– ¡Os veo a todos! ¡Veo la lámpara encendida sobre la mesa! ¡Veo vuestras ropas con distintos colores! ¡Veo! ¡Oh, Dios mío, veo, veo! ¡Veo vuestros ojos abiertos! ¡Veo! Jamás había sentido lo que ahora siento.
Don Braulio había sido siempre ciego. Las gentes del pueblo decían que se había quedado ciego a consecuencia de un susto que tuvo su madre cuando lo amamantaba. Eso era lo que decía la gente. La ciencia nunca dijo nada. Y don Braulio fue siempre absolutamente ciego. Como ya era de edad, había logrado valerse bastante bien con los otros sentidos y conocía a sus hijos desde lejos por el olfato, por el ritmo de sus pasos, por su voz. Desde niños, sus manos habían palpado sus rostros y había asistido de este modo a sus crecimientos.
– ¡Papá ve! -dijo Luisa, la más sensible de sus hijas, a la vez que miraba entusiasmada a sus hermanos- ¡Aniano, Martín, Tomás, Lola, Pepa! ¡Es verdad lo que dice! ¡No es broma! ¡Padre, coge tú solo la jarra del agua; hazlo, que no acaban de creer!
Don Braulio conocía por el tacto la forma de la jarra. La había palpado miles de veces en sus sueños ciegos. Alargó la mano decidido, la tomó y la levantó en el aire con gesto triunfal.
Una explosión de gritos de alegría acompañó al hecho.
Este bastó para que todos salieran del pasmo que las primeras palabras del ciego les había producido. Cada uno manifestaba su gozo de modo distinto. La jarra en el aire rompió la serena paz de aquel lugar, tan querido y respetado en el pueblo, con una ruidosa alegría. Todos se abalanzaron hacia don Braulio: unos le besaban, otros le abrazaban, todos reían. Comenzaba una nueva felicidad.
Los gritos de gozo atrajeron a los primeros vecinos. El que había sido ciego estaba atónito, sin saber hacer otra cosa que mirar y mirar el nuevo mundo que acababa de abrirse a sus ojos. Cada persona, cada cosa, cada contraste, le absorbía la atención. Eran personas y cosas queridas, familiares, las mismas que habían sido compañeras de toda su vida, que ahora se le presentaban con una luz nueva. Sus ojos muy abiertos, como con hambre de ver, miraban y miraban, absortos, fijos en una persona, después en otra.
Poco a poco comenzó a mover los ojos en sus órbitas cada vez más deprisa. Después, la cabeza se volvía de un lado para otro. Quería ver todo: al principio, cada cosa hasta el fondo; más tarde, todas las cosas; deprisa, ansioso de conocer este mundo, que le había rodeado siempre, en un festín de luces, en una insaciable sed de formas. Las lágrimas le fueron nublando la vista; una congoja de gratitud y de alegría le subía del pecho, le ahogaba, hasta que prorrumpió en sollozos.
– Don Braulio llora de alegría -dijo uno de los vecinos.
Eran lágrimas que salían de unos ojos sanos, recién estrenados. Había comenzado a ver de pronto, como cuando se ilumina una habitación al abrirse una ventana en pleno día de sol.
También las lágrimas fueron contagiosas. Lloraban de alegría. Aniano, el hijo mayor de la familia, dio un grito de satisfacción, respiró hondo y salió hacia la puerta para recibir a los nuevos vecinos que llegaban. La madre lloraba en silencio mientras tenía entre las suyas una mano de su marido. Luisa, Lola y Pepa se apresuraban a quitar la mesa, pues habían dado la cena interrumpida por terminada, y besaban a su padre cada vez que, en su ir y venir a la cocina, pasaban cerca de donde don Braulio y su mujer estaban.
Los grupos nuevos de amigos que acudían aumentaban la alegría de la casa con nuevas exclamaciones de gozo y de sorpresa. Y cuando parecía que la alegría no podía ser mayor entre aquellas buenas gentes, aún otras exclamaciones de recién llegados, otros gritos y otros saltos de gozo la aumentaban.
Don Braulio era el centro de todo.
Por las calles del pueblecillo se había corrido la noticia. Antes de que los chiquillos llegaran corriendo a las casas de sus parientes e intentaran comunicar el mensaje, ya éstos lo sabían y se daban prisa en recoger sus cosas para ir a ver a don Braulio.
– ¿Cómo ha sido? -preguntaron al llegar.
– ¿Pero, será posible? -decían otros.
– A mí no me extraña nada -declaró el alcalde-; siempre, desde que éramos niños, he mirado con sorpresa y curiosidad los ojos de Braulio. Nunca entendí por qué no veía. Sus ojos han sido siempre como los míos, como los nuestros, con el mismo brillo, y pestañeaban del mismo modo; sólo se diferenciaban por su mirada perdida y fija. Tuve desde niño el presentimiento de que esto podría ocurrir en cualquier instante.
– Yo nunca lo esperé, Matías -dijo don Braulio-. Me había acostumbrado a mi ceguera e ignoraba, y no esperaba, este mundo de luces del que siempre os he oído hablar.
La mujer de don Braulio le secaba con ternura las lágrimas de sus ojos, valiéndose de un pañuelo limpio que Luisa había puesto en las manos de su madre.
– ¡Qué lástima! -dijo el alcalde, después de sacar del chaleco un grueso reloj sujeto con una visible cadena-, ya son las once de la noche. Si esto te hubiera ocurrido antes, podrías haber visto la puesta del sol con sus colores, que para nosotros es cosa de todos los días, pero que, para ti, hubiese sido un espectáculo único.
– ¿Te parece poco haber visto a mi mujer y a mis hijos?
– No, hombre; pero yo quiero que, además, veas otras muchas cosas.
– Mañana verá el amanecer -adelantó Luisa.
– ¿El amanecer? -preguntó don Braulio, que del amanecer solamente tenía la experiencia del frescor de las primeras horas de la mañana.
– Sí, padre, el amanecer, que es más bonito aún que el crepúsculo de la tarde.
– ¿Y cuándo se ve?
– Cuando se va la noche.
– Y la noche, ¿cómo se ve?
– Ven -dijo Luisa a la vez que tomaba el brazo de su padre-, vamos al patio y verás el cielo estrellado.
Con el padre y la hija, salieron todos.
– Mira hacia arriba -continuó Luisa-, eso negro es el cielo de noche, y esos puntos luminosos son las estrellas.
Don Braulio se puso a mirar al cielo. Todos los demás hicieron lo mismo. Formaban un oscuro grupo de siluetas con los ojos en las estrellas, como si fuera la primera vez que las veían.
– Esa negrura va a desaparecer con la aurora -siguió Luisa.
– Y entonces no se verán las estrella -era la voz del alcalde.
– Pero ese negro se volverá azul luminoso -se oyó la voz de Aniano-. Y veremos el sol…
– ¿El sol? Hará falta esperar que pase la noche -dijo don Braulio.
– ¿Por qué no vamos al campo y esperamos allí el amanecer? ¿Quieres, padre? -se oyó otra vez la voz de Aniano.
– Sí, hijo, quiero -contestó don Braulio sin dejar de mirar, como los demás, al cielo.
– ¿Dónde podríamos ir? -preguntó uno de los vecinos.
– A la Casa de los Pinos -dispuso el alcalde.
– Pues vamos todos -dijeron a coro.
Salieron de la casa de don Braulio. El pueblecito estaba escasamente iluminado. El que había sido ciego pudo ver las encaladas tapias y los guijarros sueltos en las calles y las rejas de las ventanas… La comitiva estuvo pronto fuera de Botorrita, en pleno campo. Sombras de límites imprecisos aparecieron a los ojos de don Braulio. Descendieron hacia el puente sobre el Huerva, por la carretera que enlaza Jaulín con la que va de Zaragoza a Valencia.
– Eso es la luna, padre, que se está metiendo -indicó Luisa, e hizo que todos levantaran la mirada para observar la luna que tenían enfrente.
Al llegar a la Casa de los Pinos, que está al otro lado de la carretera general, sobre un montículo cubierto de árboles a los que debe su nombre, se sentaron sobre la explanada de la casa, vueltos hacia su pueblo, que se dejaba advertir por algunas luces sueltas. Don Braulio, sin embargo, miraba una y otra vez hacia atrás, hacia el lugar por donde la luna había desaparecido. Después, como todos, clavó los ojos en el horizonte que tenían delante, por donde esperaban que amaneciera. La noche estaba serena. Sin la luna, las sombras se hicieron más intensas, como fantasmas desplegados por el campo. De vez en cuando, algún coche rompía la serenidad de las sombras con sus faros, que llamaban fuertemente la atención al que había sido ciego; pasaban deprisa y pronto se reintegraba el impresionante dominio de la naturaleza.
Hijos y amigos se quitaban las palabras de la boca para anunciar las alegres maravillas del día. Cada vez que uno hablaba, lo hacía para prometer un nuevo gozo a los ojos; pero al hacerlo nadie apartaba la vista del lugar por donde vendría la aurora, que era un cielo negro, en donde, de tarde en tarde, se ofrecían nuevas estrellas. Sus cuerpos y almas estaban tensos. Don Braulio escuchaba, estaba expectante y callaba.
La atención aumentaba con las horas de la noche. Hasta sus oídos llegaban las campanadas del reloj de la torre, oculta entre las sombras de la noche. Deseaban que llegara pronto el día, pero no estaba en sus manos adelantar su venida. Sentían que lo mejor era estar juntos mientras se iba la noche, unidos en una común esperanza, avisarse y alegrarse unos a otros con las promesas del día:
– Veremos los trigos, que están madurando.
– Y las cebadas, ya secas y a punto de la siega…
– Y, antes, la aurora, como una explosión silenciosa de luces y colores…
– Veremos encenderse el cielo con los primeros rayos de sol …
– Y el azul purísimo de la mañana…
– Y los juegos de colores de los campos …
– Y el rojo de las amapolas…
– Y los distintos tonos verdes de la vega …
La noche pasaba sin dejar de envolverlos en su oscuridad. No cesaron de añadir nuevas cosas que verían cuando amaneciera. Sólo una vez se oyó la voz de la mujer del que había sido ciego, cuando cesó el murmullo que hacían los comentarios los demás y se dejó sentir el silencio. Dijo:
– Veremos todo, Braulio; veremos todo cuando venga día.
– ¡Oye!, ¡creo que veo!
– ¿Cómo dices? -preguntó su mujer.
– ¡Que veo!
Todos los que estaban cenando con don Braulio le miraron sorprendidos. Todos se quedaron con la boca abierta, pasmados, con un gesto de admiración en sus ojos y en sus manos, cuando le oyeron repetir que veía, sin atreverse a dar crédito a sus palabras.
Era el comienzo del verano.