Juan 13, 1-15
Autor: Pablo Cardona
«La víspera de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, sabiendo Jesús que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido.
Después de lavarles los pies tomó el manto, se puso de nuevo a la mesa, y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro os he lavado los pies, vosotros también os debéis lavar los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros.» (Juan 13, 1-15)
1º. Jesús, son tus últimas horas.
¡Cómo quieres a esos discípulos, a los que vas a dejar esta noche!
¡Cuánto van a sufrir!
¡Cuánto va a sufrir María, tu madre, que ha querido acompañarte a Jerusalén sabiendo que ha llegado tu hora!
¿Qué más puedes hacer?
Te queda una última cena para decir lo más importante, lo que les debe quedar como testamento para que lo puedan predicar después al mundo entero.
«Sabiendo Jesús que todo lo habla puesto el Padre en sus manos y que habla salido de Dios y a Dios volvía…, empezó a lavarles los pies a los discípulos.»
Eres Dios, y esa conciencia de tu divinidad te impulsa a servir.
Y quieres hacer algo gráfico, que entre por los ojos, inequívoco.
Al lavar los pies a los apóstoles les estás grabando a fuego la clave de tu paso por la tierra: ser de Dios es ser servidor de los demás.
No basta saberlo, hace falta ponerlo en práctica cada día.
Por eso, al acabar, les dices: «si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados»
Ayúdame a poner por obra esta enseñanza en mil pequeños detalles de cada día: en casa, en el trabajo, buscando el modo de ayudar a los que más lo necesiten.
2º. «Todos los modos de decir resultan pobres, si pretenden explicar, aunque sea de lejos, el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil imaginar en parte los sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario.
Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber -el que sea- les obliga a alejarse. Su afán seria continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.
Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor: Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. (…)
La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y -en lo que nos es posible entender- porque, movido por su Amo, quien no necesita de nada, no quiere prescindir de nosotros» (Es Cristo que pasa.-83-84).