Lucas 7, 31-35
Autor: Pablo Cardona
«Así pues, ¿a quién diré que son semejantes los hombres de esta generación? ¿A quién se parecen? Son semejantes a los niños sentados en la plaza y que se gritan unos a otros aquello que dice: «Hemos sonado la flauta y no habéis danzado, hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado».
Porque llegó Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: «Tiene demonio». Llegó el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: «He aquí un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores». Y la sabiduría ha sido justificada por todos sus hijos». (Lucas 7, 31-35)
1º. Jesús, te lamentas ante la incredulidad de los judíos, después de tantos signos que habías realizado para convertirlos.
Has satisfecho sus necesidades más materiales -pan, salud- y no te lo han agradecido: «hemos sonado la flauta y no habéis cantado».
Vas a morir por ellos, y no se mueven a compasión: «hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado».
Has compartido mis alegrías y mis penas para que responda, para que -agradecido por lo mucho que me amas- me esfuerce yo también en amarte.
Jesús, a veces algunos se quejan de que Dios se esconde.
Si a Dios le preocupamos tanto -dicen- que lo demuestre…
Pero ¿qué más puedes hacer?
Te has hecho hombre para redimimos del pecado y hacemos hijos de Dios.
Lo que ocurre es que somos como niños pequeños, que no se dan cuenta del amor que les tienen sus padres y se quejan ante cualquier capricho que -por su bien- sus padres no les conceden.
Jesús, me has enseñado con tu vida que no puedo discriminar a nadie, que mi amor de hijo de Dios es universal.
Tú eras amigo de todos: «de publicanos y pecadores».
Por eso no es cristiano despreciar a nadie en particular, ni tampoco a grupos de personas en general: los de un país, los de una raza, los de un equipo de fútbol, los de un partido político.
Cada persona en cada uno de estos grupos puede ser mejor o peor, pero no me toca a mi juzgarlas, y menos aún generalizar.
«La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella» (C. I. C.-1935).
Aunque es natural que se formen distintos grupos entre personas de una sociedad, ya sea por la raza, por la cultura, por la profesión o por las preferencias, debo recordar siempre que, por debajo de estas diferencias superficiales, existe una unidad fundamental: todos somos hijos de un mismo Padre y, por tanto, hermanos.
2º. «El día que te levantes de la mesa sin haber hecho una pequeña mortificación has comido como un pagano» (Camino.-681)
Jesús, la gente te ve comer y beber con normalidad, sin hacer cosas raras.
Por eso te llegan a tachar de «comilón y bebedor».
Sin embargo, no te dejarías llevar por el instinto del gusto, sino que te alimentarías con moderación, con el señorío del que domina sus propios apetitos.
Yo también debo aprender a comer y beber así: sin rarezas, pero con moderación.
Jesús, si quiero imitarte he de vivir siempre con naturalidad, sin hacer cosas llamativas o raras.
Tú te comportaste como uno más: en tu infancia y juventud, trabajando en el taller de José; incluso en tus años de vida pública, conviviendo con todos, comiendo, bebiendo, descansando, etc.
Sin embargo, en medio de esa naturalidad, quieres que sea un alma penitente: que sepa tomar la cruz cada día ofreciéndote pequeños sacrificios.
De este modo, me uno más a Ti en la cruz, y te pido perdón por mis pecados y los de los demás.
Una buena ocasión para ofrecerte pequeños sacrificios sin que se enteren los demás -con naturalidad- es la comida.
Jesús, te tacharon «comilón y bebedor», mientras que Tú vivías con perfección la virtud de la sobriedad.
Está claro que no se trata de hacer cosas espectaculares.
Para vivir esta virtud en las comidas con naturalidad, basta con que coma un poco más de lo que me gusta menos o un poco menos de lo que me gusta más.
De esta manera, en cada comida estoy haciendo una pequeña mortificación que me une más a Ti, enrecia mi voluntad y me da el señorío sobre mis apetitos que es propio de los hijos de Dios.