Oración y Revelación

Mediante su revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía.

La oración cristiana a la luz de la revelación

 

4. La misma Biblia enseña cómo debe rezar el hombre que recibe la revelación bíblica. En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de oraciones, mantenida viva a lo largo de los siglos en la Iglesia de Jesucristo, que se ha convertido en la base de la oración oficial: el Libro de los Salmos o Salterio (2). Oraciones del tipo de los Salmos aparecen ya en textos más antiguos o resuenan en aquellos más recientes del Antiguo Testamento (3). Las oraciones del libro de los Salmos narran sobre todo las grandes obras de Dios con el pueblo elegido. Israel medita, contempla y hace de nuevo presente las maravillas de Dios, recordándolas a través de la oración.

 

En la revelación bíblica, Israel llega a reconocer y alabar a Dios presente en toda la creación y en el destino de cada hombre. Le invoca, por ejemplo, como auxiliador en el peligro y la enfermedad, en la persecución y en la tribulación. Por último, siempre a la luz de sus obras salvíficas, le alaba en su divino poder y bondad, en su justicia y misericordia, en su infinita majestad.

 

5. En el Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo —gracias a sus palabras, a sus obras, a su Pasión y Resurrección— la definitiva autorrevelación de Dios, la Palabra encarnada que revela las profundidades más intimas de su amor. El Espíritu Santo hace penetrar en estas profundidades de Dios: enviado en el corazón de los creyentes, «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 12). El Espíritu, según la promesa de Jesús a los discípulos, explicará todo lo que Cristo no podía decirles todavía. Pero el Espíritu «no hablará por su cuenta,… sino que me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 13 s.). Lo que Jesús llama aquí «suyo» es, como explica a continuación, también de Dios Padre, porque «todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 15).

 

Los autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, han hablado siempre de la revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu Santo. Los Evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de Jesucristo sobre la base de una comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de lo que los discípulos habían visto y oído; todo el evangelio de Juan está iluminado por la contemplación de Aquel que, desde el principio, es el Verbo de Dios hecho carne; Pablo, al que Jesús se apareció en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los fieles para que «podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad (del Misterio de Cristo) y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 18 s.). Para Pablo el «Misterio de Dios es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3) y —precisa el Apóstol—: «Os digo esto para que nadie os seduzca con discursos capciosos» (y. 4).

 

6. Existe, por tanto, una estrecha relación entre la revelación y la oración. La Constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su revelación, Dios invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» (4).

 

Esta revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten siempre, recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de continuo todo converge hacia Cristo, plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu Santo. Este hace al hombre capaz de recibir y contemplar las palabras y las obras de Dios, y de darle gracias y adorarle, en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado por la gracia.

 

Por este motivo la Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios, como fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a descubrir el sentido profundo de la Sagrada Escritura mediante la oración «para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras» (5).

 

7. De cuanto se ha recordado derivan de inmediato algunas consecuencias. Si la oración del cristiano debe inserirse en el movimiento trinitario de Dios, también su contenido esencial deberá necesariamente estar determinado por la doble dirección de ese movimiento: en el Espíritu Santo, el Hijo viene al mundo para reconciliarlo con Padre, a través de sus obras y de sus sufrimientos; por otro lado, el mismo movimiento y en el mismo Espíritu, el Hijo encarnado vuelve al Padre, cumpliendo su voluntad mediante la Pasión y la resurrección. El «Padre nuestro», la oración de Jesús, indica claramente la unidad de este movimiento: La voluntad del Padre debe realizarse en la tierra como en el cielo (las peticiones de pan, de perdón, de protección, explicitan las dimensiones fundamentales de la voluntad de Dios hacia nosotros) para que una nueva tierra viva y crezca en la Jerusalén celestial.

 

La oración de Jesús (6) ha sido entregada a la Iglesia («así debéis rezar vosotros», Mt 6, 9); por esto, la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de aquella «comunión de los santos» en la cual y con la cual se reza, tanto en forma pública y litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el espíritu auténtico de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su guía, que puede concretarse a veces en una dirección espiritual experimentada. El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien e la Iglesia (7).
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