El primer cisma de la iglesia

El patriarca de Constantinopla desconoce la autoridad del Obispo de Roma, provocando una ruptura que duraría 35 años.

San Hilario

 

Hilario, archidiácono de Roma en tiempos de León I, había tenido una dura escuela. Jamás olvidaría lo que le costó representar al papa en el tristemente célebre «latrocinio de Éfeso». Cada vez que intentó hacer uso de la palabra, la cuadrilla de monjes y soldados pagados por Eutiques ahogaba la voz con un sonoro griterío, y los incidentes así provocados cobraron tan grave cariz que el legado del papa tuvo que recurrir a la huida precipitada para salvar su vida.

 

Elegido el 19 de noviembre del 461, Hilario poseía las cualidades precisas para suceder dignamente a León el Magno. No dejó pasar ocasión alguna para subrayar el primado de Roma, pero ejercitó siempre esta primacía con un tacto exquisito. Por ejemplo, en la Galia, consiguió apaciguar los enfrentamientos entre los metropolitas de Arlés, de Vienne y de Narbona; recordó a los obispos la obligación de residir en sus diócesis y de convocar cada año un sínodo provincial; en España armonizó las diferencias entre los obispos de Calahorra, Tarragona y Barcelona. Y aprovechó el sínodo de Roma para advertir a los obispos de toda la Iglesia que no les estaba permitido nombrar sucesor.

 

El terrible saqueo de Roma del 455 había causado daños a buen número de templos y conventos. Hilario ayudó a su restauración. Y añadió tres hermosas capillas al baptisterio de Letrán.

 

Murió Hilario el 26 de febrero del 468. Los siete años de su pontificado fueron bastante apacibles, aunque tuvo que emplearse con gran energía contra los arrianos, apoyados éstos por el general Ricimer, el mismo que proporcionaría horas dramáticas a su sucesor.

 

San Simplicio

 

El Imperio romano de Occidente agonizaba cuando Simplicio fue elegido papa el 3 de marzo del 468. El general Ricimer, un godo al servicio del emperador, era de hecho el verdadero amo de Italia. En el 456 había destruido la flota de los vándalos. Nombró y depuso sucesivamente a varios emperadores. Y acabó por marchar él mismo sobre Roma, que, una vez más, fue devastada. Rómulo Augústulo sería el último emperador de Occidente. En el 476 fue derrocado por el jefe de los hérulos, Odoacro, que suprimió de un plumazo el título de emperador y se proclamó rey de Italia. Era cristiano, pero adepto al arrianismo. Y se reservó el derecho de fiscalizar la administración de la Iglesia de Roma.

 

Fue en época tan turbulenta cuando Simplicio tuvo la misión de gobernar la Iglesia. Los obispos de Oriente no le facilitaron la tarea sino que volvieron a blandir el famoso canon 28 del concilio de Calcedonia que otorgaba al patriarca de Constantinopla la primacía sobre todo el Oriente y limitaba el primado de Roma al Occidente. Al mismo tiempo se reavivó el conflicto doctrinal con los monofisitas de Eutiques. Y para enrarecer más la situación surgió también el problema de la sucesión a la sede de Alejandría.

 

Cuando Simplicio murió, el 10 de de marzo del 483, la crisis entre Roma y Constantinopla estaba en su punto álgido.

 

San Félix III

 

Ser hijo de un sacerdote y bisabuelo de un papa, supone en verdad, una rara condición para un obispo de Roma. Tal es, sin embargo, el caso de Félix, un aristócrata romano, ya padre de familia cuando fue elegido para suceder a Simplicio el 13 de marzo del 483. Sería, efectivamente, bisabuelo de San Gregorio Magno.

 

El rey Odoacro influyó claramente en la elección de Félix (Félix III si se tiene en cuenta al antipapa Félix II), que le vino a la Iglesia de Roma como anillo al dedo, porque Félix era un hombre de gran personalidad y sería un obispo seguro de sí mismo, características ambas que Roma necesitaba como nunca.

 

Todavía no habían cesado las grandes ofensivas de los bárbaros sobre el Occidente. En las Galias, Clodoveo, que no era entonces más que un reyezuelo de quince años, atenazaba el último reducto del Imperio romano defendido aún por Sinagrio. Teodorico conquistaba Italia. Los vándalos ocuparon el norte de África y, convertidos al arrianismo, desencadenaron una violenta persecución contra los católicos.

 

En Oriente, el emperador Zenón el lsáurico intentó apaciguar el conflicto entre Roma y Constantinopla redactando un escrito -el Henotikon- tan impregnado de monofísismo que Félix se vio obligado, en el 484, a declarar anatema al verdadero autor del documento imperial: Acacio, el patriarca de Constantinopla. Replicó éste suprimiendo el nombre del obispo de Roma de las oraciones litúrgicas, lo que equivalía a excomulgarle como hereje. La ruptura entre Constantinopla y Roma quedó así consumada. El cisma iba a durar treinta y cinco años.

 

En medio de tales vicisitudes, Félix logró, a pesar de todo, que cesaran las persecuciones de los vándalos contra los católicos africanos. Y consiguió defenderse tan bien de las injerencias del emperador en los asuntos internos de la Iglesia de Occidente, que su sucesor, Gelasio, terminaría por independizarse totalmente. Félix murió en Roma el 1 de marzo de 492.

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