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De acuerdo con los principios del derecho vigentes en los sistemas jurídicos occidentales, el Estado no necesita reconocer un contrato para que éste sea válido. Los ciudadanos, además, pueden obligarse mediante contrato a lo que deseen sin necesidad de que el Estado reconozca o regule ese contrato, salvo que el compromiso adquirido atente al orden público o la prestación sea imposible.
Los poderes públicos pueden establecer ciertas condiciones o requisitos para algunos contratos. De hecho, actualmente hay muchos tipos de contratos regulados con detalle por las leyes. A la vez, los poderes públicos pueden proteger e incluso favorecer ciertas relaciones contractuales. El medio más sencillo de favorecer una determinada relación es a través de beneficios fiscales. Esto se hace si existe algún motivo de utilidad pública que justifique que la sociedad otorgue tales beneficios u otras ventajas.
Por matrimonio se ha entendido -desde antes del derecho romano hasta ahora, y prácticamente en todas las sociedades- el contrato por el que se unen un hombre y una mujer con la finalidad de ayudarse mutuamente y tener procreación. Existe un claro motivo de utilidad pública para favorecer el matrimonio -entendiendo por matrimonio lo que se acaba de definir- por la necesidad de asegurar el relevo generacional, entre otras razones. Además, dada la trascendencia social del matrimonio y de la familia -y también para evitar fraudes- el Estado añade algunos requisitos a los naturales para que las partes puedan celebrar el contrato matrimonial.
Una pareja homosexual puede decidir comenzar a vivir juntos. Pero -sin entrar aquí en la calificación moral de esta decisión- por mucho que pretendan, no es posible que a esa relación se le pueda aplicar el calificativo de matrimonial, puesto que no pueden cumplir la finalidad de procrear.
No resulta discriminatorio para nadie, por lo tanto, que el ordenamiento jurídico no otorgue el derecho a dos hombres, o dos mujeres, de contraer matrimonio, puesto que la obligación a que se comprometen es imposible. Como tampoco sería discriminatorio, por poner un ejemplo, que se reconociera a los hombres el derecho a amamantar a sus hijos. En estos dos casos el ordenamiento jurídico se limita a reconocer lo que la naturaleza ha establecido, y la denegación de un derecho no se puede interpretar como discriminación.
Se podría plantear la oportunidad de ampliar la definición legal de matrimonio para acoger las uniones homosexuales. Pero en ese caso, quedarían desprotegidas las uniones entre cuyas finalidades se incluye la procreación -uniones que necesariamente tienen que ser de hombre y mujer-. Como vemos, si se ampliara el concepto de matrimonio para acoger a las uniones de homosexuales, surgiría entonces la necesidad de hacer una regulación específica para las uniones en que los contrayentes desean tener hijos, con los consiguientes beneficios fiscales y de otros órdenes. La necesidad proviene del interés público en promover el relevo generacional. Si no se regularan específicamente las uniones en las que se incluye el deseo de tener hijos, estas personas sobrellevarían unas grandes cargas en beneficio de la sociedad, sin que la sociedad les hiciera ningún reconocimiento, ni tampoco les facilitara ninguna ayuda en forma de beneficios fiscales o subvenciones y descuentos.
Por lo tanto, si se hace necesario proteger específicamente a las uniones de hombre y mujer que desean tener hijos, y para ello se debe crear una institución jurídica para estas uniones -llámense como se llamen-, no se ve la necesidad de alterar la regulación como actualmente se encuentra.
Por otro lado, quienes desean para las uniones homosexuales el reconocimiento como matrimonio -con todos sus beneficios fiscales y de otros tipos- no terminan de explicar qué utilidad se deriva para la sociedad del hecho de que dos hombres o dos mujeres decidan irse a vivir juntos.
Se puede alegar que existen homosexuales que se quieren verdaderamente, y que no se les puede negar el derecho a casarse. Ciertamente, puede haber casos en que dos homosexuales se quieran, y se quieran con un amor que aparece como sincero. Sin pretender, una vez más, calificar moralmente esta actitud, se debe responder que no parece claro por qué de ese amor se ha de derivar que puedan acceder a los beneficios y ventajas del matrimonio. No se ve por qué se han de conceder beneficios y ventajas al amor de dos personas. Puesto que hay muchos amores sinceros y verdaderos que no tienen ninguna ventaja, como es el que se profesan dos amigos, o dos hermanos que conviven. No se ve qué distingue al amor de dos homosexuales para obtener beneficios, ni qué utilidad social se deriva de su amor para elevar y proteger con ventajas ese amor por encima del amor de dos hermanos o dos amigos.
No resulta discriminatorio para nadie, como conclusión, que se niegue a los homosexuales el derecho contraer matrimonio; y en cambio resultaría discriminatorio para las parejas que desean tener hijos el reconocimiento del matrimonio entre homosexuales, además de distorsionar el sistema jurídico civil.
Autor: Pedro María Reyes Vizcaíno
El fin de matrimonio es la realización de la persona junto con el amor de su vida. Es manifestar su amor. Ahora bien, el fruto de ese amor son los hijos. Es decir, el matrimonio tiene su partida en el amor entre cónyuges y su llegada en los hijos. Dos personas del mismo sexo solo cumplen un requisito, el primero, quedan a medias; por otro lado, si solo hay hijos y no amor, queda, igual a medias. Para llamarse matrimonio, entonces, debe darse las dos premisas: amor e hijos, de manera natural, por supuesto.
Si el fin del matrimonio es procrear, doy por supuesto que el autor de esta nota se opone a que se casen las personas infertiles y los ancianos. Por cierto, deberia tambien proponer que se oblige a las parejas heterosexuales a firmar un contrato a donde se comprometan a tener hijos