Juan 1, 1-13
Autor: Pablo Cardona
«En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz.
Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios.» (Juan 1, 1-13)
1º. Jesús, éste es el inicio del Evangelio de San Juan, tu discípulo amado, el que recostó su cabeza sobre tu pecho en la última cena, el que estuvo al pie de la Cruz.
Tú le revelaste tus secretos más íntimos y le confiaste tu mayor tesoro: tu madre Santa María.
Este Evangelio es distinto a los otros tres.
Juan lo escribe mucho más tarde, cerca del año cien, con una intención clara: mostrar que Tú, Jesús, eres efectivamente el Hijo de Dios; que Tú eres Dios, no sólo un gran profeta.
«En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios».
Verbo significa palabra.
Jesús, eres la Palabra de Dios. Dios, espíritu puro, tiene inteligencia y voluntad perfectas y, por tanto, puede conocer y amar sin límite.
El Hijo es el conocimiento, el concepto de Dios Padre sobre sí mismo, tan perfecto que es Dios.
Por eso decimos que el Hijo procede del Padre.
El Espíritu Santo es el Amor entre el Padre y el Hijo, tan perfecto que es Dios. Por eso decimos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
Jesús, eres Dios y hombre verdadero.
«La fe católica enseña que debemos reconocer en nuestro Salvador dos naturalezas: aunque cada una conserva sus propiedades, están unidas ambas en una tan perfecta unidad que nosotros, desde el momento en que el Verbo se hizo carne en el seno de la bienaventurada Virgen por amor al género humano, no podemos pensar en la divinidad sin lo que es hombre, ni tampoco en el hombre sin lo que es Dios». (San Lechón Magno).
2º. «Hijos de Dios. -Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor; en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras.
El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»(Forja.-1).
Jesús, soy hijo de Dios.
«Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios.»
Tú, que eres el Hijo de Dios, has venido al mundo precisamente para eso, para hacerme hijo de Dios, capaz de vivir vida divina por la gracia.
La gracia es esa luz que brilla en las tinieblas, en las tinieblas de un mundo sin Dios, sin sentido, sin motivo.
Jesús, quieres servirte de mí como antorcha, para que tu luz ilumine a los demás.
«¡De mí depende que muchos no permanezcan en tinieblas!»
Quieres iluminar, con mi ejemplo, a los que me rodean.
Para eso debo empezar por ser una buena antorcha, capaz de llevar tu luz: debo estar en gracia, no oscurecer tu luminosidad con las manchas de mis fallos personales.
Hoy es el último día del año.
Jesús, ¿cómo he iluminado a mí alrededor durante estos doce meses?
¿Estás contento de mí?
Te pido perdón por mis errores, a veces graves.
Te doy gracias por todo lo que me has dado: alegrías y sufrimientos, que siempre tienen su sentido sobrenatural.
Te pido que el año que empieza mañana sea muy feliz, y que me sirva para seguir avanzando por el sendero que lleva hasta la vida eterna.