El prestigio del pontificado

El ansia de poder llevo a dos hombres a ocupar la silla de San Pedro por la fuerza, sin embargo, graves consecuencias sufrieron los usurpadores de la dignidad papal.

Juan XIV

 

En diciembre del 983 sucedió a Benedicto VII Pedro Canepanova, vicecanciller del emperador en Italia y obispo de Pavía, que, sin airearlo, se proponía continuar la política de su predecesor y abordar la reforma de la Iglesia.

 

Pero apenas elegido Juan XIV, el emperador, su protector, murió el 7 de diciembre del 983. Era el momento que esperaba Bonifacio VII desde hacía diez años. Se dio prisa en regresar de Constantinopla. A mediados de abril ya estaba en Roma y, con la complicidad de Crescencio II, envió a Juan XIV al castillo de Santángelo y nuevamente usurpó la dignidad pontificia.

 

Juan XIV murió de hambre el 20 de agosto del 984.

 

Bonifacio VII (segundo reinado, 984-985)

 

Franco, el ex cardenal-diácono asesino de dos papas, había logrado sentarse en la silla de Pedro. Y en ella se mantendría cerca de un año. Fue asesinado en julio del 985. Su cadáver desnudo y horriblemente mutilado fue arrastrado por las calles de Roma.

 

Juan XV

 

Quién hubiera nunca pensado que Crescencio, cómplice de Bonifacio VII en su primera usurpación del trono papal en la muerte de Benedicto VI, terminaría reconciliándose con Benedicto VII y con Otón II, que tomaría el hábito y que, convertido en un monje penitente, construiría el convento de San Alejo en el Aventino, donde moriría el 7 julio del 984.

Más he aquí que su hijo Juan Crescencio Nomentano siguió unos caminos muy distintos. Fue él quien facilitó el regreso de Bonifacio VII y dejó morir en la cárcel a Juan XIV. Había llegado a ser en Roma más poderoso aún que su padre, hasta el punto de usurpar el título de «Patricio de los romanos» que correspondía al emperador.

 

Éste fue el Crescencio II que hizo elegir a Juan XV, hijo de un sacerdote romano llamado León. Consagrado en agosto del 985, Juan XV, culto, partidario de la reforma cluniacense, consiguió -pese a que el prestigio del papado estaba por los suelos- imponer su autoridad en algunos conflictos: en el que estalló relativo al arzobispo de Reims y en el que enfrentaba a Ricardo de Normandía con Etelredo II de Inglaterra.

 

En la misma Roma, por el contrario, no logró sino ganarse el desprecio del clero por su codicia y por su descarado nepotismo. Al final, tuvo que hacer frente a Crescencio que, por su parte, saqueaba sin miramientos los bienes de la Iglesia. Como éste se mostraba amenazador, Juan XV se dio a la fuga, se refugió en Toscana y, desde allí, llamó a Otón III para que acudiera en su ayuda, atrayéndole con el señuelo de la corona imperial. (Otón II el padre del nuevo emperador había muerto en diciembre del 983. Su esposa, Teófano, asumió la regencia durante la minoría de edad de su hijo.) Como Crescencio no deseaba en absoluto ver a Otón en Roma, se reconcilió con el papa y le pidió que volviera.

Juan XV no regresó a la Urbe más que para morir, en marzo del 996. Había sido el primer papa que canonizara a una persona; en este caso, a san Ulrico de Augsburgo, en el año 993.

 

Gregorio V

 

Otón III, de camino hacia Roma, estaba en Rávena cuando murió Juan XV. Inmediatamente designó como nuevo papa al capellán de la corte, Bruno. Era hijo del duque Otón de Carintia y nieto de Otón el Grande. Desde el año 772 no había tenido Roma un papa extranjero; no obstante, aceptó sin objeción alguna a aquel alemán de veinticuatro años, cuya consagración tuvo lugar el 3 de mayo del 996. Una veintena de días más tarde, el nuevo pontífice -que había tomado el nombre de Gregorio V- coronaba emperador a Otón III, que tenía entonces dieciséis años.

 

El joven papa, muy culto, severo y seguro de sí mismo, consideró que tenía que mostrar su independencia frente a las facciones romanas y, sobre todo, frente a Crescencio II, al que el emperador acababa de anmistiar. Crescencio, por su parte, sólo esperaba a que se fuera Otón para demostrar quién era el verdadero amo de Roma.

 

Desde el otoño estuvo fomentando disturbios que terminaron por provocar la huida del papa. Luego, a comienzos del año 997, apoyado por Bizancio, nombró otro pontífice: el obispo de Piacenza, un griego llamado Juan Filagato. Antiguo capellán de la emperatriz Teófano, madre de Otón III, se hallaba en aquellos momentos en la corte de Bizancio como embajador del emperador.

 

Este antipapa, que se hizo llamar Juan XVI, incitó a las tropas griegas de Italia a que se amotinaran contra Otón. El emperador, decidido, se apresuró a regresar a Roma. Crescencio, el traidor, fue decapitado en lo más alto del castillo de Santángelo. Juan XVI logró escapar, pero fue capturado por las tropas alemanas de Otón, que, a espaldas del emperador, aplicaron al antipapa los métodos griegos: le saltaron los ojos, le tajaron las orejas y le cortaron la nariz.

 

En ese estado lo llevaron ante Gregorio V, que reunió un sínodo en el que despojaron al antipapa de sus atributos papales; seguidamente le exhibieron por las calles de la Urbe montado al revés sobre un asno. Finalmente lo encerraron en un convento donde todavía vivió quince años.

 

Reprimida así la rebelión, Gregorio pudo ya ocuparse de la Iglesia. En la cuestión del arzobispo de Reims, tomó partido por Arnulfo y suspendió a los prelados que se habían opuesto, aunque se mostró amable y condescendiente con Gerberto de Aurillac, futuro papa Silvestre II, comprometido también en el conflicto. Gerberto había sido elevado por el emperador a la dignidad de arzobispo de Rávena. El papa le regaló el pallium.

 

Embebido en la reforma de la Iglesia, se mostró insensible a las desgracias conyugales del rey de Francia, Roberto II el Piadoso, al que no dudó en excomulgar.

 

Gregorio V murió el 18 de febrero del 999. Se dijo que envenenado. Lo que le quitó la vida, en realidad, fue la malaria.

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