En la esfera litúrgica es frecuente el uso de la categoría de «sagrado». Pero ¿qué es lo sagrado en la Iglesia? En un sentido amplio, toda la Iglesia es sagrada, pues es «sacramento universal de salvación» (LG 48b, AG 1a). Sin embargo, el lenguaje tradicional suele hablar más bien de sagradas Escrituras, lugares sagrados, sagrados cánones conciliares, sagrados pastores, etc., y por supuesto, sagrada liturgia. En efecto, en Cristo, en su Cuerpo místico, que es la Iglesia, se dicen sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos, acciones- que han sido especialmente elegidas y consagradas por Dios en orden a su glorificación y a la santificación de los hombres.
Según esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue teniendo una sacralidad especial, que le permite realizar con eficacia ciertas funciones santificantes. De Dios no se dice que sea sagrado, sino que es Santo. Lo sagrado, en efecto, es siempre criatura. Jesucristo, en cambio, es a un tiempo el Santo y el sagrado por excelencia. En efecto, la humanidad sagrada de Cristo, el Ungido de Dios, es la fuente de toda sacralidad cristiana.
La disciplina sagrada de la sagrada liturgia
La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar las formas concretas de la sagrada liturgia, porque ellas son la expresión más importante del misterio de la fe. El concilio Vaticano II, por ejemplo, ateniéndose a esta verdad, da normas sobre imágenes y templos, cantos y ritos (SC 22), y por eso mismo, previendo las arbitrariedades posibles de orgullosos o ignorantes, ordena «que nadie, aunque sea sacerdote, añade, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (22,3).
Lo sagrado es un lenguaje, verbal o fáctico, que establece y expresa la comunión espiritual unánime de los fieles. Pero un lenguaje, si es arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados. Por eso los ritos sagrados implican repetición tradicional, serenamente previsible. En este sentido, los fieles tienen derecho a participar en la eucaristía de la Iglesia católica -no en la de Don Fulano-. Y para que puedan participar más profundamente en los ritos litúrgicos, «los ministros no sólo han de desempeñar su función rectamente, según las normas de las leyes litúrgicas, sino actuar de tal modo que inculquen el sentido de lo sagrado» (Eucharisticum mysterium 20).
Que la mente concuerde con la voz
Hemos recordado brevemente la naturaleza misteriosa de lo sagrado y de la liturgia. Afirmemos ahora, antes de analizar la celebración de la eucaristía, el valor precioso de la oración vocal, y especialmente de la oración vocal litúrgica. Toda la liturgia, y concretamente la eucaristía, es una gran oración, una grandiosa oración vocal: himnos y colectas, salmos, responsorios, anáforas.
La oración vocal -como en otro lugar hemos escrito- «es el modo de orar más humilde, más fácil de enseñar y de aprender, más universalmente practicado en la historia de la Iglesia, y más válido en todas las edades espirituales… El cristiano, rezando las oraciones vocales de la Iglesia, procedentes de la Biblia, de la liturgia o de la tradición piadosa, abre su corazón al influjo del Espíritu Santo, que le configura así a Cristo orante. Se hace como niño, y se deja enseñar a orar» (Rivera- Iraburu, Síntesis 434).
El menosprecio de la oración vocal cierra en gran medida la puerta a la espiritualidad litúrgica. Por el contrario, tener devoción y afecto por las oraciones vocales facilita en gran medida la vida litúrgica, y concretamente la vivencia de la misa. En efecto, una de las maneras más sencillas y eficaces de participar en la eucaristía consiste simplemente en procurar «que la mente concuerde con la voz». Esta norma litúrgica del Vaticano II (SC 90) es sumamente tradicional, y la encontramos, por ejemplo, en Santo Tomás (STh II-II,83,13) o en Santa Teresa (Camino Perf. 25,3; 37,1). Digamos, pues, de corazón lo que decimos en la misa. Hagamos nuestro de verdad, con una continua atención e intención, todo lo que dice el sacerdote. No tenga que reprocharnos el Señor: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 7,6 = Is 29,13).
Y que la voz se oiga y entienda
El sacerdote que preside, dando a su recitación la claridad, entonación y velocidad convenientes, ha de pretender que los fieles asistentes a la celebración puedan con facilidad entender, atender y participar, haciendo suyo lo que él va diciendo. No está él haciendo una oración solamente ordenada a su devoción privada, sino que está orando, en un ministerio sagrado, en el nombre de Cristo y de la Iglesia.
Y los fieles congregados, por supuesto, deben participar también activamente en aquellos cantos y respuestas, acciones y aclamaciones que les corresponden, poniendo el corazón en lo que dicen o hacen. En la Casa de Dios están en su casa, como hijos del Padre, hermanos de Cristo, unidos en un mismo Espíritu. No tienen, pues, que estar cohibidos. El respeto y la humildad con que se debe asistir a los sagrados misterios no debe llevarles a colocarse al fondo de la Iglesia, lo más lejos posible del altar, o a recitar lo que es su parte en voz casi inaudible, como si en cierto modo fueran espectadores distantes o intrusos ajenos a la celebración. Los cristianos no van a oír misa, sino a participar en ella. Éste es, grandiosamente, su derecho y su deber.
En la Iglesia, se dicen sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos, acciones- que han sido especialmente elegidas y consagradas por Dios en orden a su glorificación y a la santificación de los hombres.
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