I
Bill acaba de levantar el vuelo junto con su escuadrilla. Son cinco aviones reactores, los más modernos aparatos que han puesto en uso los EE. UU. Su base es un portaviones anclado en aguas del Vietnam. No importan más datos, pues lo que le ocurrió a Bill puede ocurrirle a cualquiera. Mejor dicho, nos está ocurriendo a todos, aunque no seamos del todo conscientes. Su objetivo, su objetivo inmediato, es el bombardeo de una estación ferroviaria del Vietnam del Norte.
Sabe que algunos compañeros no han vuelto de acciones bélicas semejantes. Por eso, desde que se levantó por la mañana, sentía esa ausencia de preocupaciones, que se manifiesta siempre ante un riesgo grave. Ahora, sin embargo, ya sobre su avión, rodeado de sus cuatro compañeros, garantizado por el palpable e imponente empuje de su aparato, comienza a escuchar dentro de sí una especie de música triunfal.
Allá abajo, desfila la jungla intrincada, como un mar verde para ellos completamente inofensivo. La velocidad de crucero es impresionante: dentro de pocos minutos estarán sobre el punto concreto de la geografía de la tierra que han de bombardear. La música de fondo de su sentir le va invadiendo de un extraño gozo. No piensa ya en la acción guerrera, ni en los posibles peligros que pueden acecharle. Está embargado por el impresionante poder del avión que conduce. Su repugnancia hacia esta guerra, pues no tiene ninguna posición ideológica respecto a ella, ha cedido el paso al nuevo ánimo.
Siempre fueron los aviones su mayor ilusión. Cuando era niño, en San Francisco, jugaba con otros niños californianos con avioncitos que ellos mismos construían. Por eso, no es de extrañar que, tan pronto como tuvo edad, ingresara en las fuerzas aéreas de su país. Por contraste, pasan ante su memoria los aviones de sus juegos, las torpezas con que volaban después de mil descalabros, las horas y horas gastadas en arreglar un avioncito, que se estropeaba de nuevo cuando intentaban ponerlo en el aire y entraba en barrena sin que hubiera modo de evitarlo. Aquellas horas de trabajo quedaban en un instante perdidas con el ala rota con que recogían su juguete, que cuidadosamente habrían de pegar de nuevo.
Más tarde tuvo un avión casi perfecto. Fue su último juguete. Su hermana Luisa se lo había regalado el día de su cumpleaños. Con potente motor de gasolina y dirigido por radio. También este avión terminó mal: la batería del automóvil de la familia suministraba energía para los mandos desde tierra, y un día, en pleno campo donde se reunían los aficionados al aeromodelismo, alguien apagó el contacto del automóvil, por creer que estaba funcionando su motor inútilmente. Bill sólo se dio cuenta de que su precioso avión entraba en picada y de que los mandos del vuelo en sus manos inexplicablemente no servían para nada…
II
Ahora era todo tan diferente…
Como un poderoso caballo del aire, obedecía su reactor a la más ligera insinuación que se le hacía. Realmente era un gozo inigualable pilotar uno de estos aviones. Miró a derecha e izquierda y vio a los otros reactores en perfecta formación. Todos sus compañeros tenían la vista fija hacia delante.
De sobra sabía Bill a la velocidad que volaban. En los campos de entrenamiento de Texas habían intentado inculcarle el sentido de la velocidad de mil modos diferentes. El lo sabía, aunque no lo notaba por la altura que les separaba de los puntos de referencia.
– Como un disparo de rifle, como un disparo de rifle, como un disparo de rifle -había oído decir al instructor muchas veces-. Voláis a la velocidad aproximada a la que viaja un proyectil disparado por un rifle de alto poder. Esa es la velocidad habitual de los aviones que vais a manejar.
Su memoria -es curioso el número tan grande de cosas que pueden pasar por la mente de una persona en tan pocos minutos- le traía también lo que se había hecho axioma en los labios de los instructores:
– Avión que se pierde en las nubes, avión que se pierde para siempre.
El avión se pierde en las nubes como consecuencia de la conciencia que tiene el piloto de su propia velocidad. Por eso, cuando en sí mismo o en el avión nota que algo anda mal, lo primero que hace es picar hacia arriba. De este modo tendrá más tiempo para rehacerse. Si picara hacia abajo, en un instante se desplomaría en el suelo con la fuerza de un proyectil. Muchas veces, sin embargo, después de picar hacia arriba, no se puede mejorar la situación, por lo que vienen a ocurrir que el avión que se pierde en las nubes, se pierde para siempre.
III
Una llamada por radio -llevaba el sistema de radio fijo al casco de cabeza- le avisa que se prepare para entrar en acción. Están acercándose ya al objetivo que vienen buscando. E, inmediatamente, comienza la operación. En el cielo y a diferentes alturas explotan las granadas de las baterías antiaéreas enemigas. El y sus compañeros no tienen tiempo de prestarles atención. Demasiadas cosas han de vigilar: el cuadro de mandos tiene más de doscientos controles; delante de cada piloto en su cabina está patente un complejísimo y apretado conjunto de círculos negros y agujas blancas, de lucecitas que se encienden y se apagan, que van comunicando constantemente datos vitales al hombre que vuela.
Bill ha descendido y se ha remontado varias veces sobre la estación ferroviaria. Ahora está de nuevo arriba volando en horizontal. De pronto, como un rayo, algo ha entrado en la cabina y ha herido al muchacho. Ha sido un trozo de metralla antiaérea que ha perforado su protección exterior y le ha herido en la sien; inmediatamente ha quedado inconsciente, pero entre la herida y la inconsciencia ha tenido tiempo para poner, con un acto reflejo, su avión en posición ascendente.
El avión de Bill comienza a remontarse en las nubes, llevando consigo un hombre inconsciente. Sus compañeros no advierten de momento la ausencia del aparato del campo de combate, absortos como están en su propia función. Pronto, el capitán de la escuadrilla nota la falta de uno de sus aviones y llama a formación.
Buscan en los horizontes al amigo y uno de ellos le descubre, ya lejano, hacia el norte:
– Veo un punto que se pierde en el horizonte, le sigo.
Mientras, los demás regresan a su base.
IV
Logra alcanzarle y comienza a llamarle por radio. El piloto herido, desmayado e inconsciente, despierta a la llamada. Al tomar conciencia de su situación, empieza a gritar desesperadamente solicitando ayuda -ayuda que parece imposible al amigo que está en comunicación:
– ¡Estoy ciego! ¡No me dejes sólo! ¡Estoy ciego! ¡Ayúdame! .
Al despertar por la llamada, quiso abrir los ojos y se dio cuenta de que no veía. Ahora su avión es un proyectil que viaja a una impresionante velocidad, llevando consigo un piloto ciego, radicalmente incapacitado para salvarse. Por eso, es tanto el pavor que le causa el riesgo de su situación, que, por momentos, pierde el control de sus nervios en ataques de angustia y desesperación.
Su vida se halla en un serio compromiso.
El amigo, a gritos también, después de un esfuerzo oral, logra hacer reaccionar al herido de sus constantes ataques nerviosos que le trastornan mentalmente. Consigue darle una calma relativa. Por otra parte, su proximidad y sus palabras de esperanza consuelan a quien se debate en tinieblas viajando más de prisa que el sonido.
Lo que dura esta conversación es lo que han tardado los aviones en colocarse a cientos de kilómetros más allá del lugar del combate, y en dirección opuesta a la base. Puede faltar incluso combustible. El amigo hace que empiece inmediatamente la maniobra y ordena al herido:
– Mueve la palanca hacia la derecha.
V
Bill, silencioso ya, hace lo que se le ordena. Toda su atención la aplica a escuchar al amigo y a realizar fielmente lo que se le indica.
Se ve a los dos aparatos virar en redondo.
– Mueve la palanca hacia la izquierda… un poco menos… así está bien -le dice el amigo.
A los oídos del ciego llegan las órdenes constantemente. Cuando, en la realización de la voluntad del amigo, comete un error, porque no llega o se pasa, recibe a la vez la corrección. Y entre las órdenes de vuelo, palabras de ánimo y consuelo.
El camino de regreso al portaviones es más tranquilo ya, aunque no carece de momentos súbitos de angustiosa inquietud. Mientras tanto, van pasando kilómetros y kilómetros.
– ¿Qué hubiese sido de mí, sin la ayuda de este amigo? -piensa Bill-. Estaría ahora volando inconsciente hacia un rumbo desconocido sin más tiempo de vida que lo que durara el combustible del reactor. Y aunque hubiera vuelto en mí, sin mis ojos, me encontraría totalmente incapacitado para salvarme. En el problema de la vida que hay más allá de la muerte, ¿no estamos todos los hombres en parecida situación? Mi vida está comprometida en esta aventura, ¿pero no es la vida misma un compromiso?
Ahora toda la atención se pone en el momento del aterrizaje. Desde arriba, el portaviones se ve como un puntito en el mar -estrecha puerta-, en el que ha de acertar el piloto ciego. Por radio le llegan las indicaciones oportunas. Es el amigo quien dirige el aterrizaje; a Bill sólo le queda cumplir fielmente sus indicaciones.
Así logran salvar al ciego. Gracias a que los dos aparatos eran gemelos, el amigo puede, desde el aire, dar las correcciones precisas. En el portaviones todo estaba preparado para recibir al herido, y Bill pudo escapar a ciegas del peligro que le amenazaba. Fue atendido inmediatamente, y…, más tarde, recobró la vista.
La aventura de Bill hizo pensar a muchos que encontrarse vivo es encontrarse en pleno vuelo.