Lucas 15, 1-3.11-32
Autor: Pablo Cardona
«Dijo también: Un hombre tenía dos hijos; el más joven de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de hacienda que me corresponde. Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, reuniéndolo todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron a celebrarlo.» (Lucas 15, 1-3.11-32)
1º. Jesús, hoy me explicas, a través de la parábola del hijo pródigo, tu visión del pecado y de la conversión: la visión de Dios.
A veces, a la hora de la tentación, sólo lucho entre dos efectos del pecado: lo apetecible del mismo y las consecuencias de perder la gracia.
No me doy cuenta del efecto más importante: la ofensa a Dios, cómo afecta a Dios mi pecado.
«El pecado es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí» (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones» (C. I. C.-1850).
Jesús, Tú mismo -que eres Dios-, me dices cómo te afecta el pecado: como a un padre bueno que quiere a su hijo, cuando éste le abandona.
Más que el dinero desperdiciado, lo que duele en esta parábola es que el hijo se prefiera egoístamente a sí mismo y abandone a su padre, que tanto ha hecho por él.
Jesús, que ante la tentación no piense sólo en mí: en lo que gano y en lo que pierdo.
Que piense, sobretodo, en lo que te alegras Tú si venzo, o en lo que sufres si te abandono.
2º. «Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos» (Es Cristo que pasa.- 64).
Jesús, a la hora de pedir perdón a veces tampoco me doy cuenta de cómo me estás esperando.
«Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció.»
Tú estás esperándome con impaciencia…, y yo no tengo prisa en venir.
Pasan días de espera que no pasarían si me diera cuenta de cómo me quieres y cuánto deseas mi pronta conversión.
«Hace falta sólo que abramos el corazón».
Tú has querido, Jesús, que esa vuelta a la casa del Padre la podamos realizar a través del Sacramento de la Confesión.
Que no la retrase innecesariamente cuando veo que me hace falta; que no permanezca alejado cuando Tú me quieres en casa, en gracia, y me esperas como un Padre a su hijo.
María, aunque en la parábola no aparece la madre del hijo pródigo, me imagino perfectamente su reacción ante la marcha del hijo y ante su regreso a casa.
Cómo te hará sufrir, por mí, el pecado, y cómo te alegrará la confesión.
Ayúdame a evitar el pecado, y a acudir prontamente -sin vergüenzas, sin pereza- al remedio de la confesión.