Juan 20, 11-18
Autor: Pablo Cardona
«El primer día de la semana, al rayar el alba, antes de salir el sol, María Magdalena fue al sepulcro y vio la piedra quitada. Entonces fue corriendo a decírselo a Simón Pedro y al otro discípulo preferido de Jesús; les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». María estaba fuera llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron: Mujer ¿por qué lloras? Les respondió: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús: Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Jesús le dijo: ¡María! Ella, volviéndose, exclamó en hebreo: ¡Rabboni!, que quiere decir Maestro. Jesús le dijo: Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue María Magdalena y anunció a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.» (Juan 20, 11-18)
1º. Jesús, subes al cielo, con tu Padre, con mi Padre Dios.
Has cumplido la misión que te había encomendado: la redención de la humanidad.
Pero, al mismo tiempo, has venido a dar sentido a la vida terrena de los hombres, compartiendo y santificando las alegrías y las penas, los trabajos y los cansancios propios de aquí abajo.
Jesús, subes al Padre pero no me abandonas.
Antes has dejado tus sacramentos, en especial la Eucaristía -que eres Tú mismo: «éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre», y envías al Espíritu Santo, el Paráclito consolador-, que pasa a ser el «Dios-con-nosotros» hasta el fin de los tiempos.
«El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la «dispensación del Misterio»: el tiempo de la iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, «hasta que él venga» (1Colosenses 11, 26). Durante este tiempo de la iglesia, Cristo vive y actúa en su iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama «la Economía sacramental» (C. I. C.- 1076).
2º. «Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo humano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos en el pecado: ha venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del mal
El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad «desde dentro», estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.
El Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo.
Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede colmar enteramente.
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día». (Es Cristo que pasa.- 125-126).
Jesús, el que te ha «visto», el que sabe que has resucitado y que le esperas en el cielo, vive más feliz en la tierra: todo tiene un sentido positivo para el que se siente hijo de Dios.
Vivir así es ya un anticipo del Cielo, es una plenitud que no cabe en uno mismo y tiende necesariamente a la expansión, al apostolado.
Jesús, ahora me esperas en el cielo y me pides que diga, con mi vida de cristiano, a los que me rodean: «¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.»
Quieres que santifique el mundo desde dentro: viviendo con intensidad los afanes nobles de la tierra, pero sabiendo que no son lo definitivo, que sólo importan si me acercan más a Ti.
Lindo! Es asi!