I Lo vio cuando lo llevaban atado. Comprendió lo que aquello significaba, pues conocía muy bien a los enemigos del preso: constantes buscadores de pretextos para realizar sus caprichos, estudiosos de la ley que no les importaba atropellar, invocadores de principios que fácilmente olvidaban, cuidadosos de apariencias mientras fraguaban su crimen. Y no era la ley, sino la envidia, quien dictaba sus gestiones. Lo vio cuando lo llevaban atado y se le removieron las entrañas. Una angustia desconocida le subía a la garganta y parecía que le ahogaba. Sentía como si se hundiera el suelo bajo sus pies, como si las estrellas cayeran sobre él y le aplastaran, como si las cosas más queridas se le esfumasen. El tenía la culpa. De noche le había puesto en sus manos y sabía que era inocente. Los enemigos, en cambio, le dieron unas monedas de plata. Con ligereza había hecho la entrega, con ligereza había tomado el dinero en sus manos, con ligereza había rechazado las llamadas de su conciencia. El, antes de hacerlo, había pensado en su justificación y había construido su propio sistema de ideas que le autorizaba su traición. Pero, al verlo atado y conducido, sintió rompérsele el alma... Una desazón creciente movió sus pies hacia el escondrijo de los principales de la secta. II Llegó allí. Un suelo de piedra, unas altas columnas de piedra, unos muros de piedra, una estancia enorme y vacía. Las anchas y pulidas losas de aquel piso inmenso y plano achicaban su figura. Sus pisadas regaban ecos por aquellas naves silenciosas. Gritó. Los ecos tardaron en callarse. -¡Oídme!- volvió a gritar. -¡Oídme!, ¡oídme!, ¡oídme!- fue repitiendo el eco cada vez más bajo, cada vez más lejano. -¡He pecado vendiendo la sangre inocente! -se oyó su voz clara, arrepentida, con fuerza y decisión. El eco contestó con un ruido de voces que chocaban entre sí y se confundían, como si las piedras gritaran cada una su palabra, cada una su tono, todas a la vez. Esperó que se hiciera de nuevo el silencio. Anduvo unos pasos: se oyeron en la sala, secos, casi metálicos. La angustia aumentaba. Se detuvo en medio del espejo de las losas pulidas. Suelo de piedra. -¡Oídme! -volvió a gritar. -¡Oídme!, ¡oídme!, ¡oídme! ...-contestaron las piedras. -¡Quiero llamaros hipócritas aunque yo lo sea más! Las piedras respondieron con una confusión de gritos y burlas que armaban entre sí infernal algarabía. Esperó de nuevo el silencio. -¡He pecado vendiendo la sangre -a estas palabras, las piedras empezaron a gritar, y él, más fuerte, terminó- inocente! -¡Inocente!, ¡inocente!, ¡inocente!- contestó el eco. La angustia seguía subiendo. El quería deshacer el trato, enseguida, de prisa, sin pérdida de tiempo, pero no podía hablar siquiera. Las losas, el techo, los muros y las columnas se reían de él y tapaban su boca con sus manías y carcajadas. Sólo escuchaba sus propias voces repetidas por los ecos. -¡He pecado!- volvió a gritar. -¡He pecado! -respondieron las piedras- ¡he pecado!, ¡he pecado!, ¡he pecado! ... -¡He pecado vendiendo la sangre inocente! -repitió. -¡Inocente! -contestaron los ecos después de una baraúnda de voces en confusión- ¡inocente!, ¡inocente!, ¡inocente! ... Estas voces de las piedras se le adentraban en el alma como cuchillos, más y más, cuando estaba ya tan destrozada. En su locura, en la ceguera de su angustia, se empeñaba en gritar a las piedras. Insistía en volverse a las piedras, en hablar a las piedras, en abrir su dolor a las piedras. Y éstas le devolvían sus palabras en alucinante repetición. III Soledad terrible la soledad de la culpa. Entonces no hay que gritar a las piedras, hay que elevar la mirada. -¡He pecado! -gritó de nuevo. -¡He pecado! -se burló el eco-, ¡he pecado!, ¡he pecado!, ¡he pecado! ... Eran las piedras las que hablaban. Voces sin alma le respondían siempre. Si había hombres, se confundían con las piedras y, como piedras, le contestaban. Sólo oía sus propias palabras. Siempre le volvían a gritar lo que él gritaba. Hasta que en una ocasión llegaron a sus oídos palabras con sangre caliente, pero fue para decirle: -¡Allá tú! Las piedras, el piso de piedra, los muros de piedra, las columnas de piedra y los hombres de piedra le repitieron mil veces que estaba solo con su culpa. Volvió el silencio. Apretó más aún las monedas de plata que le quemaban las manos, hizo un gesto de rabia y tiró aquel puñado, que quedó desparramado en el suelo. Sonó la plata y la piedra. Y los ecos se apresuraron a repetir los timbres argentinos, que se multiplicaban, como un río de dinero, como si las inmensas naves, vueltas de plata, se derrumbaran y cayeran sobre él. Estos ruidos fueron más hirientes que ninguno, y atravesaron, como puntas aceradas, su cuerpo y su alma, ya tan maltrechos. Creyó morir. Cayó al suelo. Recuperó el sentido cuando se apagaron los ecos Aún no estaba muerto. Se incorporó. Jadeaba. Sus ojos desorbitados no veían más que columnas de piedra, y muros de piedra, y losas de piedra, y, en desorden, monedas de plata en el suelo -¡Allá tú!- le gritaron otra vez. -¡A nosotros ¿qué?! -repitieron los ecos- ¡A nosotros ¿ qué?! ... ¡A nosotros ¿qué?! ... ¡A nosotros ¿qué?!. Así, aturdido, salió de aquel lugar. Allí había ido a buscar consuelo. Los compañeros de antes le dejaron solo con su culpa. Los más interesados en el crimen rechazaron sus palabras. No se le ocurrió decir al cielo lo que dijo a las piedras. Por eso, en la calle, cuando huía sin rumbo aún escuchaba los ecos que le gritaban: - ¡Allá tú! ... - ¡A nosotros ¿qué?! ... - ¡Allá tú¡ ... - ¡A nosotros ¿qué?!... - ¡Allá tú! ...