El hombre ha preferido el goce inmediato y parcial, llevándolo al fracaso que comienza por el orgullo, o apetito desordenado de la propia excelencia.
El castigo en el exterior
Además de las consecuencias que ocasiona el pecado en el interior de quien lo comete, no debemos dejar pasar de largo aquellas otras que le acontecen en su exterior, y en la sociedad misma. Veámoslo por ejemplo en el siguiente caso.
Con frecuencia en nuestros días las parejas jóvenes de recién casados deciden no tener hijos hasta que mejore su situación económica y utilizan, para lograrlo, procedimientos que violan el orden natural. Pasan unos cuantos años y, cuando deciden tener el primero, el matrimonio ya está al borde del fracaso, porque es una suma de dos egoísmos irreconciliables. La naturaleza se ha vengado de ese abuso del amor, de esa desviación de su cauce, y, por mucho que lo lamenten y lo sientan, el castigo -el fracaso- es inevitable. Un castigo que, en éste como en muchos otros casos, lleva además el zarpazo del remordimiento, la pérdida del respeto propio, la inclinación a nuevos pecados, la aridez en la práctica de la virtud y la esclavitud de los sentidos, con la consiguiente pérdida de la capacidad de amar, de estar alegre y de tener la creatividad que procede de la paz interior.
A veces el pecado tiene consecuencias desagradables, que en parte son como un castigo o pena por la misma infracción de la ley divina. Por ejemplo, cuando quien intenta realizar un pecado ha de vencer innumerables dificultades para cometerlo. Al fin y al cabo, el ladrón la pasa realmente mal saltando por las azoteas, pasando horas y horas a la intemperie o escondiéndose permanentemente de la policía (claro, esto sin contar lo mal que la pasaría en la cárcel si lo atraparan). San Pablo habla, con sobrada razón de “las tribulaciones de la carne”, y de ellas podrían dar testimonio los que hayan sido atrapados en el devastador fuego de la pasión.
San Gregorio nos explica los efectos corporales que produce la envidia (pensemos por un momento en la quinceañera que ve cómo su príncipe azul ha preferido bailar la primera pieza con su rival): “la tez palidece, los ojos se ensombrecen, el espíritu se inflama, los miembros se agarrotan, el corazón se extravía, los dientes rechinan…” Por su parte, incontables médicos de hoy nos podrán asustar explicándonos las enfermedades que se siguen del alcoholismo, la drogadicción y, bien lo sabe nuestro mundo actual, de los devastadores efectos de la sexualidad sin freno.
El castigo eterno
Desde un punto sobrenatural, el pecado, al destruir el reflejo de Dios en el alma, la priva de la comunicación con Él. Eso lleva implícito que, de morir en ese estado, el alma no podrá estar con Dios. Esa alma estará en el infierno.
El tema del infierno se trata con amplitud en la segunda parte de este libro, al hablar de los novísimos o postrimerías. Aquí nos limitaremos a explicar por qué el pecado conlleva un castigo eterno.
La idea del infierno es odiosa para muchos hombres, porque piensan que no hay proporción entre el pecado y su castigo. Les parece injusto que un acto temporal conlleve una pena sin fin, un castigo eterno. La realidad es que no existe tal desproporción, sino una exacta correspondencia. Veamos por qué.
La duración del castigo se mide por la duración del pecado, y -una vez muerto el hombre- el pecado nunca cesa. Si el individuo muere con él, su voluntad quedó fija en el pecado, y no existe para ella la oportunidad de retractarse. Quedó para siempre determinada en el rechazo de Dios y Él, con todo su poder, no actúa contra la libre determinación de la persona. Rechazó durante su existencia terrena -cuando podía no hacerlo- la mano amorosa que su Creador le tendía, y ahora no puede ya retractarse, pues su voluntad quedó fijada, definitivamente determinada, en el momento de morir.
Así, pues, para comprender bien el castigo debemos ir a su origen, al momento inicial en que se incurre en el castigo. Ese momento es aquel en que se comete el acto pecaminoso. Puede ser un momento brevísimo, pero en ese mismo instante la belleza del alma desaparece y sobreviene el castigo. La conexión entre una cosa y otra es absoluta e íntima: mientras dura el pecado, mientras el pecador se niega a volverse a Dios, el alma permanece sucia y sometida al castigo. Sólo cuando se vuelve hacia Dios y el pecado cesa, el alma recobra su belleza, y el castigo en cuanto tal -como un mal no deseado, pero inevitable- se levanta.
Gravedad de los pecados
Para todos resulta evidente que en la vida corporal las enfermedades pueden adquirir toda una gama de peligrosidad. Hay un abismo entre un simple catarro y un cáncer de pulmón, entre un esguince de tobillo y la ruptura de la médula espinal. Lo mismo sucede en la vida del espíritu con los males que denominamos pecados.
Aquellos pecados que ocasionan la muerte del alma se les llama, precisamente por eso, mortales. Un pecado mortal desafía la razón divina y la humana, traiciona a Dios y se burla de sus leyes. Son aquellos que conllevan el eterno castigo del infierno. Los pecados leves -llamados también veniales- no apartan de la recta razón divina y humana, y no suponen una traición al amor de Dios. Sí, hay un abismo entre una ligera burla y un asesinato, entre una oración distraída y el odio a Dios, entre una inocente mentirilla y un adulterio.
Ahora bien, ¿dónde está el límite que hace grave o leve una acción pecaminosa? En otras palabras, ¿cuáles son las condiciones que debe reunir un acto para considerarlo pecado mortal?
Esas condiciones son tres. Se precisan tres elementos para que un acto pueda ser considerado pecado mortal. Si faltara cualquiera de las tres, no habría pecado mortal.
En primer lugar, y antes que nada, aquello que se hace debe tener un cierto grado de negatividad, lo que los teólogos llaman “materia grave”. La razón divina y la humana nos dicen que el hurto de un caramelo no implica gravedad moral de peso, pero sí el prender fuego a la industria de la competencia. No es materia grave decir una mentira infantil, pero sí lo es quitar la vida a alguien o cometer un acto contrario a la castidad.
En segundo lugar, debo saber que lo que hago está mal, muy mal. No puedo pecar por ignorancia inculpable. Si he olvidado que hoy es día de abstinencia y como carne, para mí no habría pecado. Esto presupone, claro está, que esa ignorancia no sea por culpa mía. Si no quiero saber algo por miedo a que estropee mis planes, sería culpable de ese pecado.
En tercer lugar, no puedo cometer un pecado mortal a no ser que libremente quiera realizar esa acción pecaminosa o mala a sabiendas. Si, por ejemplo, alguien más robusto que yo me fuerza de modo irresistible a apretar el gatillo para matar a otro, no me ha hecho cometer un pecado mortal. Tampoco puedo pecar mortalmente por accidente, como cuando al disparar en una caseta de feria erré el tiro y lesioné al dueño, pues no tuve voluntad de hacerlo.
Tres son, pues, las condiciones que una acción requiere para que se le considere pecado mortal: materia grave, conocimiento pleno y consentimiento perfecto.
Si alguna de esas tres condiciones falla, por ejemplo, si la materia es leve o la advertencia o el consentimiento no son totales, el pecado entonces es venial.
El pecado venial no priva de la amistad con Dios, pero enfría la caridad, no desfigura completamente la belleza del alma, pero la ensucia. No destruye su esplendor, pero lo empaña. Es como el polvo que, acumulado en las vidrieras de una catedral, no deja pasar los rayos del sol, o como una densa niebla que envuelve el automóvil. Podrían compararse también con una mampara colocada delante de una chimenea, entre el fuego y el que quiere calentarse; la mampara de los pecados veniales no apaga el fuego de la caridad (el fuego de la gracia del amor divino), pero impide que su calor llegue franco al alma. Y así, en ese principio de frialdad, el pecado venial desliza hacia su más terrible peligro: acerca el alma al pecado mortal.
¿Qué pecados están en el fondo?
En su origen, todo pecado es un acto de egoísmo. El pecador prefiere aquel bien parcial que se le ofrece aquí y ahora relegando el Bien Absoluto que preceptúa un orden de cosas. Por eso los teólogos enseñan que todo pecado incluye dos elementos: la aversión o rechazo de Dios (al desobedecer su ley), por la conversión a las criaturas (disfrutando de ellas). Con su acción pecaminosa, el hombre ha preferido el goce inmediato y parcial, aun a costa de pasar por alto la ley divina que lo ordenaba.
Hay, por tanto, un sólido punto de partida que marca el comienzo del fracaso humano: el orgullo, o apetito desordenado de la propia excelencia. A continuación, y por debajo de él se alinean los demás pecados llamados capitales, llamados así porque suelen ser fuente o “cabeza” de muchos pecados. Por ejemplo, el pecado capital de la avaricia (pensemos en aquel que no para en mientes para lograr enriquecerse) produce mentiras y engaños, cuando no asesinatos, sobornos o cohechos. La lujuria -quizá habremos sido testigos de algunos penosos casos- es causa de incontables perjuicios: abortos, riñas, hogares deshechos, y muchos más. Por no decir nada de la pereza, la ira, la gula o la envidia.
Al ser tan peligrosos estos pecados, tiene gran valor para el cristiano reconocer cuáles de ellos están en el origen de sus acciones pecaminosas. Hay personas que aceptan ser murmuradores y criticones, pero no se han percatado que detrás de eso está la envidia. Otros dicen ser “de carácter fuerte”, pero en realidad son unos orgullosos incorregibles. Los pecados que reconocen son meros síntomas, y sólo cuando es advertido su origen verdadero se puede atacar la enfermedad moral en el foco de infección, y obtener la curación rápidamente. Por el contrario, si sólo se combaten los síntomas, apenas se logra nada porque la causa real del desorden sigue intacta, al quedar inadvertida.
Terminemos ya de hablar del pecado. Quizá el panorama nos haya parecido algo sombrío, pero no hemos de olvidarnos de Belén, de Nazaret, ni de los largos y fatigosos años que terminaron en el clímax del Calvario. Tampoco hemos de olvidarnos que lo primero que hizo Jesús luego de resucitar fue instituir un sacramento perenne para perdonar nuestros pecados, ni olvidarnos del Pan de los Ángeles con el que somos alimentados con el Cuerpo y la Sangre del Maestro, ni de los torrentes de gracia que fluyen de la Cruz… En una palabra, estaríamos ciegos si nos aplastara la realidad del pecado, pues nos habríamos negado a contemplar la evidencia del amor divino y de la justicia divina, de reconocer que Dios no sólo nos ha tratado como a hombres libres sino como a entrañables amigos.
Por Ricardo Sada Fernández
El pecado, no basta reconocerlo y aceptarlo. Se precisa estar consciente de ello y lo que implica cometer, sea mortal o venial (aquí entrarían los capitales), (tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata). cuando me quiero justificar que yo solo estuve cuidando la puerta de que no viniera nadie, o solo tomé $1000 pesos y fue como quitarle un pelo a un gato, eso no nos quita el pecado en la tonalidad que sea, sabemos perfectamente que hacemos y que hacemos daño con nuestro mal proceder.
Si estoy consciente mi alto grado de maldad y decir que no estoy en pecado, porque desconozco que es pecado, pero la ignorancia no me exime de la culpa.
Considero que la única salvedad de yo no cometer pecado mortal, es el hecho que alguien bajo amenaza de muerte me obligue a cometerlo.
Las condiciones que una acción requiere para que se le considere pecado mortal a saber son; grave, conocimiento pleno y consentimiento perfecto.
Al final si no media un agente externo que me obligue a cometer pecado, mi deber cristiano es ser congruente con mi forma de pensar, sentir, decir y hacer; que no piense una cosa, sienta otra, diga otra y termine realizando una diferente a la la inicialmente pensada.