Del Comentario de San Juan Fisher, obispo y mártir, sobre los salmos
Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre
A estas alturas de la Cuaresma, resulta muy oportuna la meditación de San Juan Fisher acerca de la naturaleza del perdón divino. En efecto, Dios nos perdona no debido a nuestra penitencia, ni a causa de nuestros méritos, ni por nuestros buenos propósitos, sino porque ama a su Hijo y no puede pasar por alto al acto de amor teándrico realizado por él, entregando su vida en favor nuestro. ¡Qué consolador saber que el Padre nos anina viendo en nosotros a su Hijo! Dios nos sale al en. cuentro, nos lava, aplica la medicina, nos abraza y, de este modo, una historia escabrosa o disparatada puede desembocar en esperanza dichosa.
Nuestro sumo sacerdote es Cristo Jesús y nuestro sacrificio es su cuerpo precioso, que él inmoló en el ara de la cruz por la salvación de todos los hombres.
La sangre derramada por nuestra redención no era de terneros o de machos cabríos (como en la ley antigua), sino la de) Cordero inmaculado, Cristo Jesús, nuestro salvador. El templo en que ofició nuestro sumo sacerdote no era hecho por mano de hombre, sino edificado únicamente por el poder de Dios. Y así, él derramó su sangre a la vista de todo el mundo; y el mundo es el templo construido por la sola mano de Dios.
Este templo tiene dos partes: una es esta tierra que nosotros habitamos al presente, la otra nos es aún desconocida a nosotros, mortales.
Primero, cuando sufrió la muerte dolorosísima, ofreció el sacrificio aquí en la tierra. Después, cuando revestido de la nueva inmortalidad penetró por su propia sangre en el santuario, esto es, en el cielo, presentó ante el trono del Padre aquella sangre de un valor inmenso, que había derramado abundantemente por todos los hombres, sujetos al pecado.
Este sacrificio es tan acepto y agradable a Dios que, en el mismo instante en que lo mira, compadecido de nosotros, se ve forzado a otorgar su clemencia a todos los que se arrepienten de verdad.
Es, además, un sacrificio eterno, ya que se ofrece no sólo cada año (como sucedía entre los judíos), sino cada día, más aún, cada hora y a cada momento, para que en él hallemos conSUCIO y alivio.
Respecto de él, dice el Apóstol: Obteniendo una redención eterna, pues de este sagrado y eterno sacrificio se benefician todos aquellos que están verdaderamente contrítos y arrepentidos de los pecados cometidos, los que tienen un decidido propósito de no reincidir en sus malas costumbres y perseverar con constancia en el camino de las virtudes que han emprendido.
Lo cual expresa san Juan con estas palabras: Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el justo. Él es propiación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero.