Jesús fue condenado a muerte con apresuramiento, y fue crucificado "en medio" de dos ladrones , como para indicar que su delito era el mayor de los tres. Era una humillación más entre las muchas que recibió el Señor. La compañía aumenta la ignominia. Y esa humillación será, sin embargo, una oportunidad preciosa para los ladrones, sólo aprovechada por uno de ellos, a la vez que es un descrédito más de Jesús ante el pueblo. Los comienzos de la crucifixión no pudieron ser peores, pues los ladrones "también le injuriaban"(Mc).
Los hechos debieron ser complejos a lo largo de aquellas horas de extraña compañía. Es de suponer que en un comienzo los dos ladrones injuriasen a todos y a todo. Después se fijan en los insultos que los sanedritas, los sacerdotes y los escribas dirigían a Jesús, y se unen a ellos. Oyen como dicen: "Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo si eres Hijo de Dios y baja de la cruz"(Mt). Esta es la expresión que recoge uno de los ladrones: "¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti y a nosotros"(Lc).
Es comprensible la desesperación del condenado a muerte, aunque no lo es tanto su resistencia a arrepentirse teniendo la muerte tan cerca. Quizá sus pecados anteriores le ciegan de tal modo que le impiden recurrir a Dios en el último trance. Su cruz es una cruz estéril. Muere impenitente, desesperado, blasfemando. Está lleno de odio a todos. No sabemos si al final rectificó como su compañero, aunque es muy posible que los evangelistas lo hubieran transmitido. Aquel hombre no supo morir, no quiso pedir perdón a quien podía concedérselo.
La cruz del mal ladrón es una cruz inútil. Su dolor es un dolor estéril. Su rebeldía es absurda. Vio morir a Jesús. Escuchó el arrepentimiento de su compañero, así como la extraña respuesta de Jesús que le promete el Paraíso. ¿Por qué no reflexionó entonces? No lo sabemos. Después pudo contemplar las tinieblas que llenaron la tierra y oscurecieron totalmente la luz del sol; escucharía con sobresalto el grito de Cristo cuando entregó su vida y expiró. Sentiría bambolearse la cruz con el temblor de tierra que se produjo. Quizá también escuchó al centurión que se convierte al ver morir a Jesús, así como el pánico de los que le enseñaron a insultar a Cristo. Pero nada de esto le hizo reaccionar.
Reproducido con permiso del Autor,
Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias
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