La conversión del buen ladrón

No todo fueron insultos y burlas en torno a Jesús. "Uno de los ladrones crucificados le injuriaba diciendo: ¿No eres tú el Cristo? Sálvate a tí mismo y a nosotros. Pero el otro le respondía: ¿Ni siquiera tú que estás en el mismo suplicio temes a Dios? Nosotros, en verdad, estamos merecidamente, pues recibimos lo debido por lo que hemos hecho; pero éste no hizo mal alguno. Y decía: Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino. Y le respondió: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso"(Lc).

Jesús que había callado ante las burlas, los azotes y durante la misma crucifixión. Ante esta palabra de su compañero de suplicio, hablará.

La paciencia y la humildad y el silencio de Cristo a lo largo de la Pasión es patente; ahora se advierte en Él un gozo que brilla como una luz en la noche. Jesús había declarado que la alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente es grande, y había descrito la alegría del padre ante el hijo que vuelve a casa; pero la reacción de Jesucristo es más expresiva en aquellos momentos. Su palabra es tan fuerte que parece como si quisiera desclavarse por un momento de la Cruz para abrazar al hijo que vuelve a la casa del Padre.

Toda conversión es cosa de un instante, pero suele tener una preparación. Y, vemos como Dimas se dirige, en primer lugar, al otro ladrón diciéndole: "¿Ni siquiera estando en el suplicio temes a Dios?"(Mt). El que habla parece sorprendido y es que Dimas conserva en estos momentos la capacidad de mirar la muerte desde la sencillez de un corazón sincero aunque pecador. Y esta sinceridad, esta sencillez, le mantiene despierto el sentido común de entender que, ante la muerte, todo lo que se considera importante deja de serlo. Ilusiones, vanidades, honores, títulos, dineros, goces, todo pierde valor ante la vida que se va. Dimas sabe que la vida de los tres se va de un modo inexorable. Al morir cada hombre queda solo ante Dios. Sólo ante la justicia verdadera y total. El buen ladrón recuerda que la Justicia divina muy superior a la justicia humana, y, como es lógico, le invade el temor. El temor a Dios es un sentimiento de respeto pleno ante quien no puede ser engañado.

Y añade una confesión en toda regla: "nosotros en verdad, justamente recibimos lo merecido por nuestras obras". La memoria agolpaba todas las miserias de su vida ante sus ojos. La conciencia, tantos años acallada, clama. “¡Lo has merecido!” “¡Eres culpable!”. Y en lugar de rebelarse, buscar excusas, reconoce sus pecados.

En su arrepentimiento está también la proximidad de la Cruz de Jesús: "éste no hizo mal alguno". Al principio llevado por el dolor, la aflicción y el desespero insulta al Señor. Después miró a Jesús y vio su silencio, su paciencia. Escuchó sus palabras de perdón, que le llegaron a lo más íntimo del alma, serían como un dardo de fuego en su conciencia. ¡Cuanto había deseado el perdón del suplicio de la cruz¡ pero ahora escucha un perdón distinto, aquella primera palabra de Jesús en la Cruz actúa en su mente como una luz que va creciendo en la medida en que está más cerca y Dimas no consiente que se apague. Quizá sabía cosas del Maestro; ¿quién no las conocía en Israel? las conocería con el desinterés del que se sabe muy lejos de un asunto religioso; pero actuarían como la semilla sembrada que actúa sin ser vista y, en un momento dado, ahora, junto a la cruz, da fruto. Jesús no era un ladrón, no era un rebelde político, no era hipócrita como los fariseos; era sencillo, era bueno, se compadecía de los pobres y de los enfermos, era sabio y no aprovechaba su ciencia para medrar quizás. Estas y otras ideas semejantes volarían por su cabeza, y se compararía con Jesús. ¡Qué contraste! ¡Qué injusticia condenar a un inocente! ¡Qué errores lleva la justicia manejada por hombres malos! “Yo sí que tengo culpa” pensaría, y lo reconoce. Con la mirada arrepentida ve más clara la inocencia de Jesús.

Colgados del madero los crucificados podían ver a los que estaban más cerca; y quizás vio a la Madre de Jesús. La ve llorar y, entonces, el recuerdo de su infancia brota en su mente: “¿Qué pensaría mi madre si me viese aquí?”. Por fin se atreve a hablar a Cristo: "Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino". Hay muchos modos de expresar el arrepentimiento. Dimas encuentra uno especialmente delicado y claro. Entiende a Jesús. No se trata sólo de un arrepentimiento, se trata de una conversión radical al Reino de Dios. Dimas llama a Jesús por su nombre. Bien sabía él que la palabra Jesús significa "Yavé salva" o "Salvador". Dimas ve al Salvador.

La humildad de las palabras que siguen es conmovedora. No dice "perdóname" palabra dichosa siempre; ni dice "ayúdame"; sino "Acuérdate", “no te olvides de mí”. Soy un desecho de los hombres, pero ante Dios mi vida tiene un valor desconocido antes para mí. Es como una petición pequeña, como del que se sabe sin derechos para pedir más. No pide un alivio para el dolor que merece, sino el consuelo del nuevo Reino de ese Jesús, pide aprender a amar como Jesús está amando en la Cruz.

Luego concreta el momento del recuerdo: "cuando llegues a tu Reino". En la raíz de las incomprensiones que sufrió y sufre Cristo está, además del pecado, la ceguera sobre la naturaleza del Reino. No es un reino material, más o menos organizado, no es un reino para esta tierra, no es un reino de este mundo; es el reino de la Verdad -como dijo Jesús a Pilato- es el reino que empieza en esta tierra con la pequeña semilla de la fe y que crece hasta la vida eterna. El reino que pide Dimas es el reino que ofrece Jesús. Y por eso se lo da. Le bastó la luz directa de Dios para comprender lo que los guías ciegos y eruditos no acertaban a comprender porque su corazón estaba endurecido

Y la respuesta no se hizo esperar, Jesús le contestó con la misma expresión que solía utilizar para las declaraciones solemnes: "En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso"(Mt). Las palabras de Jesús suenan vibrantes y rápidas, como si un despertador le sacase de un sueño silencioso. Y perdona como Dios. Da mucho más de lo que se le ha pedido. Dimas sólo le pidió un recuerdo, Jesús le da el Cielo.

Hay muchos matices en la brevedad de estas palabras. Primero la meta: "el Paraíso". Luego, la compañía: "conmigo". Después, el tiempo de espera: "Hoy". Para el que sufre todas las palabras del médico son preciosas, escuchadas con atención y sopesadas después en la soledad. Dimas las repetiría de un modo incesante en las horas que le quedaban de vida. Y, al repetirlas, su dolor dejaba de ser pena para ser penitencia. Su sufrimiento pasa a ser purificación esperanzada, purgatorio mitigado.

Dimas pudo ver la muerte de Jesús hasta que el gran grito de Jesús y los extraordinarios fenómenos del cielo y la tierra le conmovieron de nuevo. Algo más tarde los soldados aceleran su muerte con el crurifragio. Aquellas horas fueron su purgatorio. Sus dolores fueron sufrimientos consolados por la esperanza y por las palabras del Señor.

Reproducido con permiso del Autor,

Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias

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4 comentarios

  1. Hermosa reflexión un llamado a la esperanzalas decisiones de Dios son tan sencillas,solo basta con verle para comprenderle.

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