Viendo a los sacerdotes en su justa perspectiva.
«Yo no voy a la iglesia, porque conozco un tal cura que esto y aquello y lo de más allá…»
Un cura es, ante todo, un hombre de Dios, dotado del privilegio de hacer bajar al Señor hasta nosotros en cada consagración. Esta condición de “hombre de Dios” conlleva un enorme respeto por parte de los creyentes todos. Sin embargo, este respeto se ha desbordado en casi todos los tiempos y lugares hasta colocar a los curas en unas alturas fuera de la realidad social y del mundo en que nos movemos. Olvidar que el cura es un hombre, no un ángel, nos ha llevado y nos sigue llevando a situaciones perniciosas para la Iglesia, a veces, hasta ridículas vistas desde fuera.
Es cierto que el sacerdotes es un hombre de Dios; pero no es menos cierto que no deja de ser “un hombre” más con todas las virtudes, defectos y miserias inherentes a la condición humana. Si somos sinceros, hemos de convenir que están, moralmente hablando, varios puntos por cima de la generalidad de los hombre. Olvidar este hecho nos lleva a ser injustos en los dos extremos: una alabanza irreal o un rechazo desorbitado. O delante con el cirio o detrás con la tea.
La proporción de personas ineptas en su trabajo o inmorales en su conducta social es, poco más o menos, igual en todas las capas sociales: profesores, médicos, jueces, albañiles, curas, etc. Basta mirar a nuestro alrededor. Esas deficiencias están en el fondo de nuestra naturaleza humana. Se dan hoy, se dieron ayer y se seguirán dando siempre, más o menos acentuadas en unas épocas que en otras de acuerdo con las circunstancias históricas. Por eso, cuando suceden, hemos darle toda la importancia que tienen; pero no más. Sobre todo, no generalizar.
Algunos se alejan de la Iglesia porque no le gustan los curas; pero seguirán yendo al trabajo aunque no le guste el jefe, y a la escuela aunque los profesores no sean buenos, y a la guerra aunque no le gusten sus mandos. Los jefes buenos no existen. Hay que trabajar con los que tenemos y procurar ayudarles para hacerles mejores. ¿Acaso somos nosotros buenos y sin tachas en nuestra profesión? ¿Nos hacemos querer en nuestra familia, entre nuestros compañeros y amigos? Las ideas preconcebidas nos hacen a menudo ser ridículos.
De vez en cuando, surge a la luz la conducta reprensible de algún clérigo. TV extremeña – agosto del 93- da cuenta de uno de estos casos en un pueblecito de la provincia de Badajoz. Un paisano aparece en la pequeña pantalla diciendo: “Si lo llego a coger os quedáis sin cura en el pueblo”. Sucedió lo que a veces sucede con un guardia civil, un juez o cualquier otra persona: no actuó correctamente. Hasta hace muy poco ninguno podía ser llevado ante los tribunales, pues se daba por supuesto que son perfectos. Mentir es pecado, y eso es mentir. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. No tratamos de justificar nada; sino de dar a cada hecho la importancia que realmente tiene, no seguir autoengañándonos creyendo que curas, jueces o guardia civiles son extraterrestres. Sin pecados no han existido más que Jesús y María. Los demás, somos todos pecadores, incluyendo a Papas, algunos de los cuales han provocado con sus errores daños muy graves a la Iglesia. Estas cosas, ni pueden, ni deben ser ocultadas, ni se debe dar la callada por respuesta; creando este clima de falso respeto hacemos un flaco favor a la Iglesia, y nos estamos engañando a nosotros mismos, aparte de que nos convertimos en cómplices por omisión. ¿Qué hacer?
En primer lugar, previa comprobación correspondiente, reconocer la falta – no ocultarla nunca. A continuación ponerla en conocimiento del Obispo, y posterior a su comprobación definitiva, exigir la reparación correspondiente: separación de la parroquia, denuncia al juzgado si la falta lo requiere, separación del sacerdocio, etc. Los creyentes tenemos ciertas obligaciones para con nuestros sacerdotes: Ante todo, rezar por ellos continuamente; después, ayudarlos, animarlos, estimularlos y acompañarlos en su duro trabajo. Se encuentran demasiado solos como hombres. Cuando fallen, es nuestro deber, con toda delicadeza, pero con toda la energía precisa, exigirles, reprenderles, corregirles y ayudarles a salir del bache. Por supuesto, esto se hará siempre a solas para que no se resienta su prestigio ante los fieles. Si es preciso, poner el caso en manos del Obispo. Tapar caritativamente sus defectos, hasta donde sea posible, como haríamos con nuestros padres. Los fieles tenemos que ser exigentes, muy exigentes con nuestros sacerdotes, sin olvidar aplicarnos esa misma exigencia respecto a nuestras obligaciones como creyentes. Por supuesto, no exijamos a los hombres y mujeres de este mundo, lo que no pueden dar.
Una cosa es la caridad y el amor que debemos a nuestros pastores, y otra muy distinta lo que puede llegar a ser complicidad en hechos reprobables por una prudencia, que no es más que simple cobardía a enfrentarnos con tabúes que no tienen por que existir, y que están haciendo mucho daño a la Iglesia. La responsabilidad alcanza también a los Obispos y superiores de sacerdotes no aptos, que continúan años y años en parroquias en las que por su incapacidad no hacen más que alejar a sus feligreses de Dios, en vez de llevarlos a El.
A la hora de tomar decisiones, sigue existiendo demasiado “corporativismo”, y demasiada falta de coraje en la Iglesia, que intentamos justificar bajo capa de prudencia y caridad. Jesús también supo coger el látigo cuando hizo falta. Fustigó duramente a los fariseos. No olvidemos que el fariseísmo es un pecado típico de los hombres de Iglesia.
En definitiva, ante un escándalo, recordemos que curas y laicos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios,… pero de barro.
Por Alejo Fernández Pérez / España