Juan 10, 36-42
Autor: Pablo Cardona
«¿A quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre. Intentaban entonces prenderlo otra vez, pero se escapó de sus manos. Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y allí se quedó. Y muchos acudieron a él y decían: Juan no hizo ningún milagro, pero todo lo que dijo Juan acerca de él era verdad. Y muchos allí creyeron en él.» (Juan 10, 36-42)
1º. Jesús, a pocos días de tu muerte ya hay una confrontación clara entre Ti, que dices que eres el Mesías «Hijo de Dios,» y los jefes de los judíos, que han decidido matarte.
Te defiendes: «Creed en las obras, aunque no me creáis a mí.»
Pero no aceptan ninguna prueba, y tienes que escapar hasta que llegue la Pascua de los judíos y sea la hora de nuestra salvación.
¿Cómo debías sentirte ante estos acontecimientos?
Por un lado, la angustia del dolor que se avecinaba; por otro, la necesidad de cumplir la misión para la que habías venido al mundo.
«Ahora mi alma está turbada; y ¿qué diré?: ¿Padre, líbrame de esta hora?, si para eso vine a esta hora» (Juan 12, 27).
Jesús, estoy acostumbrado a verte sufrir en la cruz y no me doy cuenta de lo que sufriste también en los días anteriores.
Pero lo que más te debía doler era la incomprensión de aquellos hombres: les habías demostrado con obras que eras el Hijo de Dios, y te iban a pagar con la cruz.
«¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina cobija a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste» (Mateo 23,37).
Jesús, quiero acompañarte estos días teniendo tus mismos sentimientos.
«Aquellos del Apóstol: “tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo”, exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio. (…) Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a si mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y confesando cada uno sus propios pecados » (Pío XII).
2º. «Si unimos nuestras pequeñeces -las insignificantes y las grandes contradicciones- a los grandes sufrimientos del Señor Víctima -¡la única Víctima es El!-, aumentará su valor se harán un tesoro y, entonces, tomaremos a gusto, con garbo, la Cruz de Cristo. -Y no habrá así pena que no se venza con rapidez; y no habrá nada ni nadie que nos quite la paz y la alegría» (Forja.-785).
Jesús, que cuando sufra por algún motivo, físico o moral, me acuerde de lo mucho que has sufrido por mí, y me dé cuenta de que también así, sufriendo, me estoy pareciendo y uniendo a Ti.
Son esas caricias de Dios, que me trata como a su Hijo, y que me permite aportar mi pequeño grano de arena a la Redención.
Cada día puedo ofrecer esas contradicciones en la Misa, junto al Pan y el Vino, de manera que se unan al sacrificio de la Cruz.
De este modo, esos sufrimientos adquirirán un valor infinito y redentor, aumentará su valor se harán un tesoro.
«Juan no hizo ningún milagro, pero todo lo que dijo Juan acerca de él era verdad.»
Jesús, aunque no haga milagros, siempre puedo, como Juan, hablar de Ti a los que me rodean: con mi ejemplo, con el modo de afrontar las contradicciones grandes o pequeñas que todo el mundo padece.
Al ofrecer esos sufrimientos, uniéndolos a los tuyos en el santo sacrificio de la Misa, no habrá pena que no venza con rapidez; y no habrá nada ni nadie que me quite la paz y la alegría. Y el resultado de una vida vivida con esa fe y esa esperanza será portentoso, como el fruto del apostolado de Juan: «muchos allí creyeron en él»