Marcos 6, 1-6
Autor: Pablo Cardona
«Partió de allí y se fíe a su cuidad, y le seguían sus discípulos. Llegado el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y muchos de los oyentes, admirados, decían: ¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros? Y se escandalizaban de él. Y les decía Jesús: No hay profeta menospreciado sino en su propia patria, entre sus parientes y en su casa. Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por causa de la incredulidad de ellos.» (Marcos 6, 1-6)
1º. «¿No es éste el artesano?»
Jesús, en tu ciudad eres bien conocido: eres el artesano.
En este oficio, que era el que te enseñó San José, te pasaste la mayor parte de tu vida: unos treinta años de vida corriente.
«Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazaret permanecían estupefactos y decían: ¿De dónde le vienen a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?…¿No es acaso el carpintero? (…) Esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret» (Juan Pablo II).
Jesús, tengo que aprender de Ti a vivir el evangelio del trabajo; por eso necesito verte en el taller de Nazaret, trabajando duramente, sudando para acabar un encargo: una puerta, una mesa, etc.
Tú no dejarías un trabajo a mitad, o lo acabarías «deprisa y corriendo», o harías una chapuza para salir del paso.
Te imagino excediéndote en esos trabajos para acabarlos con perfección, esmerándote en los detalles para servir mejor a tus conciudadanos.
¡Cuántos pequeños servicios tuyos pasarían inadvertidos!
Eres Dios… sirviendo.
«El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mateo 20,28).
Ahora, Jesús, desde tu presencia escondida en el Sagrario, me pides que te sustituya: que, a través de mi trabajo de cada día, aprenda a servir a los demás.
2º. «Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad» (Es Cristo que pasa.-47).
Jesús, Tú has hecho del trabajo una realidad santificante y santificadora, un medio para que mejore como persona y pueda ayudar a los demás a que mejoren.
Ayúdame a entender con mayor profundidad su importancia: mis relaciones sociales, mis recursos económicos (y de los que dependan de mí) y hasta mi manera de ver la realidad, dependen del trabajo.
Mi vida y, por tanto, también mi santidad, gira en torno al trabajo.
Pero el trabajo es un medio, no un fin.
Un medio para servir a los demás y para servirte a Ti, Jesús.
Si lo convierto en un fin, o en un medio para dominar o para demostrar, entonces ese trabajo no es obra de Dios, sino obra diabólica, porque me hace menos persona.
En cambio, cuando se hace con amor y por amor, el trabajo se convierte en testimonio de vida cristiana, en «evangelio del trabajo».
Jesús, como propósito concreto quiero ofrecerte cada día mi trabajo; por la mañana, nada más levantarme, y muchas veces al día.
Mis pensamientos, palabras y obras, mi vida entera, Señor te ofrezco a Ti, con amor.