta que los discípulos le llevaban a las reuniones de los cristianos -pues debido a su ancianidad no podía ir solo- y que constantemente repetía: «Hijitos, amaos los unos a los otros». Ante su insistencia, preguntaron por qué decía siempre lo mismo, y San Juan respondió: «Es el mandamiento del Señor y, si se cumple, él solo basta» con sus hermanos respectivos e incorporan al grupo a Simón hermano de Andrés y a Santiago hermano de Juan. Llegan y dejan el paso.
Cuando empieza el grupo de los discípulos tras la pesca milagrosa está entre los primeros. Pero a lo largo de los tres años de convivencia con Jesús junto a los demás apóstoles, sus intervenciones son incidentales, desde luego no tan sonadas como las de Simón. Claramente es uno más, salvo las distinciones de acompañar a Jesús en la resurrección de la hija de Jairo, la agonía en Getsemaní y en el Tabor; donde se realizó la Transfiguración de Jesús, hecho desconocido por la mayoría.
Su caracter se manifiesta lleno de fuerza en momentos clave como al acudir a ver si realmente estaba vacío el sepulcro de Jesús. Llega antes al lugar pues corrió más rápido que Pedro, mira y espera que éste llegue y pase. Su temperamento no es apocado ni tímido, sino decidido e impetuoso, a veces demasiado. Es espiritual, pero no espiritualista en el sentido de no estar en la realidad con prontitud y energía.
Los matices de este hecho vale la pena leerlos directamente: «Salió, pues, Pedro y el otro discípulo. Corrían los dos juntos. Pero el otro discípulo (Juan) corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vió en el suelo la sábana; sin embargo no entró. Llegó después Pedro, que le seguía, y entró en el sepulcro, y vio los lienzos en el suelo, y el sudario que había estado sobre su cabeza, no se encontraba con la sábana, sino en su lugar, plegado en su sitio. Entonces también entró el otro discípulo, que había llegado primero al sepulcro, y vió y creyó» .
Prontitud y perseverancia son dos hechos que revelan amor apasionado al Maestro que cambió su vida y le abrió horizontes con dimensiones insospechadas.
Llegar el primero y dejar pasar a Pedro es manifestación de humildad, categoría y señorío. Es natural y sobrenatural elegancia. Ama y reconoce a Jesús, pero también ama y reconoce a Pedro en el lugar al que ha sido destinado por el Señor. Juan sabe estar en su sitio.
En sus cartas se advierte sensibilidad ante la caridad predicada por Jesús: «Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros con el mandamiento que nos dio» . Más adelante concreta este concepto esencial: «Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios». La consecuencia es muy clara «quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor». El modo insistente utilizado por Juan le lleva a repetir «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor es pleno en nosotros», la consecuencia lógica es amar a los demás. «Si alguien dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, miente; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve: Este mandamiento tenemos de Él; que quien ama a Dios, ame también a su hermano» .
Juan nos muestra con hechos que lo suyo es amar, no figurar.
La conducta delicada, elegante, humilde y caritativa de Juan nos muestra una vez más que se es más humano al ser más espiritual.
La pureza de Juan
Buena parte de la amabilidad de Juan proviene de su pureza. Jesús ama la castidad; una Bienaventuranza muestra la belleza de esta virtud fruto de la limpieza de alma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» . Ven a Dios con gozo porque el cuerpo y sus pasiones no ciegan, y son mirados por Dios con alegría porque conocen el amor limpio.
Juan vivió esta limpieza de corazón y de cuerpo en su juventud y en su ancianidad, y permaneció célibe toda su larga vida, como Jesús. La pureza de su juventud se origina en su deseo de amar a Dios respetando la Ley divina; pero al conocer a Jesús se enciende el deseo de ser como Él y un hecho importante es que el Maestro vive célibe toda la vida .
La limpieza de alma se transparenta en el cuerpo. De un modo muy bello lo muestra el libro de la Sabiduría enseñando que la pureza es un don de Dios que debe pedirse: «Ya de niño era yo de buen ingenio, y me cupo por suerte una buena alma. Y creciendo en la bondad pude conservar inmaculado mi cuerpo. Y luego que llegué a entender que no podría ser continente si Dios no me lo otorgaba ( y era ya efecto de la sabiduría el saber de quién me venía este don), acudí al Señor, y se lo pedí con fervor» . No es difícil ver a Juan reflejado en estas palabras. La salud y la vitalidad del alma y del cuerpo se transparentan en todo su actuar. Su castidad no es apocamiento, sino vitalidad. Juan conoce este texto de la Escritura santa y pide la castidad como una de los frutos más preciados de la sabiduría. Y Dios se lo concedió.
Jesús vive la castidad de un modo célibe y virginal. Muchos de sus familiares se preguntarían con extrañeza por qué no se casaba a una edad en que los demás jóvenes ya lo hacían; además era bien parecido y buena persona pensarían. Cuando empezó a predicar los que le escuchan también se preguntarían: ¿está casado? ¿tiene hijos? Al enterarse de su situación les sorprende, pues parece muy normal y nada exaltado; además no desprecia el matrimonio, pues su respeto a la familia y al matrimonio eran grandes. Por algo actua así -piensan- además es sabio, sabe más que nosotros y se mueve a otro nivel, y eso les basta.
Pero hay más, Jesús ama de una manera extraordinaria la castidad. Se advierte su complacencia cuando se encuentra con personas que la viven bien tanto si son casados como si no. Juan era amado por esto, entre otros motivos.
Es designio divino que la Madre de Cristo sea Virgen y Madre, de modo que conserve la virginidad de alma y cuerpo antes, en y después del parto. Milagro singular que revela el querer divino. José es llamado a la alta tarea de protector de Jesús y María como padre legal y esposo a los ojos de los hombres viviendo un matrimonio virginal. Los apóstoles casados deben ausentarse de sus hogares con consentimiento de sus esposas para dedicarse con cuerpo y alma a su vocación cuando fueron llamados por Jesús. Los que no estaban casados se consevaron célibes. Juan vive el celibato, como Jesús, toda su vida.
«No todos entienden estas palabras, sino aquellos a quienes les ha sido dado» dice el Señor cuando los apóstoles comentan que no merece la pena casarse si no es lícito el divorcio. Es necesario ser algo espiritual y superar un modo sensual de pensar para entender que el matrimonio es una comunión de personas, y no algo del cuerpo. Una vez explicada la santidad del matrimonio Jesús les abre los ojos a un nuevo modo de vivir la sexualidad y añade: «porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; los hay que fueron hechos eunucos por los hombres, y los hay que se castraron a sí mismos por el reino de los cielos». Y concluye de modo firme: «quien pueda entender que entienda» . Jesús utiliza la imagen de la imposibilidad física de casarse, tanto si es natural como violenta como introducción a algo novedoso. Entonces les muestra un modo libre de vivir el amor prescindiendo del uso de la sexualidad, incluso en sus formas más legítimas y santas: la virginidad por el Reino de los cielos.
Un nuevo camino de amor quedaba abierto en la Iglesia. Pío XII llamará a la virginidad y el celibato apóstolico: «uno de los tesoros más preciosos que Cristo ha dejado en herencia a la Iglesia»
Las ventajas de la pureza célibe por amor a Dios son muchas: «La pureza limpísima de toda la vida de Juan le hace fuerte ante la Cruz.- Los demás apóstoles huyen del Gólgota: él, con la Madre de Cristo se queda.
«No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter» . La fortaleza de caracter es fruto y raíz de la santa pureza.
El amor virginal es un amor más pleno, por más generoso y dirigido directamente al amor de los amores, que es Dios. Aunque el celibato por amor a Dios no es exclusivo de los sacerdotes y de los religiosos, vale para todos lo dicho por Juan Pablo II: «Por el celibato no se renuncia al amor, a la facultad de vivir y significar el amor en la vida; el corazón y las facultades del sacerdote quedan impregnadas con el amor de Cristo» .
Es lógico que sea más amable el que más ama, porque es más bueno. La luz interior del enamorado se difunde por las ventanas de la mirada, los gestos de la cara, las rendijas de las risas; las reacciones ante los imprevistos son como abrir la puerta y descubrir lo que se lleva dentro. No es igual una mirada limpia que una mirada obscena o turbia.
El pasado influye, queramos o no. La inocencia, como la calidad de un diamante, es un valor. La talla es importante, pero si falta la calidad no será más que una imitación de cristal.
Muchos han comparado a Juan con un águila que vuela alto y es capaz de mirar el sol sin deslumbrarse. La pureza da alas al amor con sus caracterísiticas audacias. La castidad es siempre «una afirmación gozosa … responder que sí a su Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado, eso es la virtud de la castidad» .
La pureza no hace envarados, fríos y secos, sino más bien entusiastas, ardientes, claros y limpios porque ordena el amor y hace que el amor divino se manifieste en los afectos humanos. Esto no se conseguiría si se vive con una nostalgia en el corazón de satisfacciones no cumplidos, olvidando el amor sin condiciones.
El ser humano está pensado por Dios para amar. «No lo dudes: el corazón ha sido creado para amar. Metamos, pues, a Nuestro señor Jesucristo en todos los amores nuestros. Si no, el corazón vacío se venga, se llena de las bajezas más despreciables» . No fue el de Juan un corazón vacío, sino pleno y rebosante, por eso contrasta tanto con el de Herodes que en su impureza llega al asesinato de Juan el Bautista y muchos más. Las vilezas de un corazón vacío asustan y son, por desgracia, demasiado frecuentes.
Discípulo del Bautista
Juan era discípulo del Bautista cuando conoció a Jesús; es más, siguió al Señor a indicación suya. Este hecho es de capital importancia para conocer a este apóstol.
¿Quién era Juan Bautista? Muchos se lo habían preguntado cuando predicaba y bautizaba a orillas del Jordán. ¿Aparecía por fin un profeta después de varios siglos sin que se diesen estos hombres de Dios en Israel? ¿Era el Mesías deseado? ¿Era simplemente un israelita lleno de celo por la ley?.
Su origen era conocido de todos, era el hijo de Zacarías, sacerdote del Templo, y de Isabel. Concebido en la ancianidad de ambos en torno a circunstancias extrañas como la mudez del padre cuando servía en el culto del Templo. Los que habían sido testigos comentaban:
«Pues, ¿qué va a ser de este niño?». Y su padre Zacarías al recuperar la palabra había pronuciado unas palabras proféticas en las que decía del niño:
«Y tú, niño pequeño, serás llamado profeta del Altísimo,
pues irás delante del Señor
para preparar sus caminos
y para dar a su pueblo la ciencia de la salvación
por la remisión de los pecados,
por las entrañas de misericordia de nuestro Dios,
por las que nos visitará una luz de la altura,
para iluminar a los que yacen
en las tinieblas y la sombra de muerte
por el camino de la paz» .
Estas palabras eran reflejo de las que le había dicho el arcángel Gabriel: «convertirá a muchos hijos de Israel al Señor su Dios, y él caminará delante de él con el espíritu y poder de Elías para a traer los corazones de los padres hacia los hijos, y los rebeldes a la sabiduría de los justos para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» .
Su predicación comenzó poco antes de comenzar la vida pública de Jesús . Acudían multitudes para que les bautizara y les predicara . Es significativo que también acudiesen a escucharle publicanos, fariseos y soldados. A cada uno adapta la verdadera penitencia a su posición en la vida, según su trabajo.
El mismo aspecto del Bautista era una lección por su austeridad , vivía lo que enseñaba con una coherencia que atraía a los mejores y escandalizaba a los hipócritas que le criticaban por exagerado. Sin embargo no se envanecía de su popularidad y repetía constantemente: «Yo os bautizo con agua; pero viene uno que es más poderoso que yo, a quien no merezco desatar las correas de sus sandalias; ése os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Tiene el bieldo en su mano para limpiar su era y recoger el trigo en su granero y la paja la quemará en fuego inextinguible»
La expectación de sus discípulos ante estas palabras era grande y estaban atentos a que les indicase quien era el poderoso que bautizaría en fuego y Espíritu Santo.
Su valentía para decir la verdad a todo el mundo le costó la vida en manos del rey Herodes. Juan le reprochaba vivir con la mujer de su hermano, ésta le odiaba y consiguió que Herodes le cortase la cabeza. «Los discípulos, cuando se enteraron, fueron y recogieron su cadáver y lo pusieron en un sepulcro» . Los apóstoles comunicaron a Jesús la muerte del Bautista. La noticia conmocionó a Nuestro Señor pues «al enterarse se retiró de allí privadamente, en una barca hacia un lugar desierto» . El elogio de la fortaleza, honradez y hombría de bien hecho por Jesús es antológico: «Entre los nacidos de mujer, no hay ninguno mayor que Juan» . Los apóstoles que, como Juan, habían sido discípulos del Bautista agradecerían mucho estas palabras.
Los sacerdotes y levitas también acudieron a Juan Bautista para preguntarle: «¿Quién eres tú?»; y ante la respuesta negando ser el Mesías, ni Elías, ni un profeta insistían: «¿Quién eres para que demos una respuesta? ¿Qué dices de tí?» a lo que Juan respondía con palabras del profeta Isaías anunciadoras de un precusor mesiánico: «Yo soy la voz del que clama en el desierto: enderezad el camino del Señor». Los fariseos no se conformaban pues querían saber el significado de su bautismo de agua, pero Juan repetía: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros está el que vosotros no conocéis, el que viene detrás de mí, a quien no soy digno de desatar la correas de su sandalia» .
El joven Juan escuchaba, aprendía y llevaba a la práctica lo dicho y hecho por el Bautista.
Es muy posible que Juan estuviese presente durante el bautismo de Jesús y escuchase el forcejeo amistoso entre ambos que zanjó Jesús cuando dijo: «déjame hacer ahora: porque así nos conviene cumplir toda justicia» . El Bautista cedió y bautizó en agua a Jesús y cuando salió del agua se dió la solemne manifestación del Espíritu Santo en forma de paloma -símbolo de la paz y de la alianza de Dios con los hombres a través de Noé- y del Padre en «una voz que decía desde el cielo: Éste es mi hijo, el predilecto, en él me complazco» ..
La conmoción producida por este hecho en el Bautista y en los que le rodeaban fue grande.
Jesús se retiró al desierto para orar y ayunar durante cuarenta días, y cuando volvió al Jordán se dio la manifestación pública por parte del Bautista afirmando que el Mesías era ese Jesús que estaba allí, su pariente, el hijo de María de José. Sus palabras quedaron grabadas en lo más íntimo de Juan pues las repetirá muchas veces en sus escritos de ancianidad.
El Bautista, señalando a Jesús dijo: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Este es de quien yo dije: detrás de mí viene un hombre que es más que yo, porque existía antes que yo. Y yo no le conocía, pero he venido a bautizar con agua para manifestarlo a Israel. Y atestiguó Juan diciendo: Ví al Espíritu que bajaba como paloma del cielo y se posó sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que ha de bautizar en el Espíritu Santo, Y yo lo he visto y atestiguo que él es el hijo de Dios» .
A partir de aquel momento, Juan se dirigió a Jesús. Se aleja del Bautista porque así lo quiere su primer maestro. El discípulo es ya fruto maduro para el nuevo Maestro que bautizará en el Espíritu Santo y predicará la remisión de los pecados con la fuerza del Mesías esperado y preparado por el Bautista.
Cuando Juan evangelista -inspirado por Dios- escribe el Apocalipsis describe la gran batalla de la salvación como una gran gesta entre el Cordero y sus fieles, y el diablo y sus seguidores.
Ese Cordero es Cristo. El recuerdo vivísimo de la enseñanza del Bautista sobre el Mesías está en la base de esta tratamiento que Juan da a Jesús. La expresión «quita los pecados del mundo», abarca más que perdonar, pues incluye superar todos los males que se da en la tierra a través de la historia: el diablo, el pecado y los pecadores, la muerte, las guerras, las persecuciones, las mentiras, los odios, los falsos hermanos, etc. Ésta es la gran tarea del Cordero inmaculado.
La primera batalla es directamente con el diablo -simbolizado por el dragón – y la realiza Cristo en su vida terrena y pasible. Juan ve al «Cordero, que estaba en pie como degollado» tomando el libro de la vida y se oye un cántico nuevo, el cántico del Cordero. El «Cordero abre los siete sellos cerrados por el pecado, se sienta en el trono de Dios», los santos «lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero». Durante la gran batalla con el dragón hace posible la victoria de los fieles «porque ellos le han vencido por la sangre del Cordero». Es posible ver la victoria de Cristo con su Muerte y su Resurrección sobre el diablo, la muerte y el pecado.
La siguiente batalla se da en la vida de la Iglesia -Cuerpo místico de Cristo- en la historia. Cristo vence a las dos bestias salidas del abismo- símbolos de los que se dejan seducir por el pecado y el diablo-; los vencedores «son los que siguen al Cordero adondequiera que va. El cántico de Cordero es cantado por fín en su victoria».
Por último muestra la tercera fase de la batalla cuando triunfa también sobre Babilonia, la cual, muy posiblemente, simboliza la falsa iglesia introducida dentro de la verdadera; entonces se libra la batalla más dura y difícil: los malos «pelearán contra el Cordero, y el Cordero les vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes». El triunfo de los que han perseverado se exterioriza en un cántico de ¡Aleluya! «porque han llegado las bodas del Cordero y su Esposa está dispuesta».
Por fin llega la batalla final y el juicio. Entonces se da la apoteósis del Cordero cuando la Iglesia edificada sobre «los doce apóstoles del Cordero», es luminosa y bella como esposa engalanada para su esposo . Todo mal es superado y el último enemigo que es la muerte desaparece, siendo Dios todo en todas las cosas . El aliento a la esperanza es muy grande.
La narración de Juan es grandiosa. Los elegidos que se debaten contra peligros y tribulaciones pueden flaquear en su fe o en su esperanza. Si en su dolor claman: «¡Hasta cuándo, Señor!», la respuesta es: «no desconfiéis, porque la victoria es segura». Juan, en el Apocalipsis, dice a los cristianos de todos los tiempos: confiad en la sabiduría de Dios. Los peligros y males que padecen los fieles tienen el sentido de purificarles a ellos y también dar oportunidades a los demás hombres, de modo que les sea posible alcanzar la vida eterna: así se completa la misericordia divina y el número de los elegidos.
Juan conocía muy bien los escritos de los profetas. La luz de la Revelación de Jesucristo le permite entender y usar sus símbolos y lenguaje elaborando una epopeya de la Salvación.
La predicación de Jesucristo en su comienzo es muy similar a la del Bautista con el matiz, no pequeño, de decir que el Reino de los cielos ha llegado ya. Pero lo primero es predicar conversión, penitencia, y arrepentimiento de los pecados sin recurrir aún al símbolo -que será uno de lo sacramentos- del bautismo del agua. La conversión y el perdón son necesarios porque sólo los limpios de corazón -los humildes- entenderán la palabra de Dios.
Pero la Revelación radical del perdón de los pecados la verá Juan cuando vea a Cristo en el sacrificio de la Cruz venciendo a la muerte. ¿Quién ha vencido a la muerte?. Nadie, sino Cristo. Luego la victoria sobre el pecado ya se ha realizado en la sangre de Cristo. La historia, con todos sus problemas, acabará bien; y los problemas personales también encuentran solución siempre, si se da una adhesión a la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y el diablo.
La Iglesia tendrá que administrar esa Sangre de Cristo a través de los sacramentos. Cada uno a su modo lava y blanquea a los creyentes.
El bautismo borra el pecado original y todos los pecados personales haciendo hijos de Dios y miembros de la Iglesia de Cristo. La Eucaristía da vida a los fieles al mismo Jesús como manjar divino en su caminar terreno. La Penitencia, como un segundo bautismo, perdona los pecados de los fieles y les fortalece ante las insidias del mundo, el pecado y el diablo. El Orden prepara administradores de los misterios divinos. El Matrimonio es el sacramento que constituye las iglesias domésticas, células vivas de la Iglesia. La Unción de los enfermos prepara a los hombres para su combate definitivo individual con la muerte, la agonía y el dolor. La Confirmación da fuerza divina para esa gran batalla de poner a Cristo como rey del mundo. Los siete son como siete heridas abiertas y salvadoras del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
¿Quién es el traidor?
Si damos un salto del inicio de la vida pública a la Pasión vemos que donde más intensamente se desvela la personalidad de Juan es en los últimos momentos. Así ocurre en la Ultima Cena.
Al finalizar el lavatorio de los pies, Jesús dijo: «No todos estáis limpios» . Después, visiblemente conmovido, reveló que uno de ellos sería traidor. La turbación interior de Jesús era patente, todos se entristecieron y se asustaron. Por un lado, ante la sospecha de quién puede ser, todos repasan la conducta de los demás, pero luego reflexionan sobre sí mismos y se sienten capaces de cualquier miseria, por eso van repitiendo uno a uno: «¿Acaso soy yo?» .
Judas tendría un sobresalto pensando que le iba a descubrir; pero se sobrepone y, con una malicia difícil de explicar, es capaz de disimular y actuar como los demás.
Los Once se sabían pobres hombres, aunque su conciencia no les reprochaba nada, pero estaban acostumbrados a oir la verdad de boca de Jesús, y Éste les decía que era posible y cercana la traición.
Jesús añade con tristeza: «El Hijo del hombre se va, como está escrito de él: pero ¡ay del hombre por quien el Hijo del hombre es entregado! Más le valiera no haber nacido» .
Pedro no se conforma con la declaración genérica de Jesús y quiere saber quién es el traidor. El amor al Maestro le lleva al inconformismo, aunque parece claro que Jesús no quiere decir quién es el sospechoso. El Señor no quiere violencia, y menos aún en la Cena Pascual en la que instituye la Eucaristía. La inquietud de Simón crece; entonces su mirada se cruza con Juan que estaba al lado del Señor en la mesa «recostado en el pecho de Jesús», le hace señas para que pregunte quién es, y Juan se atreve a dirigirle a Jesús la tremenda pregunta: «¿quién es?» .
La pregunta es grave. Las consecuencias pueden ser terribles. Conociendo como son los apóstoles es fácil pensar que si Jesús pronunciaba el nombre del traidor se alzasen contra él, y en el mejor de los casos lo expulsasen con violencia, si es que no lo herían o incluso lo mataban. Ninguna de estas posibilidades es impensable.
La discreción de Jesús es comprensible. No quiere que sus discípulos manchen sus manos de sangre, aunque se diesen variadas razones que justificasen una conducta defensiva, pero violenta. Además, ¿no se había de consumar el sacrificio como había sido profetizado?. Jesús calla hasta que Juan pregunta.
Jesús conoce a Juan y su valía, por eso le revela quien es el traidor. Sabe el Señor que Juan no va a actuar de una manera contraria a como Él quiere. Juan conoce lo que hay en el corazón del Señor, y algo ha reflexionado sobre el sacrificio del Cordero inmaculado. Pero encontrarse delante de una traición sangrienta es distinto a conocerlo de un modo teórico y lejano. El corazón de Jesús debió acelerarse cuando anunció la traición. Juan puede escuchar y sabe lo que significan esos latidos del Corazón de Jesús: amor divino y humano plenos, y dolor por la traición de un amigo íntimo.
Cuando Jesús, a través del gesto, confirma que el traidor es Judas, el dolor invade todo el ser de Juan. Su corazón también se acelera con el mismo sentir del Maestro, su mente se nubla. ¡Qué difícil es vivir la caridad! Hay que perdonar incluso a los enemigos, sí; pero la ira hierve en su interior. Ideas opuestas se cruzan en su pensamiento: horror, lástima, asco, venganza, y ese amor tan repetido por Jesús. ¿Podrá ser en él el amor más fuerte que la venganza y la ira? Y mira a Jesús, que observa al discípulo amado comprendiendo sus luchas. Y Juan comprende que debe callar con un silencio que es perdón. Calla Juan, vence el amor que Jesús ha sabido sembrar en aquella alma tan dócil.
Juan calla. Pedro le mira con desasosiego, e insiste para que repita la pregunta o diga si ya ha respondido Jesús. Era posible ver el cambio en el rostro de Juan: está demudado. Entonces, ¿por qué no habla? Pero Juan no dice nada. Acaba de recibir una de las lecciones más difíciles de su vida. Aceptar el sacrificio para salvar a los pecadores. Juan se hace depositario de una confianza difícil de soportar: conocer el traidor y aceptar el sacrificio.
El silencio de Juan revela la calidad de su vida interior. Ser contemplativo no es sólo ver a Dios, sino actuar como Dios quiere con Jesús por Modelo. En este caso la prudencia es el silencio.
El grado de humildad y de vida interior que eran necesarios para no hacer nada contrario a la voluntad de Dios fue extraordinario. Jesús sabe el nivel interior del discípulo amado y le abre su corazón consciente de que no le va a fallar. Y no le falla. Pero el dolor debió ser mucho mayor que saberse él mismo capaz de traicionar al Señor:se le pide saber quién era el traidor y no reaccionar con violencia.
La lógica de Dios es distinta de la humana pues tiene una sabiduría superior. Juan ha ido adquiriendo esa sabiduría, por eso cuando llega una prueba grande está a la altura de las circunstancia. Después será el único entre los apóstoles que permanece fiel al pie de la Cruz. Es la comprobación de que la humildad es más fuerte que la violencia. La fuerza de Juan para callar sólo puede salir de una identificación con el Maestro que le lleva a tener «los mismos sentimientos que Cristo tenía en su corazón» .
Juan y la Eucaristía
María comulgó muchas veces de manos del apóstol Juan. Ella había sido el sagrario más perfecto preparado por Dios para su Hijo al concebirlo en sus entrañas virginales: ahora volvía a ser de nuevo sagrario de Jesús sacramentado.
Muchos cristianos han repetido multitud de veces que querrían recibir a Jesús con la pureza, humildad y devoción con la que María Santísima recibió a Cristo. Podemos vislumbrar la vibración de nuestra Madre y la conversación íntima con su divino Hijo. El amor busca la unión y la presencia. En aquellos momentos se volvía a repetir lo que vivió en la Encarnación del Verbo y durante los nueve meses que lo tuvo en su interior, hasta que vio la luz de la tierra el que era Luz de Luz, Dios verdadero hecho carne para salvarnos.
Cada comunión sería un recuerdo de la Anunciación y el Nacimiento.
Cada comunión sería un anticipo del Cielo, como un desligarse de las ataduras de espacio y tiempo , para estar con Jesús resucitado, oculto pero presente en la especies eucarísticas consagradas por aquellos buenos amigos de su Hijo que eran los sacerdotes, hijos predilectos suyos también.
Algo de Ella estaba en esa presencia de Jesús pues fue la única criatura que intervino en la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que es el Verbo. Jesús había tomado de su Madre el cuerpo y la sangre.»En la raíz de la Eucaristía está, pues la vida virginal y materna de María, su desbordante experiencia de Dios, su camino de fe y de amor, que hizo, por obra del Espíritu Santo, de su carne un templo, de su corazón un altar: puesto que concibió no según la naturaleza, sino mediante la fe, con acto libre y consciente: en un acto de obediencia. Y su el Cuerpo lleva también consigo, como Pan fragante, el sabor y el perfume de la Virgen Madre» .
La comunión de María sería la más perfecta que se ha dado en esta tierra, y el modelo de toda comunión.
Juan la observa y también comulga a su divino Maestro. No es extraño que su Evangelio recoja amplias referencias a la Eucaristía. La Última Cena y el sermón eucarístico de Cafarnaúm ocupan dos momentos luminosos de la enseñanza del Maestro. Y María le descubre toda la riqueza de esa presencia de Jesús que es Vida en cada uno.
Juan preparó la Última Cena y pudo estar al lado de Jesús cuando instituyó el sacramento del amor, aunque él no nos dejó constancia escrita de los hechos.
La Pascua era uno de los momentos religiosos más importantes de la religión judía, «el día catorce de Nisán de cada año, celebra todo Israel la Pascua. Meditan sobre al liberación de la esclavitud mediante la sangre del cordero. Ésta es la pascua de la Antigua Alianza. Es el recuerdo del Paso por Egipto de la mano purificadora del Señor (…) la muerte del cordero quedó como el signo de la fuerza de Dios que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto» .
«Aquella noche -el primer día de la Pasión de Cristo- la Pacua de la Antigua Alianza se convirtió en sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo: Pascua de la Nueva y Eterna Alianza. Se convirtió en Eucaristía».
Los detalles fueron cuidados divinamente. La familias hebreas inmolaban el cordero la víspera de la pascua. El Sacrificio oficial se celebraba en el Templo el día de la Pascua -es decir cuando Jesús fue condenado a morir en la Cruz- y las familias guardaban en sus casas el pán ácimo para el día o días siguientes como hicieron los israelitas al salir al desierto escapando de la esclavitud hacia la libertad.
La institución de la Eucaristía fue así: «Mientras comían, tomó Jesús pan y, después de bendecir, lo partió y, al darlo a los discípulos, dijo: «Tomad, comed. Esto es mi cuerpo». Y tomando un cáliz y, habiendo dado gracias, lo dió a ellos, diciendo: «Bebed todos de él; porque esto es la sangre mía, de la alianza, la derramada por muchos, para remisión de los pecados»» .
La emoción de aquellos momentos fue extraordinaria. Los apóstoles recodarán con nitidez la promesa del Pan vivo en el sermón eucarístico después de la multiplicación de los panes. El Señor les proporcionó estos signos de su poder sobre el pan y sobre su propio Cuerpo para que les resultase posible creer algo tan extraordinario.
Jesús había dicho que Él era «el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed». Y, para que no se pudiese interpretar sus palabras en su sentido simbólico, añadió: «Yo soy el pan vivo que he bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Ante la perplejidad de los que le escuchaban remachó el realismo de su afirmación: «mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Luego explicará el porqué de este misterio de amor: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» .
La Eucaristía es misterio de amor porque permite la comunión de los hombres con Dios en alma y cuerpo, personalmente, uno a uno.
El amor busca la presencia del ser querido, y la mayor unión posible. Si no es posible la unión física, la memoria actúa y se recuerda al ser amado; pero no es lo mismo. Jesús quiere que esa unión sea la mayor posible, y, como es Amor Omnipotente, hace el milagro e instituye la Eucaristía.
Un hecho narrado también por Juan muestra la fuerza de la comunión. Había muerto Lazaro, amigo del Señor, y Jesús llega a Betania cuatro días después de su fallecimiento. Ya estaba enterrado. Marta le dice que ya hiede el cadáver. María llora ante Jesús y con ella lloran muchos que estaban consolándola. ¡Cómo no emocionarse ante un espectáculo así! De hecho, Jesús «se estremeció en su interior, se conmovió», pero cuando le llevaron ante el sepulcro, «Jesús comenzó a llorar», luego, «Jesús, conmoviéndose de nuevo» , oró en voz alta al Padre y obró el milagro de la resurrección de Lázaro. Se cumplía a la letra lo prometido en el sermón eucarístico: al estar presente el Señor da la vida. Cuando está físicamente presente se emociona, como nosotros, y llora.
Es grande la tentación de deshumanizar a Jesús. Nuestro Señor ama como Dios, pero ese amor infinito no anula el amor humano: con él siente como sentimos los hombres, llora con nuestras lágrimas, goza con nuestras alegría, cura nuestras enfermedades, enseña a amar al modo divino y reina en nuestras almas .
Jesús quiere unirse a cada hombre sin forzar su voluntad: «considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren: desearían estar siempre juntas, pero el deber -el que sea- les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.
«Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, per permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo, que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sinsentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso moment o. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad» .
Juan da la comunión a María y comulga él mismo consciente del misterio de amor y de vida que se realiza en cada comunión. Mira a
María con agradecimiento «porque es la verdadera Madre del Verbo que se hace carne y del Verbo que se hace pan. La palabra humana, al contacto con este supremo misterio, se enciende y articula en una expresión que tiene el sabor de la mesa familiar: ¡el Pan de la Madre!» .
Recojamos para acabar esta meditación un himno del rito melkita:
Oh campo que germina la espiga de la vida de la cual los fieles obtienen la vida eterna, ruega por nosotros, oh virgen perpetua, para ue nos la conceda.
Oh templo espiritual de Dios, tú eres la uva de la que se exprimió el vino que hace florecer los vírgenes, tú eres el altar del pan de la verdadera vida
Demos honor y culto a la virgen sin mancha, con cuya sangre el Espíritu Santo confeccionó para nosotros este pan celestial.
Y aclamemos con alegría diciendo: Salve, oh campo inmaculado, que produces para nosotros el pan de vida. Salve, vaso espiritual, que guardas para nosotros el maná divino. salve, oh altar místico, del que recibimos este santo alimento.
Oh campo bendito, que sin semilla produces para nosotros la espiga de la salvación, y por el cual nos ha sido dado el alimento vivificante, a fin de que lo comamos para la vida eterna.
Salve, oh santa vid, que sostienes la uva madura, de la cual se ha exprimido el vino de la salvación .
Juan es el apóstol que nos ha legado más detalles de la Eucaristía, ya que él es el discípulo más próximo a la humanidad de Jesús y a su santa Madre. Por eso es capaz de mostrar mejor la importancia de la presencia real de Cristo en el Pan y el Vino consagrados. Bien podemos pensar que la parte más importante realizada junto a María desde Pentecostés hasta la Asunción es darle a comer el Pan de Vida que es Jesús sacramentado.
Juan y María
La relación entre Juan y María Santísima fue muy especial. Jesús tenía unos treinta años al comenzar su vida pública, María rondaría los cuarenta y cinco, Juan debía tener entre dieciseis y diecinueve, no más. Por edad podía ser el hijo pequeño de una familia numerosa en la que el hermano mayor era Jesús. María podía mirarlo desde el principio como a un hijo pequeño.
María sabía que Jesús quería a Juan con amor de predilección. No podemos olvidar que Juan siguió al Señor antes de ver ningún milagro, y casi sin haber escuchado su palabra. La calidad de su fe manifiesta una espiritualidad de gran finura, no necesita de signos extraordinarios para darse cuenta de quién es Jesús. María intuye y ve todo esto, y quiere a Juan con un amor de predilección similar al de su divino Hijo. No le faltaría una sonrisa al ver a aquel muchacho entre atrevido y tímido -algo tan propio de su edad- con la mirada tan limpia.
Juan desde el principio ve a María con el respeto con que se mira a una madre, más aún si es la madre del Maestro. Algo sorprende a su mirada perspicaz el aspecto de María, pues en ella se manifiesta la mujer perfecta -inmaculada de alma y cuerpo- en la cual se reúne en armonía la condición de Madre y la de Virgen por amor. El escultor renacentista Miguel Angel quiso recoger esta realidad en la Pietá. No sabemos si realmente María era así; pero no nos resulta difícil imaginar la belleza, la dulzura, juvenil y madura al tiempo, en el rostro y el porte de la Virgen Madre.
Juan capta muy pronto el especial entendimiento entre Jesús y María. Es normal que los hijos y las madres tengan unas relaciones de especial intimidad y cariño; pero allí había más, y Juan lo ve.
Es el único evangelista que recoge el milagro de las bodas de Caná. Lo describe con tal detalle que hace al lector casi testigo del diálogo entre la Madre y el Hijo.
Lo silencios descritos por Juan en la conversación entre Jesús y María son muy signifiactivos pues en ellos se dicen muchas cosas no contenidas en las palabras. Quizá la mirada y el gesto acompañan, pero es lógico pensar en el altísimo entendimiento entre los dos después de treinta años de convivencia.
María dice con una leve sugerencia: «no tienen vino». Parece algo ordinario, pero en realidad le está pidiendo que comience sus signos mesiánicos con un milagro tan amable como alegrar a los novios y evitarles un disgusto. Jesús contesta con una aparente negativa: «Mujer, ¿qué nos va a ti y a mi?». Luego responde a la petición sobreentendida, como excusándose: «todavía no ha llegado mi hora». Juan puede contemplar asombrado la reacción de María dirigiéndose a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» . Y Jesús realiza el milagro como María había pedido y los «discípulos creyeron en él»; es decir, aumentaron su fe.
Este milagro produjo un dolor cierto en la vida de María, pues por un lado experimenta la alegría de ver realizarse la Salvación según los planes divinos, pero eso lleva consigo separarse de su Hijo. No es fácil darse cuenta de lo dolorosa que sería para ella la separación. A toda madre le cuesta separarse de sus hijos – carne de su carne- pues la fuerza natural de la maternidad es muy grande. Pero, en su caso, el dolor era mayor ya que la comunión entre ellos era la más plena que haya podido darse nunca entre dos personas en esta tierra. Ella es llena de gracia y carece del egoísmo, producto del pecado de origen; Él es perfecto Hombre y Perfecto Dios. Han rezado mucho juntos. Y han convivido treinta años, más de lo que suelen convivir los hijos con sus madres.
María llevará con elegancia la separación física de Jesús y se oculta en las horas de gloria de su Hijo, cuando todos le aclaman. Jesús subraya esta separación con palabras como las que dice cuando le buscan sus parientes junto con María y dice señalando a sus discípulos: «He aquí a mi madre y a mis parientes. El que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» .
Juan entiende que, si el vínculo de la sangre es muy fuerte, más fuertes aún son el de la gracia y la vocación. Y se siente gozosamente incluído en esa relación tan intensa con su Maestro. Pero también se da cuenta de que María no era rechazada, sino más bien ensalzada, pues nadie como Ella cumplía la Voluntad de Dios del modo más incondicional. Es natural que Juan se sintiese ya de la familia de María.
Pero la relación entre el discípulo amado y María Santísima adquiere un nivel máximo al pie de la Cruz. María pasa a un primer plano en aquellos momentos terribles. Jesús se queda sólo. Los que intentan ayudarle lo hacen mal. Parece una desbandada total, unida a una persecución fruto de un odio sin otra explicación que la tentación diábolica.
Algunas mujeres permanecen con Ella, su fe no es demasiado plena, pero no les asusta ni el dolor ni el desprecio, y permanecen al lado de la Madre.
Ver a Juan es un consuelo grande para María. Juntos siguen a la triste comitiva por el camino del Gólgota. Juan guía a María, aunque es él quien se apoya en la firmísima decisión de María para apoyar en lo que esté en su mano a Jesús en su Sacrificio. Acepta el dolor de ver morir a su Hijo en un Sacrificio cruento, pero no está dispuesta a dejar de darle el consuelo de su presencia. «En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina» .
María agradece a Juan su presencia en aquellos momentos y permanecen unidos en ese trance de dolor y de oración. La conversión de uno de los ladrones es un destello de consuelo para Jesús, también para María y Juan.
Entonces el Señor dirige su tercera palabra a los testigos silenciosos, María y Juan, que le observan con dolorosa atención. Jesús mira a la Madre a través del velo de sangre y dolor que le cubre el rostro, y dice entrecortadamente: «Mujer, he aquí a tu hijo» . No la llama Madre, como si fuese el grito de dolor de un hijo, sino que la llama: «Mujer». Es claro que Jesús piensa en la primera mujer a través de la cual entró el pecado y la muerte en el mundo. María será la mujer nueva portadora libre de la promesa divina de la victoria en la lucha terrible contra el mal. Jesús le encomienda la nueva misión -que de hecho ya ejercía- de extender su maternidad a todos los hombres representados por Juan.
En el momento oportuno, cuando Jesús realiza su máxima entrega, María está a la altura del Amor de su Hijo y también se entrega plenamente a la bondadosa voluntad de Dios sobre los hombres y por eso se le encarga la maternidad de todos los hombres: «Esta «nueva maternidad de María» engendrada por la fe, es fruto del «nuevo» amor que maduró en ella definitivamente al pie de la cruz, por medio de su participación en el amor redentor de su Hijo».
Jesús consolaba a las madres explicando cómo la que va a dar a luz sufre con los dolores de parto, pero cuando nace el hijo se alegra por haber engendrado un nuevo hijo para Dios . María no había sufrido esos dolores en el nacimiento virginal de Jesús, pero va a sufrir mucho más en la maternidad de aquellos hombres que su Hijo le entregaba lavados con su sangre redentora para una vida nueva.
Este es el gran legado que Cristo concede desde la Cruz a la humanidad. Es como una segunda Anunciación para María. Hace treinta y tres años un ángel la invitó a entrar en los planes salvadores de Dios. Ahora, no ya un ángel, sino su propio Hijo, le anuncia una tarea nueva: recibir como hijos de su alma a los causantes del asesinato de su primogénito.
Y Ella aceptó, ya desde el principio, todo lo que Dios quisiese. Su entrega era total desde el comienzo. De ahí que el olor a sangre del Calvario comience a tener un sabor a recién nacido. ¡Hay tanto dolor de madre y engendramiento en esta dramática tarde…! .
Entonces se escuchó la palabra dirigida por Jesús a Juan: «He aquí a tu madre» . Mira al único que ha sabido ser fiel porque ha entendido y creído en Él. Es su Hijo y se lo entrega a la Madre. Bien sabe el Señor los cuidados que necesita un recién nacido para madurar, y Juan era un primer fruto de la Cruz redentora.
Y en Juan estábamos todos los hombres:
alégrense todas las creaturas del cielo y de la tierra porque tienen madre
alégrense los hijos de nadie porque son hijos de alguien
por fin los desamparados tienen madre virgen
alégrense los niños de Dios leprosos porque su madre es como la nieve
por fin los pecadores empedernidos tienen madre en común con Dios
alégrense los pobres ángeles porque tienen reina
Adán y Eva ya tienen madre
hasta Judas tendría madre la más dulce si lo quisiera
alégrense todos los cristos del mundo que nace bajo la la cruz
porque su madre es la más hermosa de las mujeres .
Juan la tomó como suya , la acogió como madre, se dejó cuidar como hijo. La pena que Juan sentía se alivió algo sabiendo que podía cumplir un deseo del Maestro. «La tomó con él, no en su casa, porque no poseía nada propio, sino entre sus obligaciones que cuidaba con solicitud» .
Nosotros no podemos olvidar que Juan fue elegido porque estaba allí. Jesús no podía ni llamar a nadie, ni señalar a nadie: sólo mirar a quién tenía delante y mirando vió al que siempre estaba donde debía estar; le pidió un favor, algo que tiene mucha más fuerza que un mandato cuando hay amor por medio. Y amor había mucho. «¡Gracias, Señor por darme a tu Madre! ¡La cuidaré y seré para ella otro tú!» diría Juan sin palabras.
Madre le dice Juan
yo creía que era imposible quererte más
pero ahora que acabo de nacer
ahora que comencé a multiplicarme por tantos millones
ahora veo que nuestro amor empieza a perderse en el infinito
bajo la forma de la Iglesia católica que ya se pierde
en el infinito bajo la forma de la celeste Jerusalén. .
Juan convivió con María muchos años -no sabemos cuántos- hasta que Dios se la llevó en cuerpo y alma a los cielos. La impronta de esos años se dejó notar en el alma y los escritos del apóstol Evangelista.
María actúa como madre de aquel muchacho tan generoso. El discípulo vive como hijo con ella. Vale la pena intentar imaginar la relación entre ambos. Desde luego, el Evangelio de Juan transparenta la fe de María, pues junto a una declaración clarísima de la divinidad contiene muchos detalles pequeños, casi mínimos, fruto de la observación de un alma enamorada. ¿Cómo no pensar que es fruto de la mirada de una madre?.
María es la Mujer por excelencia ya que en ella la naturaleza humana no ha sido deformada por el pecado. También es la Madre por excelencia.
¿Qué es lo propio de la feminidad? «La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual. se une a la consciencia de que Dios le confía de una manera especial al hombre, es decir, el ser humano» (…) la «mujer perfecta»(cf. Prv 31,10) se convierte en soporte insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los otros, que perciben la energía de su espíritu» .
Ese amor especial se manifiesta de muchas maneras. Una de ellas es en la familia, otras en la virginidad, pero esté donde esté, una mujer debe ser femenina, presentando siempre su modo de ser peculiar. «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad…La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituíble, y no la incorpora a la propia vida» .
María es el modelo de mujer. Ya que las buenas cualidades naturales no están deformadas en Ella por egoísmos, envidias o sensualidades que deforman el hermoso espejo creado por Dios para transmitir de un modo peculiar el amor divino.
María es Madre. «Madre de Cristo, madre de los hombres» porque está unida al linaje de Adán con todos los hombres…; más aún es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por el hecho de haber cooperado con su amor al nacimiento de los fieles en la Iglesia» . ¿Qué es la maternidad? Una concreción del amor femenino. Una veces se da del modo natural dando a luz hijos, otras se manifiesta de una manera espiritual especialmente en la virginidad por amor a Dios. La característico es la ternura y la educación paciente. «La Virgen Santísima presentandose de modo eminente y singular como modelo tanto de virgen como de madre (…) engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre (…), a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos, es decir, los fieles, a la generación y educación de los cuales coopera con amor materno» .
Juan fue el primer beneficiado de la maternidad de María Santísima. ¿Cómo se realizó? Nace en la convivencia ordinaria. Rezar juntos, comentar cosas, comer, trabajar, descansar, confidencias oportunas. Los que conviven llegan a saber todo del otro sin casi proponérselo.
Juan se convierte en el hijo que sigue al Primogénito en una generación espiritual. La claridad de la mirada de María se va transmitiendo al nuevo hijo. Le cuenta las costumbres del hogar de Nazaret. Ambos reflexionan sobre los misterios vividos y dan gloria a Dios por su misericordia con los hombres.
María forma al nuevo hijo para que se parezca lo más posible al Hijo. Su tarea materna es hacer otro Cristo.
La consideración de la maternidad de María ha sido alimento de la vida espiritual de muchísimos cristianos como bellamente lo expresa el Beato Josemaría:
«Te aconsejo -para terminar- que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por tí, tan bien como tú, si tú no lo haces.
«Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo».
Escritor Inspirado
Uno de los hechos más notables en Juan es haber escrito uno de los cuatro Evangelios, el Apocalipsis y tres cartas. El Espíritu Santo lo consideró apto para inspirarle palabras divinas con estilos muy variados como es el biográfico, el profético y el epistolar.
Sabemos que el autor principal de los libros sagrados es el Espíritu Santo, pero también sabemos que el papel del escritor sagrado es importante. Cada uno de los Evangelios muestra un talante y una percepción diversos. Su misma variedad enriquece el mensaje revelado. Los Evangelios se pueden llamar la flor de la Sagrada Escritura. Y el evangelio de Juan se ha llamado «la flor de los evangelios» o el evangelio más espiritual. La finura y la penetración del Apóstol son debidas a las luces divinas, pero también podemos observar una colaboración humana espléndida.
No sería pequeña la influencia de María Santísima en la comprensión del misterio de Cristo por parte de Juan. Parece que la escritura del Evangelio se remonta al año 90: largo fue el tiempo de maduración para poner por escrito lo que percibió en el espíritu. La convivencia con la Inmaculada llena de gracia, y sus conversaciones con Ella también fueron fuente de enriquecimiento de lo oído y visto en Jesús.
El motivo del Cuarto Evangelio lo dice Juan expresamente: «han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» . A lo largo de sus narraciones queda clara su divinidad, pero también muchos detalles materiales. Veamos algunos. Juan recuerda la hora de su primer encuentro con el Maestro:»era alrededor de la hora décima» . También recuerda la hora de la visita de Nicodemo de noche y la del encuentro con la samaritana «alrededor de la hora sexta» .
Cuando condujeron a Jesús de Caifás ante Pilatos era «muy de mañana» .. El momento del desenfreno en el cual los judíos piden la crucifixión del Señor y Pilato accede, era «hacia la hora sexta» , y la salida de las mujeres para el sepulcro ocurrió «al amanecer» ; fue al atardecer cuando se apareció a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo . La segunda pesca milagrosa se dio al amanecer . Parecen recuerdos tan vivos que dan la impresión de haber sido grabados hasta el punto de situarnos ante hechos que tienen más fuerza por sí mismos que en sus comentarios.
Pueden parecer detalles simplemente horarios, pero no es así, pues los detalles materiales llegan a precisar el número de grandes vasijas del milagro de Caná donde se convierte el agua en vino: «seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos» . Las conversaciones con Nicodemo y la samaritana son largas y precisas. También lo son las de los pocos milagros que cuenta Juan: el paralítico de la piscina probática -con «cinco pórticos», no cuatro como suele ser habitual- (Ha comprobado la arqueología actual que efectivamente eran cinco)-. Juan cita los «cinco panes de cebada y dos peces» , ofrecidos por Andrés al Señor, y cuenta que «llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido». Recuerda que había oscurecido cuando se les apareció en el lago después del milagro de los panes. En el milagro del ciego de nacimiento señala que Jesús «hizo lodo con la saliva y aplicó lodo en sus ojos» . Lázaro llevaba «cuatro días» en el sepulcró y «ya hiede» dice su hermana Marta .. En la segunda pesca milagrosa son ciento cincuenta y tres los pescados y las redes no se rompían .
Pero donde más destaca la fina percepción de Juan es en la misma persona de Jesús. Parecería normal que si lo que está en su mente es defender y declarar la divinidad de Cristo callase muchos detalles demasiado humanos, pero no es así. Cita que «se sentó junto al pozo fatigado del camino» , no oculta su cansancio físico y moral, y cuando le llevan delante del sepulcro donde estaba enterrado su amigo Lazaro, la emoción es tal que «lloró Jesús» . Pero la corporalidad de Jesús es destacada hasta el punto de dar un detalle visual desgarrador: «uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua» .
Estos hechos materiales no oscurecen la sabiduría de Jesús, ni su poder al hacer milagros. Más bien son el contrapunto de la declaración central de Jesús: «Yo y el Padre somos uno» , completada con la respuesta a Felipe «yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» . El misterio de Jesús es precisamente que se trata de la segunda Persona de la Trinidad Beatísima encarnada en la humanidad engendrada en el tiempo por la Virgen María. Y Juan sabe expresarlo con la riqueza propias de quién ha sido testigo, de quién ha rezado mucho, ha recibido luces divinas y ha sido discípulo tanto de Jesús como de María.
Es precisamente a raíz del costado abierto del Señor cuando Juan apela a su condición de testigo tanto de la divinidad como de la humanidad de Jesucristo: «el que lo vio da testimonio y testimonio verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creais» .
Nosotros queremos ver al hombre que escribe, y nos parece advertir al discípulo que ama hasta el punto de ver con más profundidad que otros. Pero también vemos al hijo de María que sabe ver lo grande y más íntimo unido a lo pequeño y concreto como sólo una madre sabe captar. Quizá el resumen de su modo de escribir lo da el propio Juan cuando en su primera epístola dice que anuncia «lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palpado con nuestras manos referente al Verbo de vida» ; es decir el testimonio del espíritu y de los sentidos acerca del que es Dios y hombre verdadero.
La muerte del último apóstol
Murió anciano, siendo emperador Trajano hacia el año 104, setenta años después de la Ascensión del Señor a los cielos. Su sepultura en Efeso está atestiguada desde el siglo II y allí parece que residió los últimos años de su vida después de un exilio en la isla de Patmos, donde escribió el Apocalipsis con especial iluminación divina.
Es de destacar que no consta que muriese de martirio, aunque parece que lo padeció y no murió por intervención milagrosa de Dios. El Apóstol más agudo en el conocimiento de nuestro Señor y que más intimidad tuvo con la Madre de Dios debía dar testimonio con su muerte en la ancianidad. La vejez hace de la muerte una compañera de camino muy cercana, pues ha visto muchos fallecimientos, adquiriendo así esa sabiduría que sólo dan los años. Sin embargo, para Juan la muerte es especial, distinta a los demás ancianos porque había visto morir a Jesús, y vio subir al cielo con cuerpo y alma a la Madre del Señor.
Esas dos experiencias marcan el sentido de la muerte para el apóstol Juan de una manera decisiva, sin olvidar lo ya sabido por la revelación de Dios a Israel y la misma experiencia humana.
Juan sabía que el privilegio de la inmortalidad le fue negado al hombre después del pecado de Adán y Eva. No es la pena más grave después del pecado original, pero no es prudente despreciarla. La muerte se transformó de ser un dulce tránsito en un terrible castigo.
No sabemos cómo tendría Dios previsto el paso de los hombres a la vida eterna si no hubiese existido el pecado; lo más probable es pensar en un tiempo de prueba -oportunidad de amar- y una vez consolidado el libre amor, transformar los cuerpos y las almas en más gloriosos en un Paraíso celeste superior al terrenal, pues el cielo es vivir plenamente en Dios y confirmados en esa felicidad.
La experiencia de la edad influye en Juan para ver claramente la vanidad de las cosas. El cuerpo se debilita, envejece, se llena de achaques y limitaciones en todos los sentidos, hasta que se acaba la vida y el alma se separa del cuerpo. Al poco tiempo el cuerpo se descompone convirtiéndose en menos que polvo. Asusta contemplar como se descompone un cadáver. Se ha dicho que «lo que llamáis capa vegetal de la tierra no son sino miles de sudarios superpuestos de miles de generaciones».
¡Nadie escapa de la decandencia del cuerpo, ni de la muerte! ¡nadie!
En cuanto al alma ocurre algo peculiar. En algunos las facultades disminuyen de tal modo que su actividad intelectual, o simplemente humana, puede llegar a ser casi nula. Otros mejoran esa actividad, aunque el cuerpo envejezca, adquiriendo una madurez y una sabiduría admirables. Unos aprenden viviendo, otros no aprenden nada. Muchos casos habría visto Juan que le preparan para bien morir.
Unos mueren alegres, otros mueren rabiando. A muchos les sorprende la muerte como si no supiesen que también iba para ellos; otros la esperan gozosos como el que espera abrir la puerta de la dicha eterna. Algunos desesperados, otros con esperanza optimista. Unos con dolor, otros dulcemente. Hay a quien le sorprende la muerte de un modo repentino; en cambio a otros les avisa y casi deciden ellos cuándo les parece bien dar el último paso. Hay tantas muertes como hombres. Y Juan vería muchas.
La Sagrada Escritura recuerda algunas muertes tremendas como la de la perversa reina Jezabel comida por los perros , y quizá Juan mismo fue testigo de la horrible y repentina muerte del perverso Herodes comido de gusanos delante de todos . Sería particularmente doloroso para Juan recordar la muerte del traidor Judas que se suicidó .
La duración de la vida es insegura. Nadie sabe cuanto tiempo vivirá. Es más, la experiencia de la fluidez del tiempo y sin posibilidad de recuperar es un gran interrogante. Algunos aprovechan el tiempo como un tesoro: «El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio,por amor de Dios!» . Juan sabía bien que el sentido de la vida lo da la eternidad, no el número de años.
La muerte de Jesús es la luz fundamental para entender la muerte y aprender a morir. Juan había estado al pie de la Cruz viendo la lenta agonía de su querido Maestro. Pudo escuchar las siete palabras que dejan entrever la intensidad de la oración de Cristo y su inmenso dolor como un océano de lágrimas que ahoga el fuego del infierno.
Jesús sufrió todos los dolores que los hombres pueden pasar en el cuerpo y en el alma. Hambre, sueño, angustia, sudor de sangre, latigazos en todo el golpe, golpes innumerables, los clavos atravesando sus manos y sus pies, la asfixia de la respiración casi imposible, los calambres, las fiebres,sed lacerante, los calores y los sudores fríos. Y junto a ellos el dolor del alma al saber que, a pesar de todo, muchos no se salvarían permaneciendo obstinadamente en el pecado. Y lo más fuerte de todo era esa extraña separación del Padre que le hace tomar las palabras del salmo 21: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Tres horas de agonía anunciada con total conciencia del sufrimiento que iba a padecer, sin el lenitivo de la inconsciencia y sin ningún atenuante. ¿Cómo podía olvidar Juan aquellas horas tremendas?
El gran grito final resonaría en sus oídos con una fuerza extraordinaria: «Y Jesús, dando una gran voz, expiró», Juan lo expresa con más precisión pues escribe: «entregó el espíritu» . La potencia de la gran voz indica que Jesús tenía fuerza y entregó su vida cuando quiso, como ya había profetizado. Los soldados se sorprendieron de la muerte de Jesús, anterior a la de los otros dos crucificados, y los fenómenos del cielo y la tierra confirmaban lo extraño de aquella muerte misteriosa pues se hizo de noche y se produjo un terremoto que llenó de pavor a todos; las piedras se quebraron. Era un grito de libertad y de entrega. Aquella voz sólo se puede entender como la libertad de la entrega. Cristo llevó la libertad humana al extremo de la entrega amorosa al Padre y a los hombres.
La última palabra de Jesús confirma el sentido del gran grito. La cuenta Lucas: «Y Jesús, dando una gran voz, dijo: En tus manos encomiendo mi espíritu» . O como escribe Juan: «Consumatum est (está cumplido)» . El amor y la justicia se unen en el Sacrificio perfecto realizado por el Sacerdote perfecto, Jesucristo, que se entrega a la muerte por amor, anulando los sacrificios de la antigua ley en un sacrificio de valor infinito del Hombre-Dios.
Juan, mirando a Cristo muerto, sabe que la muerte ha sido vencida, pues ya no es una puerta al infierno, sino al cielo para los que quieren unirse a Cristo. Los dolores de la muerte son una oportunidad de unirse a Cristo Redentor. La posible agonía de su amado Jesús desparece por fin.
Cristo resucitado le completaría el sentido la muerte. Juan ha visto la gloria del cuerpo de Jesús. Las heridas de los clavos son ya condecoraciones, y todo el cuerpo del Señor habla de gloria. Las palabras de Cristo resucitado son un canto a la esperanza y la alegría. Las penas de la muerte estaban allí pero se convertían de castigo en salvación .
La Asunción de María en cuerpo a los cielos fue otro espaldarazo a la fe y la esperanza de Juan. No sabemos cuántos años vivió con la Madre de Dios, pero no es difícil suponer que estuvo con ella hasta el momento tan deseado y feliz de su tránsito al cielo con su divino Hijo. El cuerpo de María no conoció la corrupción como no la había experimentado su alma, y en el momento adecuado Dios la toma toda para sí y la glorifica como a Jesús. Le dió un tiempo para ayudar a aquellos hijos que obedecían a su Hijo, hasta que ya no fue tan necesaria su presencia en la tierra.
Estas luces sobre la muerte nos permiten conocer a un Juan que sabe morir. La muerte ya no era para él una enemiga que roba la vida, sus placeres, y los escasos éxitos conseguidos. Sino que la muerte es una puerta abierta hacia la comunión definitiva con el Amado que espera el alma purificada en un abrazo infinito. La muerte de Juan anciano enseña a morir como Dios quiera, cuando Dios quiera y del modo que estime más conveniente, pero con ansias vivas de eternidad.
Reproducido con permiso del Autor,
Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es