Juan 19, 1-7.16-19.25-30
Autor: Pablo Cardona
«Entonces Pilato tomó a Jesús y mandó que lo azotaran. Y los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto de púrpura. Y se acercaban a él y le decían: Salve, Rey de los judíos. Y le daban bofetadas. Pilato salió de nuevo fuera y les dijo: He aquí que os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él culpa alguna. Jesús, pues, salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: He aquí el hombre. Cuando le vieron los pontífices y los servidores, gritaron:
¡Crucifícalo, crucifícalo! Pilato les respondió: Tomadlo vosotros y crucificadlo pues yo no encuentro culpa en él Los judíos contestaron: Nosotros tenemos una Ley, y según la Ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios. (…)
Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron, pues, a Jesús; y él, con la cruz a cuestas, salió hacia el lugar llamado de la Calavera, en hebreo Gólgota, donde le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y en el centro Jesús. Pilato escribió el título y lo puso sobre la cruz. Estaba escrito: Jesús Nazareno, el Rey de los judíos. (…)
Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed. Había allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo: Todo está consumado. E inclinando la cabeza entregó el espíritu.» (Juan 19, 1-7.16-19.25-30)
1º. Jesús, he llegado al Calvario acompañando a tu Madre.
No puedo decir nada.
Estás allí, clavado en la cruz, con la cara rota y el cuerpo destrozado y sangrante.
Apenas puedes respirar, mientras te apoyas en tus manos atravesadas para tomar aliento.
La boca abierta.
La mirada triste, agonizante.
¡Jesús!, ¿que han hecho contigo?
Me miras… y toda mi vida me parece un sinsentido.
«Tengo sed…»
«Todo está consumado.»
«Acabamos de revivir el drama del Calvario, lo que me atrevería a llamar la Misa primera y primordial, celebrada por Jesucristo. Dios Padre entrega a su Hijo a la muerte. Jesús, el Hijo Unigénito, se abraza al madero, en el que le habían de ajusticiar y su sacrificio es aceptado por el Padre: como fruto de la Cruz, se derrama sobre la Humanidad el Espíritu Santo.
La Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, «para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo», para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre.
2º. Ahora, situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos» (Es Cristo que pasa.-96).
Anochece.
El pequeño grupo no quiere abandonar a María, que llora en silencio.
Mientras, la gente se marcha «golpeándose el pecho» (Lucas 23,48).
Yo, envuelto también entre silencio y sollozos, te prometo ser fiel.