III CRISTO SE OFRECIÓ A SU PADRE POR NUESTROS PECADOS
Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre
606 El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo … para hacer, oh Dios, tu voluntad … En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).
607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: «¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12, 27). «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?» (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19, 30), dice: «Tengo sed» (Jn 19, 28).
«El cordero que quita el pecado del mundo»
608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14;cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: «Servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) porque «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en «la noche en que fue entregado»(1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19). «Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).
611 La Eucaristía que instituyó en este momento será el «memorial» (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: «Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también consagrados en la verdad» (Jn 17, 19; cf. Cc Trento: DS 1752, 1764).
La agonía de Getsemaní
612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose «obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz ..» (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del «Príncipe de la Vida» (Hch 3, 15), de «el que vive» (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para «llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero» (1 P 2, 24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo
613 La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del «cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con El por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28;cf. Lv 16, 15-16).
614 Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos con él (cf. Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
615 «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación», «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará» (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: DS 1529).
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
616 El «amor hasta el extremo»(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
617 «Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justif icationem meruit» («Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación»)enseña el Concilio de Trento (DS 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna» (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «O crux, ave, spes unica» («Salve, oh cruz, única esperanza», himno «Vexilla Regis»).
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22, 2), él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo
(Sta. Rosa de Lima, vida)
RESUMEN
619 «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras»(1 Co 15, 3).
620 Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque «El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Co 5, 19).
621 Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado durante la última cena: «Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19).
622 La redención de Cristo consiste en que él «ha venido a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28), es decir «a amar a los suyos hasta el extremo» (Jn 13, 1) para que ellos fuesen «rescatados de la conducta necia heredada de sus padres» (1 P 1, 18).
623 Por su obediencia amorosa a su Padre, «hasta la muerte de cruz» (Flp 2, 8) Jesús cumplió la misión expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que «justifica a muchos cargando con las culpas de ellos». (Is 53, 11; cf. Rm 5, 19).
Párrafo 3 JESUCRISTO FUE SEPULTADO
624 «Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos» (Hb 2, 9). En su designio de salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente «muriese por nuestros pecados» (1 Co 15, 3) sino también que «gustase la muerte», es decir, que conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó . Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (cf. Jn 19, 42) manifiesta el gran reposo sabático de Dios (cf. Hb 4, 4-9) después de realizar (cf. Jn 19, 30) la salvación de los hombres, que establece en la paz el universo entero (cf. Col 1, 18-20).
El cuerpo de Cristo en el sepulcro
625 La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasible de Cristo antes de Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma persona de «El que vive» que puede decir: «estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1, 18):
Dios [el Hijo] no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la natur aleza pero los reunió de nuevo, uno con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser El mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en él la descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando él mismo el principio de reunión de las partes separadas (S. Gregorio Niceno, or. catech. 16).
626 Ya que el «Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte» (Hch 3,15) es al mismo tiempo «el Viviente que ha resucitado» (Lc 24, 5-6), era necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte:
Por el hecho de que en la muerte de Cristo el alma haya sido separada de la carne, la persona única no se encontró dividida en dos personas; porque el cuerpo y el alma de Cristo existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte, aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo (S. Juan Damasceno, f.o. 3, 27).
«No dejarás que tu santo vea la corrupción»
627 La muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que la Persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste no fue un despojo mortal como los demás porque «no era posible que la muerte lo dominase» (Hch 2, 24) y por eso de Cristo se puede decir a la vez: «Fue arrancado de la tierra de los vivos» (Is 53, 8); y: «mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción» (Hch 2,26-27; cf.Sal 16, 9-10). La Resurrección de Jesús «al tercer día» (1Co 15, 4; Lc 24, 46; cf. Mt 12, 40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día (cf. Jn 11, 39).
«Sepultados con Cristo … «
628 El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,4; cf Col 2, 12; Ef 5, 26).
RESUMEN
629 Jesús gustó la muerte para bien de todos (cf. Hb 2, 9). Es verdaderamente el Hijo de Dios hecho hombre que murió y fue sepultado.
630 Durante el tiempo que Cristo permaneció en el sepulcro su Persona divina continuó asumiendo tanto su alma como su cuerpo, separados sin embargo entre sí por causa de la muerte. Por eso el cuerpo muerto de Cristo «no conoció la corrupción» (Hch 13,37).
Artículo 5 «JESUCRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS»
631 «Jesús bajó a las regiones inferiores de la tierra. Este que bajó es el mismo que subió» (Ef 4, 9-10). El Símbolo de los Apóstoles confiesa en un mismo artículo de fe el descenso de Cristo a los infiernos y su Resurrección de los muertos al tercer día, porque es en su Pascua donde, desde el fondo de la muerte, él hace brotar la vida:
Christus, filius tuus,
qui, regressus ab inferis,
humano generi serenus illuxit,
et vivit et regnat in saecula saeculorum. Amen.
(Es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos.Amén).
(MR, Vigilia pascual 18: Exultet)
Párrafo 1 CRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS
632 Las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús «resucitó de entre los muertos» (Hch 3, 15; Rm 8, 11; 1 Co 15, 20) presuponen que, antes de la resurrección, permaneció en la morada de los muertos (cf. Hb 13, 20). Es el primer sentido que dio la predicación apostólica al descenso de Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte como todos los hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos. Pero ha descendido como Salvador proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí detenidos (cf. 1 P 3,18-19).
633 La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el «seno de Abraham» (cf. Lc 16, 22-26). «Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos» (Catech. R. 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (cf. Cc. de Roma del año 745; DS 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. DS 1011; 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Cc de Toledo IV en el año 625; DS 485; cf. también Mt 27, 52-53).
634 «Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva …» (1 P 4, 6). El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase de la misión mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares porque todos los que se salvan se hacen partícipes de la Redención.
635 Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte (cf. Mt 12, 40; Rm 10, 7; Ef 4, 9) para «que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan» (Jn 5, 25). Jesús, «el Príncipe de la vida» (Hch 3, 15) aniquiló «mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud «(Hb 2, 14-15). En adelante, Cristo resucitado «tiene las llaves de la muerte y del Hades» (Ap 1, 18) y «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos» (Flp 2, 10).
Un gran silencio reina hoy en la tierra, un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra ha temblado y se ha calmado porque Dios se ha dormido en la carne y ha ido a despertar a los que dormían desde hacía siglos … Va a buscar a Adán, nuestro primer Padre, la oveja perdida. Quiere ir a visitar a todos los que se encuentran en las tinieblas y a la sombra de la muerte. Va para liberar de sus dolores a Adán encadenado y a Eva, cautiva con él, El que es al mismo tiempo su Dios y su Hijo…»Yo soy tu Dios y por tu causa he sido hecho tu Hijo. Levántate, tú que dormías porque no te he creado para que permanezcas aquí encadenado en el infierno. Levántate de entre los muertos, yo soy la vida de los muertos (Antigua homilía para el Sábado Santo).
RESUMEN
636 En la expresión «Jesús descendió a los infiernos», el símbolo confiesa que Jesús murió realmente, y que, por su muerte en favor nuestro, ha vencido a la muerte y al Diablo «Señor de la muerte» (Hb 2, 14).
637 Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido.
Párrafo 2 AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS
638 «Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:
Cristo resucitó de entre los muertos.
Con su muerte venció a la muerte.
A los muertos ha dado la vida.
(Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)
I EL ACONTECIMIENTO HISTÓRICO Y TRANSCENDENTE
639 El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: «(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).
El sepulcro vacío
640 «¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). «El discípulo que Jesús amaba» (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir «las vendas en el suelo»(Jn 20, 6) «vio y creyó» (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
Las apariciones del Resucitado
641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24, 34).
642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles – y a Pedro en particular – en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos «testigos de la Resurrección de Cristo» (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos («la cara sombría»: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y «sus palabras les parecían como desatinos» (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua «les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). «No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados» (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, «algunos sin embargo dudaron» (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació – bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o «bajo otra figura» (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena «ordinaria». En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es «el hombre celestial» (cf. 1 Co 15, 35-50).
La resurrección como acontecimiento transcendente
647 «¡Qué noche tan dichosa, canta el «Exultet» de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!». En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, «a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo» (Hch 13, 31).
II LA RESURRECCIÓN OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que «ha resucitado» (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente «Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: «doy mi vida, para recobrarla de nuevo … Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17-18). «Creemos que Jesús murió y resucitó» (1 Te 4, 14).
650 Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: «Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas» (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también DS 325; 359; 369; 539).
III SENTIDO Y ALCANCE SALVÍFICO DE LA RESURRECCIÓN
651 «Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe»(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión «según las Escrituras» (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros … al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy» (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
654 Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos … así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655 Por último, la Resurrección de Cristo – y el propio Cristo resucitado – es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron … del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15).
RESUMEN
656 La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente transcendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios.
657 El sepulcro vacío y las vendas en el suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado por el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción . Preparan a los discípulos para su encuentro con el Resucitado.
658 Cristo, «el primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18), es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cf. Rm 6, 4), más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (cf. Rm 8, 11).
Artículo 6 “JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS, Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”
659 «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf.Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo «como un abortivo» (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).
660 El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: «Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo (cf. Jn 16,28). «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre» (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino» (MR, Prefacio de la Ascensión).
662 «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí»(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor»(Hb 7, 25). Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros»(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
663 Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno, f.o. 4, 2; PG 94, 1104C).
664 Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin» (Símbolo de Nicea-Constantinopla).
RESUMEN
665 La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).
666 Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente.
667 Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.
Artículo 7 “DESDE ALLÍ HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”
I VOLVERA EN GLORIA
Cristo reina ya mediante la Iglesia …
668 «Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación» porque el Padre «bajo sus pies sometió todas las cosas»(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). «La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio», «constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (LG 3;5).
670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la «última hora» (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). «El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta» (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
… esperando que todo le sea sometido
671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado «con gran poder y gloria» (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y «mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios» (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: «Ven, Señor Jesús» (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la «tristeza» (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de Israel
673 Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos «toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad» (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1 Te 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén «retenidos» en las manos de Dios (cf. 2 Te 2, 3-12).
674 La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por «todo Israel» (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que «una parte está endurecida» (Rm 11, 25) en «la incredulidad» respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: «Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas» (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: «si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?» (Rm 11, 5). La entrada de «la plenitud de los judíos» (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de «la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios «llegar a la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13) en la cual «Dios será todo en nosotros» (1 Co 15, 28).
La última prueba de la Iglesia
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el «Misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Te 2, 4-12; 1Te 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
676 Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, «intrínsecamente perverso» (cf. Pío XI, «Divini Redemptoris» que condena el «falso misticismo» de esta «falsificación de la redención de los humildes»; GS 20-21).
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).
II PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS
678 Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
679 Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. «Adquirió» este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado «todo juicio al Hijo» (Jn 5, 22;cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).
RESUMEN
680 Cristo, el Señor, reina ya por la Iglesia, pero todavía no le están sometidas todas las cosas de este mundo. El triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal.
681 El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia.
682 Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia.
CAPÍTULO TERCERO: CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
683 «Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia:
El Bautismo nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo (San Ireneo, dem. 7).
684 El Espíritu Santo con su gracia es el «primero» que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: «que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). No obstante, es el «último» en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad . San Gregorio Nacianceno, «el Teólogo», explica esta progresión por medio de la pedagogía de la «condescendencia» divina:
El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida … Así por avances y progresos «de gloria en gloria», es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos (San Gregorio Nacianceno, or. theol. 5, 26).
685 Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, «que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración gloria» (Símbolo de Nicea-Constantinopla). Por eso se ha hablado del misterio divino del Espíritu Santo en la «teología» trinitaria, en tanto que aquí no se tratará del Espíritu Santo sino en la «Economía» divina.
686 El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Pero es en los «últimos tiempos», inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este Designio Divino, que se consuma en Cristo, «primogénito» y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna.
Artículo 8 “CREO EN EL ESPÍRITU SANTO”
687 «Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2, 11). Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que «habló por los profetas» nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos «desvela» a Cristo «no habla de sí mismo» (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué «el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce», mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos (Jn 14, 17).
688 La Iglesia, Comunión viviente en la fe de los apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
– en las Escrituras que El ha inspirado:
– en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
– en el Magisterio de la Iglesia, al que El asiste;
– en la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en Comunión con Cristo;
– en la oración en la cual El intercede por nosotros;
– en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia;
– en los signos de vida apostólica y misionera;
– en el testimonio de los santos, donde El manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.
I LA MISIÓN CONJUNTA DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU
689 Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4, 6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e individible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela.
690 Jesús es Cristo, «ungido», porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud (cf. Jn 3, 34). Cuando por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39), puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: El les comunica su Gloria (cf. Jn 17, 22), es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica (cf. Jn 16, 14). La misión conjunta y mutua se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en él:
La noción de la unción sugiere …que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu… de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe (San Gregorio Niceno, Spir. 3, 1).
II EL NOMBRE, LOS APELATIVOS Y LOS SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU SANTO
El nombre propio del Espíritu Santo
691 «Espíritu Santo», tal es el nombre propio de Aquél que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa en el Bautismo de sus nuevos hijos (cf. Mt 28, 19).
El término «Espíritu» traduce el término hebreo «Ruah», que en su primera acepción significa soplo, aire, viento. Jesús utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a Nicodemo la novedad transcendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8). Por otra parte, Espíritu y Santo son atributos divinos comunes a las Tres Personas divinas. Pero, uniendo ambos términos, la Escritura, la Liturgia y el lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco posible con los demás empleos de los términos «espíritu» y «santo».
Los apelativos del Espíritu Santo
692 Jesús, cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama el «Paráclito», literalmente «aquél que es llamado junto a uno», «advocatus» (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7). «Paráclito» se traduce habitualmente por «Consolador», siendo Jesús el primer consolador (cf. 1 Jn 2, 1). El mismo Señor llama al Espíritu Santo «Espíritu de Verdad» (Jn 16, 13).
693 Además de su nombre propio, que es el más empleado en el libro de los Hechos y en las cartas de los apóstoles, en San Pablo se encuentran los siguientes apelativos: el Espíritu de la promesa(Ga 3, 14; Ef 1, 13), el Espíritu de adopción (Rm 8, 15; Ga 4, 6), el Espíritu de Cristo (Rm 8, 11), el Espíritu del Señor (2 Co 3, 17), el Espíritu de Dios (Rm 8, 9.14; 15, 19; 1 Co 6, 11; 7, 40), y en San Pedro, el Espíritu de gloria (1 P 4, 14).
Los símbolos del Espíritu Santo
694 El agua. El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo. Pero «bautizados en un solo Espíritu», también «hemos bebido de un solo Espíritu»(1 Co 12, 13): el Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna (cf. Jn 4, 10-14; 7, 38; Ex 17, 1-6; Is 55, 1; Za 14, 8; 1 Co 10, 4; Ap 21, 6; 22, 17).
695 La unción. El simbolismo de la unción con el óleo es también significativo del Espíritu Santo, hasta el punto de que se ha convertido en sinónimo suyo (cf. 1 Jn 2, 20. 27; 2 Co 1, 21). En la iniciación cristiana es el signo sacramental de la Confirmación, llamada justamente en las Iglesias de Oriente «Crismación». Pero para captar toda la fuerza que tiene, es necesario volver a la Unción primera realizada por el Espíritu Santo: la de Jesús. Cristo [«Mesías» en hebreo] significa «Ungido» del Espíritu de Dios. En la Antigua Alianza hubo «ungidos» del Señor (cf. Ex 30, 22-32), de forma eminente el rey David (cf. 1 S 16, 13). Pero Jesús es el Ungido de Dios de una manera única: La humanidad que el Hijo asume está totalmente «ungida por el Espíritu Santo». Jesús es constituido «Cristo» por el Espíritu Santo (cf. Lc 4, 18-19; Is 61, 1). La Virgen María concibe a Cristo del Espíritu Santo quien por medio del ángel lo anuncia como Cristo en su nacimiento (cf. Lc 2,11) e impulsa a Simeón a ir al Templo a ver al Cristo del Señor(cf. Lc 2, 26-27); es de quien Cristo está lleno (cf. Lc 4, 1) y cuyo poder emana de Cristo en sus curaciones y en sus acciones salvíficas (cf. Lc 6, 19; 8, 46). Es él en fin quien resucita a Jesús de entre los muertos (cf. Rm 1, 4; 8, 11). Por tanto, constituido plenamente «Cristo» en su Humanidad victoriosa de la muerte (cf. Hch 2, 36), Jesús distribuye profusamente el Espíritu Santo hasta que «los santos» constituyan, en su unión con la Humanidad del Hijo de Dios, «ese Hombre perfecto … que realiza la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13): «el Cristo total» según la expresión de San Agustín.
696 El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que «surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha» (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, «que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego» (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!» (Lc 12, 49). Bajo la forma de lenguas «como de fuego», como el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). «No extingáis el Espíritu»(1 Te 5, 19).
697 La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf. Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. El es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre «con su sombra» para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es El quien «vino en una nube y cubrió con su sombra» a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle» (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que «ocultó a Jesús a los ojos» de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cf. Lc 21, 27).
698 El sello es un símbolo cercano al de la unción. En efecto, es Cristo a quien «Dios ha marcado con su sello» (Jn 6, 27) y el Padre nos marca también en él con su sello (2 Co 1, 22; Ef 1, 13; 4, 30). Como la imagen del sello [«sphragis»] indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen se ha utilizado en ciertas tradiciones teológicas para expresar el «carácter» imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales no pueden ser reiterados.
699 La mano. Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos(cf. Mc 6, 5; 8, 23) y bendice a los niños (cf. Mc 10, 16).En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo (cf. Mc 16, 18; Hch 5, 12; 14, 3). Más aún, mediante la imposición de manos de los Apóstoles el Espíritu Santo nos es dado (cf. Hch 8, 17-19; 13, 3; 19, 6). En la carta a los Hebreos, la imposición de las manos figura en el número de los «artículos fundamentales» de su enseñanza (cf. Hb 6, 2). Este signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha conservado en sus epíclesis sacramentales.
700 El dedo. «Por el dedo de Dios expulso yo [Jesús] los demonios» (Lc 11, 20). Si la Ley de Dios ha sido escrita en tablas de piedra «por el dedo de Dios» (Ex 31, 18), la «carta de Cristo» entregada a los Apóstoles «está escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón» (2 Co 3, 3). El himno «Veni Creator» invoca al Espíritu Santo como «digitus paternae dexterae» («dedo de la diestra del Padre»).
701 La paloma. Al final del diluvio (cuyo simbolismo se refiere al Bautismo), la paloma soltada por Noé vuelve con una rama tierna de olivo en el pico, signo de que la tierra es habitable de nuevo(cf. Gn 8, 8-12). Cuando Cristo sale del agua de su bautismo, el Espíritu Santo, en forma de paloma, baja y se posa sobre él (cf. Mt 3, 16 par.). El Espíritu desciende y reposa en el corazón purificado de los bautizados. En algunos templos, la santa Reserva eucarística se conserva en un receptáculo metálico en forma de paloma (el columbarium), suspendido por encima del altar. El símbolo de la paloma para sugerir al Espíritu Santo es tradicional en la iconografía cristiana.
III EL ESPÍRITU Y LA PALABRA DE DIOS EN EL TIEMPO DE LAS PROMESAS
702 Desde el comienzo y hasta «la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4), la Misión conjunta del Verbo y del Espíritu del Padre permanece oculta pero activa. El Espíritu de Dios preparaba entonces el tiempo del Mesías, y ambos, sin estar todavía plenamente revelados, ya han sido prometidos a fin de ser esperados y aceptados cuando se manifiesten. Por eso, cuando la Iglesia lee el Antiguo Testamento (cf. 2 Co 3, 14), investiga en él (cf. Jn 5, 39-46) lo que el Espíritu, «que habló por los profetas», quiere decirnos acerca de Cristo.
Por «profetas», la fe de la Iglesia entiende aquí a todos los que fueron inspirados por el Espíritu Santo en el vivo anuncio y en la redacción de los Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. La tradición judía distingue la Ley [los cinco primeros libros o Pentateuco], los Profetas [que nosotros llamamos los libros históricos y proféticos] y los Escritos [sobre todo sapienciales, en particular los Salmos, cf. Lc 24, 44].
En la Creación
703 La Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y de la vida de toda creatura (cf. Sal 33, 6; 104, 30; Gn 1, 2; 2, 7; Qo 3, 20-21; Ez 37, 10):
Es justo que el Espíritu Santo reine, santifique y anime la creación porque es Dios consubstancial al Padre y al Hijo … A El se le da el poder sobre la vida, porque siendo Dios guarda la creación en el Padre por el Hijo (Liturgia bizantina, Tropario de maitines, domingos del segundo modo).
704 «En cuanto al hombre, es con sus propias manos [es decir, el Hijo y el Espíritu Santo] como Dios lo hizo … y él dibujó sobre la carne moldeada su propia forma, de modo que incluso lo que fuese visible llevase la forma divina» (San Ireneo, dem. 11).
El Espíritu de la promesa
705 Desfigurado por el pecado y por la muerte, el hombre continua siendo «a imagen de Dios», a imagen del Hijo, pero «privado de la Gloria de Dios» (Rm 3, 23), privado de la «semejanza». La Promesa hecha a Abraham inaugura la Economía de la Salvación, al final de la cual el Hijo mismo asumirá «la imagen» (cf. Jn 1, 14; Flp 2, 7) y la restaurará en «la semejanza» con el Padre volviéndole a dar la Gloria, el Espíritu «que da la Vida».
706 Contra toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una descendencia, como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo (cf. Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38. 54-55; Jn 1, 12-13; Rm 4, 16-21). En ella serán bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 12, 3). Esta descendencia será Cristo (cf. Ga 3, 16) en quien la efusión del Espíritu Santo formará «la unidad de los hijos de Dios dispersos» (cf. Jn 11, 52). Comprometiéndose con juramento (cf. Lc 1, 73), Dios se obliga ya al don de su Hijo Amado (cf. Gn 22, 17-19; Rm 8, 32;Jn 3, 16) y al don del «Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda … para redención del Pueblo de su posesión» (Ef 1, 13-14; cf. Ga 3, 14).
En las Teofanías y en la Ley
707 Las Teofanías [manifestaciones de Dios] iluminan el camino de la Promesa, desde los Patriarcas a Moisés y desde Josué hasta las visiones que inauguran la misión de los grandes profetas. La tradición cristiana siempre ha reconocido que, en estas Teofanías, el Verbo de Dios se dejaba ver y oír, a la vez revelado y «cubierto» por la nube del Espíritu Santo.
708 Esta pedagogía de Dios aparece especialmente en el don de la Ley (cf. Ex 19-20; Dt 1-11; 29-30), que fue dada como un «pedagogo» para conducir al Pueblo hacia Cristo (Ga 3, 24). Pero su impotencia para salvar al hombre privado de la «semejanza» divina y el conocimiento creciente que ella da del pecado (cf. Rm 3, 20) suscitan el deseo del Espíritu Santo. Los gemidos de los Salmos lo atestiguan.
En el Reino y en el Exilio
709 La Ley, signo de la Promesa y de la Alianza, habría debido regir el corazón y las instituciones del Pueblo salido de la fe de Abraham. «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, … seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6; cf. 1 P 2, 9). Pero, después de David, Israel sucumbe a la tentación de convertirse en un reino como las demás naciones. Pues bien, el Reino objeto de la promesa hecha a David (cf. 2 S 7; Sal 89; Lc 1, 32-33) será obra del Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu.
710 El olvido de la Ley y la infidelidad a la Alianza llevan a la muerte: el Exilio, aparente fracaso de las Promesas, es en realidad fidelidad misteriosa del Dios Salvador y comienzo de una restauración prometida, pero según el Espíritu. Era necesario que el Pueblo de Dios sufriese esta purificación (cf. Lc 24, 26); el Exilio lleva ya la sombra de la Cruz en el Designio de Dios, y el Resto de pobres que vuelven del Exilio es una de la figuras más transparentes de la Iglesia.
La espera del Mesías y de su Espíritu
711 «He aquí que yo lo renuevo»(Is 43, 19): dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (cf. So 2, 3), que aguardan en la esperanza la «consolación de Israel» y «la redención de Jerusalén» (cf. Lc 2, 25. 38).
Ya se ha dicho cómo Jesús cumple las profecías que a él se refieren. A continuación se describen aquellas en que aparece sobre todo la relación del Mesías y de su Espíritu.
712 Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel (cf. Is 6, 12) («cuando Isaías tuvo la visión de la Gloria» de Cristo: Jn 12, 41), en particular en Is 11, 1-2:
Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el Espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y temor del Señor.
713 Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra «condición de esclavos» (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714 Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
715 Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del «amor y de la fidelidad» (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los «últimos tiempos», el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
716 El Pueblo de los «pobres» (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor «un pueblo bien dispuesto» (cf. Lc 1, 17).
IV EL ESPÍRITU DE CRISTO EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
Juan, Precursor, Profeta y Bautista
717 «Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue «lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La «visitación» de María a Isabel se convirtió así en «visita de Dios a su pueblo» (Lc 1, 68).
718 Juan es «Elías que debe venir» (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como «precursor»] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1, 17).
719 Juan es «más que un profeta» (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el «hablar por los profetas». Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cf. Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la «voz» del Consolador que llega (Jn 1, 23; cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el Espíritu de Verdad, «vino como testigo para dar testimonio de la luz» (Jn 1, 7;cf. Jn 15, 26; 5, 33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las «indagaciones de los profetas» y la ansiedad de los ángeles (1 P 1, 10-12): «Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo … Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios … He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1, 33-36).
720 En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la «semejanza» divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 5).
“Alégrate, llena de gracia”
721 María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la sabiduría, la tradición de la Iglesia los ha entendido frecuentemente con relación a María (cf. Pr 8, 1-9, 6; Si 24): María es cantada y representada en la Liturgia como el trono de la «Sabiduría».
En ella comienzan a manifestarse las «maravillas de Dios», que el Espíritu va a realizar en Cristo y en la Iglesia:
722 El Espíritu Santo preparó a María con su gracia . Convenía que fuese «llena de gracia» la madre de Aquél en quien «reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la «Hija de Sión»: «Alégrate» (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, es la acción de gracias de todo el Pueblo de Dios, y por tanto de la Iglesia, esa acción de gracias que ella eleva en su cántico al Padre en el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 46-55).
723 En María el Espíritu Santo realiza el designio benevolente del Padre. La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe (cf. Lc 1, 26-38; Rm 4, 18-21; Ga 4, 26-28).
724 En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne dándolo a conocer a los pobres (cf. Lc 2, 15-19) y a las primicias de las naciones (cf. Mt 2, 11).
725 En fin, por medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en Comunión con Cristo a los hombres «objeto del amor benevolente de Dios» (cf. Lc 2, 14), y los humildes son siempre los primeros en recibirle: los pastores, los magos, Simeón y Ana, los esposos de Caná y los primeros discípulos.
726 Al término de esta Misión del Espíritu, María se convierte en la «Mujer», nueva Eva «madre de los vivientes», Madre del «Cristo total» (cf. Jn 19, 25-27). Así es como ella está presente con los Doce, que «perseveraban en la oración, con un mismo espíritu» (Hch 1, 14), en el amanecer de los «últimos tiempos» que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.
Cristo Jesús
727 Toda la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos se resume en que el Hijo es el Ungido del Padre desde su Encarnación: Jesús es Cristo, el Mesías.
Todo el segundo capítulo del Símbolo de la fe hay que leerlo a la luz de esto. Toda la obra de Cristo es misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. Aquí se mencionará solamente lo que se refiere a la promesa del Espíritu Santo hecha por Jesús y su don realizado por el Señor glorificado.
728 Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo (cf. Jn 6, 27. 51.62-63). Lo sugiere también a Nicodemo (cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (cf. Jn 4, 10. 14. 23-24) y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7, 37-39). A sus discípulos les habla de él abiertamente a propósito de la oración (cf. Lc 11, 13) y del testimonio que tendrán que dar (cf. Mt 10, 19-20).
729 Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres (cf. Jn 14, 16-17. 26; 15, 26; 16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.
730 Por fin llega la Hora de Jesús (cf. Jn 13, 1; 17, 1): Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46; Jn 19, 30) en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, «resucitado de los muertos por la Gloria del Padre» (Rm 6, 4), enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento (cf. Jn 20, 22). A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. Mt 28, 19; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8).
V EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA EN LOS ÚLTIMOS TIEMPOS
Pentecostés
731 El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu.
732 En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en El: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los «últimos tiempos», el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:
Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado (Liturgia bizantina, Tropario de Vísperas de Pentecostés; empleado también en las liturgias eucarísticas después de la comunión)
El Espíritu Santo, El Don de Dios
733 «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8. 16) y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor «Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
734 Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.
735 El nos da entonces las «arras» o las «primicias» de nuestra herencia (cf. Rm 8, 23; 2 Co 1, 21): la Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar «como él nos ha amado» (cf. 1 Jn 4, 11-12). Este amor (la caridad de 1 Co 13) es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos «recibido una fuerza, la del Espíritu Santo» (Hch 1, 8).
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza»(Ga 5, 22-23). «El Espíritu es nuestra Vida»: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más «obramos también según el Espíritu» (Ga 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).
El Espíritu Santo y la Iglesia
737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den «mucho fruto» (Jn 15, 5. 8. 16).
738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):
Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí … y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él . Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual (San Cirilo de Alejandría, Jo 12).
739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la segunda parte del Catecismo).
740 Estas «maravillas de Dios», ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la tercera parte del Catecismo).
741 «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración (esto será el objeto de la cuarta parte del Catecismo).
RESUMEN
742 «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:Abba, Padre» (Ga 4, 6).
743 Desde el comienzo y hasta de la consumación de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía siempre a su Espíritu: la misión de ambos es conjunta e inseparable.
744 En la plenitud de los tiempos, el Espíritu Santo realiza en María todas las preparaciones para la venida de Cristo al Pueblo de Dios. Mediante la acción del Espíritu Santo en ella, el Padre da al mundo el Emmanue l, «Dios con nosotros» (Mt 1, 23).
745 El Hijo de Dios es consagrado Cristo [Mesías] mediante la Unción del Espíritu Santo en su Encarnación (cf. Sal 2, 6-7).
746 Por su Muerte y su Resurrección, Jesús es constituído Señor y Cristo en la gloria (Hch 2, 36). De su plenitud derrama el Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la Iglesia.
747 El Espíritu Santo que Cristo, Cabeza, derrama sobre sus miembros, construye, anima y santifica a la Iglesia. Ella es el sacramento de la Comunión de la Santísima Trinidad con los hombres.
Articulo 9 “CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA”
748 «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el evangelio a todas las criaturas». Con estas palabras comienza la «Constitución dogmática sobre la Iglesia» del Concilio Vaticano II. Así, el Concilio muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.
749 El artículo sobre la Iglesia depende enteramente también del que le precede, sobre el Espíritu Santo. «En efecto, después de haber mostrado que el Espíritu Santo es la fuente y el dador de toda santidad, confesamos ahora que es El quien ha dotado de santidad a la Iglesia» (Catech. R. 1, 10, 1). La Iglesia, según la expresión de los Padres, es el lugar «donde florece el Espíritu» (San Hipóli to, t.a. 35).
750 Creer que la Iglesia es «Santa» y «Católica», y que es «Una» y «Apostólica» (como añade el Símbolo nicenoconstantinopolitano) es inseparable de la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa («Credo … Ecclesiam»), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia (cf. Catech. R. 1, 10, 22).
Párrafo 1 LA IGLESIA EN EL DESIGNIO DE DIOS
I LOS NOMBRES Y LAS IMÁGENES DE LA IGLESIA
751 La palabra «Iglesia» [«ekklèsia», del griego «ek-kalein» – «llamar fuera»] significa «convocación». Designa asambleas del pueblo (cf. Hch 19, 39), en general de carácter religioso. Es el término frecuentemente utilizado en el texto griego del Antiguo Testamento para designar la asamblea del pueblo elegido en la presencia de Dios, sobre todo cuando se trata de la asamblea del Sinaí, en donde Israel recibió la Ley y fue constituido por Dios como su pueblo santo (cf. Ex 19). Dándose a sí misma el nombre de «Iglesia», la primera comunidad de los que creían en Cristo se reconoce heredera de aquella asamblea. En ella, Dios «convoca» a su Pueblo desde todos los confines de la tierra. El término «Kiriaké», del que se deriva las palabras «church» en inglés, y «Kirche» en alemán, significa «la que pertenece al Señor».
752 En el lenguaje cristiano, la palabra «Iglesia» designa no sólo la asamblea litúrgica (cf. 1 Co 11, 18; 14, 19. 28. 34. 35), sino también la comunidad local (cf. 1 Co 1, 2; 16, 1) o toda la comunidad universal de los creyentes (cf. 1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6). Estas tres significaciones son inseparables de hecho. La «Iglesia» es el pueblo que Dios reúne en el mundo entero. La Iglesia de Dios existe en las comunidades locales y se realiza como asamblea litúrgica, sobre todo eucarística. La Iglesia vive de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo.
Los símbolos de la Iglesia
753 En la Sagrada Escritura encontramos multitud de imágenes y de figuras relacionadas entre sí, mediante las cuales la revelación habla del Misterio inagotable de la Iglesia. Las imágenes tomadas del Antiguo Testamento constituyen variaciones de una idea de fondo, la del «Pueblo de Dios». En el Nuevo Testamento (cf. Ef 1, 22; Col 1, 18), todas estas imágenes adquieren un nuevo centro por el hecho de que Cristo viene a ser «la Cabeza» de este Pueblo (cf. LG 9) el cual es desde entonces su Cuerpo. En torno a este centro se agrupan imágenes «tomadas de la vida de los pastores, de la agricultura, de la construcción, incluso de la familia y del matrimonio» (LG 6).
754 «La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo(Jn 10, 1-10). Es también el rebaño cuy pastor será el mismo Dios, como él mismo anunció (cf. Is 40, 11; Ez 34, 11-31). Aunque son pastores humanos quien es gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; El, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cf. Jn 10, 11; 1 P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11-15)».
755 «La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cf. Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)».
756 «También muchas veces a la Iglesia se la llama construcción de Dios (1 Co 3, 9). El Señor mismo se comparó a la piedra que desecharon los constructores, pero que se convirtió en la piedra angular (Mt 21, 42 par.; cf. Hch 4, 11; 1 P 2, 7; Sal 118, 22). Los apóstoles construyen la Iglesia sobre ese fundamento (cf. 1 Co 3, 11), que le da solidez y cohesión. Esta construcción recibe diversos nombres: casa de Dios: casa de Dios (1 Tim 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap 21, 3), y sobre todo, templo santo. Representado en los templos de piedra, los Padres cantan sus alabanzas, y la liturgia, con razón, lo compara a la ciudad santa, a la nueva Jerusalén. En ella, en efecto, nosotros como piedras vivas entramos en su construcción en este mundo (cf. 1 P 2, 5). San Juan ve en el mundo renovado bajar del cielo, de junto a Dios, esta ciudad santa arreglada como una esposa embellecidas para su esposo (Ap 21, 1-2)».
757 «La Iglesia que es llamada también «la Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4, 26; cf. Ap 12, 17), y se la describe como la esposa inmaculada del Cordero inmaculado (Ap 19, 7; 21, 2. 9; 22, 17). Cristo `la amó y se entregó por ella para santificarla» (Ef 5, 25-26); se unió a ella en alianza indisoluble, `la alimenta y la cuida» (Ef 5, 29) sin cesar» (LG 6).
II ORIGEN, FUNDACIÓN Y MISIÓN DE LA IGLESIA
758 Para penetrar en el Misterio de la Iglesia, conviene primeramente contemplar su origen dentro del designio de la Santísima Trinidad y su realización progresiva en la historia.
Un designio nacido en el corazón del Padre
759 «El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina» a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: «Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia». Esta «familia de Dios» se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido «prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).
La Iglesia, prefigurada desde el origen del mundo
760 «El mundo fue creado en orden a la Iglesia» decían los cristianos de los primeros tiempos (Hermas, vis.2, 4,1; cf. Arístides, apol. 16, 6; Justino, apol. 2, 7). Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, «comunión» que se realiza mediante la «convocación» de los hombres en Cristo, y esta «convocación» es la Iglesia. La Iglesia es la finalidad de todas las cosas (cf. San Epifanio, haer. 1,1,5), e incluso las vicisitudes dolorosas como la caída de los ángeles y el pecado del hombre, no fueron permitidas por Dios más que como ocasión y medio de desplegar toda la fuerza de su brazo, toda la medida del amor que quería dar al mundo:
Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo, así su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia (Clemente de Alej. paed. 1, 6).
La Iglesia, preparada en la Antigua Alianza
761 La reunión del pueblo de Dios comienza en el instante en que el pecado destruye la comunión de los hombres con Dios y la de los hombres entre sí. La reunión de la Iglesia es por así decirlo la reacción de Dios al caos provocado por el pecado. Esta reunificación se realiza secretamente en el seno de todos los pueblos: «En cualquier nación el que le teme [a Dios] y practica la justicia le es grato» (Hch 10, 35; cf LG 9; 13; 16).
762 La preparación lejana de la reunión del pueblo de Dios comienza con la vocación de Abraham, a quien Dios promete que llegará a ser Padre de un gran pueblo (cf Gn 12, 2; 15, 5-6). La preparación inmediata comienza con la elección de Israel como pueblo de Dios (cf Ex 19, 5-6; Dt 7, 6). Por su elección, Israel debe ser el signo de la reunión futura de todas las naciones (cf Is 2, 2-5; Mi 4, 1-4). Pero ya los profetas acusan a Israel de haber roto la alianza y haberse comportado como una prostituta (cf Os 1; Is 1, 2-4; Jr 2; etc.). Anuncian, pues, una Alianza nueva y eterna (cf. Jr 31, 31-34; Is 55, 3). «Jesús instituyó esta nueva alianza» (LG 9).
La Iglesia – instituida por Cristo Jesús
763 Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su «misión» (cf. LG 3; AG 3). «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras» (LG 5). Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo «presente ya en misterio» (LG 3).
764 «Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo» (LG 5). Acoger la palabra de Jesús es acoger «el Reino» (ibid.). El germen y el comienzo del Reino son el «pequeño rebaño» (Lc 12, 32), de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor (cf. Mt 10, 16; 26, 31; Jn 10, 1-21). Constituyen la verdadera familia de Jesús (cf. Mt 12, 49). A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva «manera de obrar», sino también una oración propia (cf. Mt 5-6).
765 El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (cf. Mc 3, 14-15); puesto que representan a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21, 12-14). Los Doce (cf. Mc6, 7) y los otros discípulos (cf. Lc 10,1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte (cf. Mt 10, 25; Jn 15, 20). Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.
766 Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la Cruz. «El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento» (LG 3 .»Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia» (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz (cf. San Ambrosio, Luc 2, 85-89).
La Iglesia, manifestada por el Espíritu Santo
767 «Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia» (LG 4). Es entonces cuando «la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del evangelio entre los pueblos mediante la predicación» (AG 4). Como ella es «convocatoria» de salvación para todos los hombres, la Iglesia, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).
768 Para realizar su misión, el Espíritu Santo «la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos» LG 4). «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (LG 5).
La Iglesia, consumada en la gloria
769 La Iglesia «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo» (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (San Agustín, civ. 18, 51;cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimimento pleno del Reino, «y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria» (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, «todos los justos desde Adán, `desde el justo Abel hasta el último de los elegidos» se reunirán con el Padre en la Iglesia universal» (LG 2).
III EL MISTERIO DE LA IGLESIA
770 La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente «con los ojos de la fe» (Catech. R. 1,10, 20) se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina.
La Iglesia, a la vez visible y espiritual
771 «Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible. La mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la verdad y la gracia». La Iglesia es a la vez:
– «sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo;
– el grupo visible y la comunidad espiritual
– la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo».
Estas dimensiones juntas constituyen «una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano» (LG 8):
Es propio de la Iglesia «ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (SC 2).
¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y una aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido, pero también la hermosa su forma celestial (San Bernardo, Cant. 27, 14).
La Iglesia, Misterio de la unión de los hombres con Dios
772 En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios: «recapitular todo en El» (Ef 1, 10). San Pablo llama «gran misterio» (Ef 5, 32) al desposorio de Cristo y de la Iglesia. Porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en Misterio (cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el Misterio, San Pablo escribe: el misterio «es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1, 27)
773 En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por «la caridad que no pasará jamás»(1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (cf. LG 48). «Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del «gran Misterio» en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo» (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesia como la «Esposa sin tacha ni arruga» (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina» (ibid.).
La Iglesia, sacramento universal de la salvación
774 La palabra griega «mysterion» ha sido traducida en latín por dos términos: «mysterium» y «sacramentum». En la interpretación posterior, el término «sacramentum» expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la salvación, indicada por el término «mysterium». En este sentido, Cristo es El mismo el Misterio de la salvación: «Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus» («No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo») (San Agustín, ep. 187, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también «los santos Misterios»). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada «sacramento».
775 «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano «(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres «de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es «signo e instrumento» de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.
776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo «como instrumento de redención universal» (LG 9), «sacramento universal de salvación» (LG 48), por medio del cual Cristo «manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45, 1). Ella «es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad» (Pablo VI, discurso 22 junio 1973) que quiere «que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo» (AG 7; cf. LG 17).
RESUMEN
777 La palabra «Iglesia» significa «convocación». Designa la asamblea de aquellos a quienes convoca la palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo.
778 La Iglesia es a la vez camino y término del designio de Dios: prefigurada en la creación, preparada en la Antigua Alianza, fundada por las palabras y las obras de Jesucristo, realizada por su Cruz redentora y su Resurrección, se manifiesta como misterio de salvación por la efusión del Espíritu Santo. Quedará consumada en la gloria del cielo como asamblea de todos los redimidos de la tierra (cf. Ap 14,4).
779 La Iglesia es a la vez visible y espiritual, sociedad jerárquica y Cuerpo Místico de Cristo. Es una, formada por un doble elemento humano y divino. Ahí está su Misterio que sólo la fe puede aceptar.
780 La Iglesia es, en este mundo, el sacramento de la salvación, el signo y el instrumento de la Comunión con Dios y entre los hombres.
Párrafo 2 LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS, CUERPO DE CRISTO, TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO
I LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS
781 «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo…, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu» (LG 9).
Las características del Pueblo de Dios
782 El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia:
– Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero El ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa» (1 P 2, 9).
– Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.
– Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es «el Pueblo mesiánico».
– «La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo».
– «Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)». Esta es la ley «nueva» del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).
– Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). «Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano».
– «Su destino es el Reino de Dios, que el mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección» (LG 9).
Un pueblo sacerdotal, profético y real
783 Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido «Sacerdote, Profeta y Rey». Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf.RH 18-21).
784 Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: «Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo `un reino de sacerdotes para Dios, su Padre». Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG 10).
785 «El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo». Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando «se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre» (LG 12) y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.
786 El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo». Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). Para el cristiano, «servir es reinar» (LG 36), particularmente «en los pobres y en los que sufren» donde descubre «la imagen de su Fundador pobre y sufriente» (LG 8). El pueblo de Dios realiza su «dignidad regia» viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.
De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).
II LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO
La Iglesia es comunión con Jesús
787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan: «Permaneced en Mí, como yo en vosotros … Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él» (Jn 6, 56).
788 Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: «Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo» (LG 7).
789 La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo.
“Un solo cuerpo”
790 Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: «La vida de Cristo se comunica a a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real» (LG 7). Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, «compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros» (LG 7).
791 La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: «En la construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia». La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él» (LG 7). En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 27-28).
Cristo, Cabeza de este Cuerpo
792 Cristo «es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 18). Es el Principio de la creación y de la redención. Elevado a la gloria del Padre, «él es el primero en todo» (Col 1, 18), principalmente en la Iglesia por cuyo medio extiende su reino sobre todas las cosas:
793 El nos une a su Pascua: Todos los miembros tienen que esforzarse en asemejarse a él «hasta que Cristo esté formad o en ellos» (Ga 4, 19). «Por eso somos integrados en los misterios de su vida …, nos unimos a sus sufrimientos como el cuerpo a su cabeza. Sufrimos con él para ser glorificados con él» (LG 7).
794 El provee a nuestro crecimiento (cf. Col 2, 19): Para hacernos crecer hacia él, nuestra Cabeza (cf. Ef 4, 11-16), Cristo distribuye en su cuerpo, la Iglesia, los dones y los servicios mediante los cuales nos ayudamos mutuamente en el camino de la salvación.
795 Cristo y la Iglesia son, por tanto, el «Cristo total» [«Christus totus»]. La Iglesia es una con Cristo. Los santos tienen conciencia muy viva de esta unidad:
Felicitémonos y demos gracias por lo que hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo. ¿Comprendéis, hermanos, la gracia que Dios nos ha hecho al darnos a Cristo como Cabeza? Admiraos y regocijaos, hemos sido hechos Cristo. En efecto, ya que El es la Cabeza y nosotros somos los miembros, el hombre todo entero es El y nosotros … La plenitud de Cristo es, pues, la Cabeza y los miembros: ¿Qué quiere decir la Cabeza y los miembros? Cristo y la Iglesia (San Agustín, ev. Jo. 21, 8).
Redemptor noster unam se personam cum sancta Ecclesia, quam assumpsit, exhibuit («Nuestro Redentor muestra que forma una sola persona con la Iglesia que El asumió») (San Gregorio Magno, mor. praef.1,6,4).
Caput et membra, quasi una persona mystica («La Cabeza y los miembros, como si fueran una sola persona mística») (Santo Tomás de Aquino, s.th. 3, 42, 2, ad 1).
Una palabra de Santa Juana de Arco a sus jueces resume la fe de los santos doctores y expresa el buen sentido del creyente: «De Jesucristo y de la Iglesia, me parece que es todo uno y que no es necesario hacer una dificultad de ello» (Juana de Arco, proc.).
La Iglesia es la Esposa de Cristo
796 La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del Esposo y de la Esposa. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como «el Esposo» (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa «desposada» con Cristo Señor para «no ser con él más que un solo Espíritu» (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo «amó y por la que se entregó a fin de santificarla» (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29):
He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos … Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza [«ex persona capitis»] o en el de cuerpo [«ex persona corporis»]. Según lo que está escrito: «Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.»(Ef 5,31-32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: «De manera que ya no son dos sino una sola carne» (Mt 19,6). Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal … Como cabeza él se llama «esposo» y como cuerpo «esposa» (San Agustín, psalm. 74, 4:PL 36, 948-949).
III LA IGLESIA, TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO
797 «Quod est spiritus noster, id est anima nostra, ad membra nostra, hoc est Spiritus Sanctus ad membra Christi, ad corpus Christi, quod est Ecclesia» («Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia») (San Agustín, serm. 267, 4). «A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros» (Pío XII: «Mystici Corporis»: DS 3808). El Espíritu Santo hace de la Iglesia «el Templo del Dios vivo» (2 Co 6, 16; cf. 1 Co 3, 16-17;Ef 2,21):
En efecto, es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el «Don de Dios …Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios …Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia. (San Ireneo, haer. 3, 24, 1).
798 El Espíritu Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo» (Pío XII, «Mystici Corporis»: DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad(cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio» (Hch 20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia concedida a los apóstoles» que «entre estos dones destaca» (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas «carismas»] mediante las cuales los fieles quedan «preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia» (LG 12; cf. AA 3).
Los carismas
799 Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.
800 Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas (cf. 1 Co 13).
801 Por esta razón aparece siempre necesario el discernimiento de carismas. Ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. «A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno» (LG 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al «bien común» (cf. 1 Co 12, 7) (cf. LG 30; CL, 24).
RESUMEN
802 «Cristo Jesús se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo» (Tt 2, 14).
803 «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 P 2, 9).
804 Se entra en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo. «Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios» (LG 13), a fin de que, en Cristo, «los hombres constituyan una sola familia y un único Pueblo de Dios»(AG 1).
805 La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por el Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los creyentes como Cuerpo suyo.
806 En la unidad de este cuerpo hay diversidad de miembros y de funciones. Todos los miembros están unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos.
807 La Iglesia es este Cuerpo del que Cristo es la Cabeza: vive de El, en El y por El: El vive con ella y en ella.
808 La Iglesia es la Esposa de Cristo: la ha amado y se ha entregado por ella. La ha purificado por medio de su sangre. Ha hecho de ella la Madre fecunda de todos los hijos de Dios.
809 La Iglesia es el Templo del Espíritu Santo. El Espíritu es como el alma del Cuerpo Místico, principio de su vida, de la unidad en la diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas.
810 «Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido `por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (San Cipriano)» (LG 4).
Párrafo 3 LA IGLESIA ES UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA
811 «Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica» (LG 8). Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí (cf DS 2888), indican rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión. La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades.
812 Sólo la fe puede reconocer que la Iglesia posee estas propiedades por su origen divino. Pero sus manifestaciones históricas son signos que hablan también con claridad a la razón humana. Recuerda el Concilio Vaticano I: «La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad» (DS 3013).
I LA IGLESIA ES UNA
«El sagrado Misterio de la Unidad de la Iglesia» (UR 2)
813 La Iglesia es una debido a su origen: «El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas» (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: «Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo» (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su «alma»: «El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:
¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente de Alejandría, paed. 1, 6, 42).
814 sde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. En la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; «dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones» (LG 13). La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad. También el apóstol debe exhortar a «guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 3).
815 ¿Cuáles son estos vínculos de la unidad? «Por encima de todo esto revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). Pero la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de comunión:
– la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles;
– la celebración común del culto divino, sobre todo de los sacramentos;
– la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios (cf UR 2; LG 14; CIC, can. 205).
816 «La única Iglesia de Cristo…, Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás apóstoles que la extendieran y la gobernaran… Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en [«subsistit in»] la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» (LG 8).
El decreto sobre Ecumenismo del Concilio Vaticano II explicita: «Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación. Creemos que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual deben incorporarse plenamente los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios» (UR 3).
Las heridas de la unidad
817 De hecho, «en esta una y única Iglesia de Dios, aparecieron ya desde los primeros tiempos algunas escisiones que el apóstol reprueba severamente como condenables; y en siglos posteriores surgieron disensiones más amplias y comunidades no pequeñas se separaron de la comunión plena con la Iglesia católica y, a veces, no sin culpa de los hombres de ambas partes» (UR 3). Tales rupturas que lesionan la unidad del Cuerpo de Cristo (se distingue la herejía, la apostasía y el cisma [cf CIC can. 751]) no se producen sin el pecado de los hombres:
Ubi peccata sunt, ibi est multitudo, ibi schismata, ibi haereses, ibi discussiones. Ubi autem virtus, ibi singularitas, ibi unio, ex quo omnium credentium erat cor unum et anima una («Donde hay pecados, allí hay desunión, cismas, herejías, discusiones. Pero donde hay virtud, allí hay unión, de donde resultaba que todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma» Orígenes, hom. in Ezech. 9, 1).
818 Los que nacen hoy en las comunidades surgidas de tales rupturas «y son instruidos en la fe de Cristo, no pueden ser acusados del pecado de la separación y la Iglesia católica los abraza con respeto y amor fraternos… justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor» (UR 3).
819 Además, «muchos elementos de santificación y de verdad» (LG 8) existen fuera de los límites visibles de la Iglesia católica: «la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles» (UR 3; cf LG 15). El Espíritu de Cristo se sirve de estas Iglesias y comunidades eclesiales como medios de salvación cuya fuerza viene de la plenitud de gracia y de verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia católica. Todos estos bienes provienen de Cristo y conducen a Él (cf UR 3) y de por sí impelen a «la unidad católica» (LG 8).
Hacia la unidad
820 Aquella unidad «que Cristo concedió desde el principio a la Iglesia… creemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca hasta la consumación de los tiempos» (UR 4). Cristo da permanentemente a su Iglesia el don de la unidad, pero la Iglesia debe orar y trabajar siempre para mantener, reforzar y perfeccionar la unidad que Cristo quiere para ella. Por eso Cristo mismo rogó en la hora de su Pasión, y no cesa de rogar al Padre por la unidad de sus discípulos: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). El deseo de volver a encontrar la unidad de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu Santo (cf UR 1).
821 Para responder adecuadamente a este llamamiento se exige:
— una renovación permanente de la Iglesia en una fidelidad mayor a su vocación. Esta renovación es el alma del movimiento hacia la unidad (UR 6);
— la conversión del corazón para «llevar una vida más pura, según el Evangelio» (cf UR 7), porque la infidelidad de los miembros al don de Cristo es la causa de las divisiones;
— la oración en común, porque «esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual» (cf UR 8);
— el fraterno conocimiento recíproco (cf UR 9);
— la formación ecuménica de los fieles y especialmente de los sacerdotes (cf UR 10);
— el diálogo entre los teólogos y los encuentros entre los cristianos de diferentes Iglesias y comunidades (cf UR 4, 9, 11);
— la colaboración entre cristianos en los diferentes campos de servicio a los hombres (cf UR 12).
822 «La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores» (cf UR 5). Pero hay que ser «conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana». Por eso hay que poner toda la esperanza «en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, y en el poder del Espíritu Santo» (UR 24).
II LA IGLESIA ES SANTA
823 «La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama «el solo santo», amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39). La Iglesia es, pues, «el Pueblo santo de Dios» (LG 12), y sus miembros son llamados «santos» (cf Hch 9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1).
824 La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir «la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios» (SC 10). En la Iglesia es en donde está depositada «la plenitud total de los medios de salvación» (UR 3). Es en ella donde «conseguimos la santidad por la gracia de Dios» (LG 48).
825 «La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta» (LG 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: «Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre» (LG 11).
826 La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados: «dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin» (LG 42):
Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaba, comprendí que la Iglesia tenía un corazón, que este corazón estaba ARDIENDO DE AMOR. Comprendí que el Amor solo hacía obrar a los miembros de la Iglesia, que si el Amor llegara a apagarse, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los Mártires rehusarían verter su sangre… Comprendí que EL AMOR ENCERRABA TODAS LAS VOCACIONES. QUE EL AMOR ERA TODO, QUE ABARCABA TODOS LOS TIEMPOS Y TODOS LOS LUGARES… EN UNA PALABRA, QUE ES ¡ETERNO! (Santa Teresa del Niño Jesús, ms. autob. B 3v).
827 «Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación» (LG 8; cf UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf 1 Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación:
La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo (SPF 19).
828 Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (cf LG 40; 48-51). «Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia» (CL 16, 3). En efecto, «la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero» (CL 17, 3).
829 «La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María» (LG 65): en ella, la Iglesia es ya enteramente santa.
III LA IGLESIA ES CATÓLICA
Qué quiere decir «católica»
830 La palabra «católica» significa «universal» en el sentido de «según la totalidad» o «según la integridad». La Iglesia es católica en un doble sentido:
Es católica porque Cristo está presente en ella. «Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica» (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 2). En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (cf Ef 1, 22-23), lo que implica que ella recibe de Él «la plenitud de los medios de salvación» (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de Pentecostés (cf AG 4) y lo será siempre hasta el día de la Parusía.
831 Es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano (cf Mt 28, 19):
Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios, que en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos… Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu (LG 13).
Cada una de las Iglesias particulares es «católica»
832 «Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles, unidas a sus pastores. Estas, en el Nuevo Testamento, reciben el nombre de Iglesias… En ellas se reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor… En estas comunidades, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (LG 26).
833 Se entiende por Iglesia particular, que es en primer lugar la diócesis (o la eparquía), una comunidad de fieles cristianos en comunión en la fe y en los sacramentos con su obispo ordenado en la sucesión apostólica (cf CD 11; CIC can. 368-369; CCEO, cán. 117, § 1. 178. 311, § 1. 312). Estas Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia Universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única» (LG 23).
834 Las Iglesias particulares son plenamente católicas gracias a la comunión con una de ellas: la Iglesia de Roma «que preside en la caridad» (San Ignacio de Antioquía, Rom. 1, 1). «Porque con esta Iglesia en razón de su origen más excelente debe necesariamente acomodarse toda Iglesia, es decir, los fieles de todas partes» (San Ireneo, haer. 3, 3, 2; citado por Cc. Vaticano I: DS 3057). «En efecto, desde la venida a nosotros del Verbo encarnado, todas las Iglesias cristianas de todas partes han tenido y tienen a la gran Iglesia que está aquí [en Roma] como única base y fundamento porque, según las mismas promesas del Salvador, las puertas del infierno no han prevalecido jamás contra ella» (San Máximo el Confesor, opusc.).
835 «Guardémonos bien de concebir la Iglesia universal como la suma o, si se puede decir, la federación más o menos anómala de Iglesias particulares esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es la Iglesia, universal por vocación y por misión, la que, echando sus raíces en la variedad de terrenos culturales, sociales, humanos, toma en cada parte del mundo aspectos, expresiones externas diversas» (EN 62). La rica variedad de disciplinas eclesiásticas, de ritos litúrgicos, de patrimonios teológicos y espirituales propios de las Iglesias locales «con un mismo objetivo muestra muy claramente la catolicidad de la Iglesia indivisa» (LG 23).
Quién pertenece a la Iglesia católica
836 «Todos los hombres, por tanto, están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios… A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios» (LG 13).
837 stán plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. No se salva, en cambio, el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pero está en el seno de la Iglesia con el «cuerpo», pero no con el «corazón»» (LG 14).
838 «La Iglesia se siente unida por muchas razones con todos los que se honran con el nombre de cristianos a causa del bautismo, aunque no profesan la fe en su integridad o no conserven la unidad de la comunión bajo el sucesor de Pedro» (LG 15). «Los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica» (UR 3). Con las Iglesias ortodoxas, esta comunión es tan profunda «que le falta muy poco para que alcance la plenitud que haría posible una celebración común de la Eucaristía del Señor» (Pablo VI, discurso 14 diciembre 1975; cf UR 13-18).
La Iglesia y los no cristianos
839 «Los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras» (LG 16):
La relación de la Iglesia con el pueblo judío. La Iglesia, Pueblo de Dios en la Nueva Alianza, al escrutar su propio misterio, descubre su vinculación con el pueblo judío (cf NA 4) «a quien Dios ha hablado primero» (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI). A diferencia de otras religiones no cristianas la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenece al pueblo judío «la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne» (cf Rm 9, 4-5), «porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29).
840 Por otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o el retorno) del Mesías; pues para unos, es la espera de la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros, es la venida del Mesías cuyos rasgos permanecen velados hasta el fin de los tiempos, espera que está acompañada del drama de la ignorancia o del rechazo de Cristo Jesús.
841 Las relaciones de la Iglesia con los musulmanes. «El designio de salvación comprende también a los que reconocen al Creador. Entre ellos están, ante todo, los musulmanes, que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso que juzgará a los hombres al fin del mundo» (LG 16; cf NA 3).
842 El vínculo de la Iglesia con las religiones no cristianas es en primer lugar el del origen y el del fin comunes del género humano:
Todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la entera faz de la tierra; tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que los elegidos se unan en la Ciudad Santa (NA 1).
843 La Iglesia reconoce en las otras religiones la búsqueda «todavía en sombras y bajo imágenes», del Dios desconocido pero próximo ya que es Él quien da a todos vida, el aliento y todas las cosas y quiere que todos los hombres se salven. Así, la Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que puede encontrarse en las diversas religiones, «como una preparación al Evangelio y como un don de aquel que ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida» (LG 16; cf NA 2; EN 53).
844 Pero, en su comportamiento religioso, los hombres muestran también límites y errores que desfiguran en ellos la imagen de Dios:
Con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se pusieron a razonar como personas vacías y cambiaron el Dios verdadero por un ídolo falso, sirviendo a las criaturas en vez de al Creador. Otras veces, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, están expuestos a la desesperación más radical (LG 16).
845 El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella es el «mundo reconciliado» (San Agustín, serm. 96, 7-9). Es, además, este barco que «pleno dominicae crucis velo Sancti Spiritus flatu in hoc bene navigat mundo» («con su velamen que es la cruz de Cristo, empujado por el Espíritu Santo, navega bien en este mundo») (San Ambrosio, virg. 18, 188); según otra imagen estimada por los Padres de la Iglesia, está prefigurada por el Arca de Noé que es la única que salva del diluvio (cf 1 P 3, 20-21).
«Fuera de la Iglesia no hay salvación»
846 ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo:
El santo Sínodo… basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella (LG 14).
847 Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia:
Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (LG 16; cf DS 3866-3872).
847 «Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, «sin la que es imposible agradarle» (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar» (AG 7).
La misión, exigencia de la catolicidad de la Iglesia
849 El mandato misionero. «La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación», por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres» (AG 1): «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).
850 El origen la finalidad de la misión. El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: «La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre» (AG 2). E;i fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor (cf Juan Pablo II, RM 23).
851 El motivo de la misión. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: «porque el amor de Cristo nos apremia…» (2 Co 5, 14; cf AA 6; RM 11). En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.
852 Los caminos de la misión. «El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial» (RM 21). Él es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella «continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres… impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección» (AG 5). Es así como la «sangre de los mártires es semilla de cristianos» (Tertuliano, apol. 50).
853 Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también «hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio» (GS 43, 6). Sólo avanzando por el camino «de la conversión y la renovación» (LG 8; cf 15) y «por el estrecho sendero de Dios» (AG 1) es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo (cf RM 12-20). En efecto, «como Cristo realizó la obra de la redención en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación» (LG 8).
854 Por su propia misión, «la Iglesia… avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios» (GS 40, 2). El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia. Comienza con el anuncio del Evangelio a los pueblos y a los grupos que aún no creen en Cristo (cf RM 42-47), continúa con el establecimiento de comunidades cristianas, «signo de la presencia de Dios en el mundo» (AG lS), y en la fundación de Iglesias locales (cf RM 48-49); se implica en un proceso de inculturación para así encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos (cf RM 52-54), en este proceso no faltarán también los fracasos. «En cuanto se refiere a los hombres, grupos y pueblos, solamente de forma gradual los toca y los penetra y de este modo los incorpora a la plenitud católica» (AG 6).
855 La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos (cf RM 50). En efecto, «las divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida» (UR 4).
856 La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio (cf RM 55). Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor «cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios» (AG 9). Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error y del mal «para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre» (AG 9).
IV LA IGLESIA ES APOSTÓLICA
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
– Fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los apóstoles» (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).
– Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).
– Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, «a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5):
Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).
La misión de los apóstoles
858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» [es lo que significa la palabra griega «apostoloi»]. En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf 13, 20; 17, 18). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40; cf Lc 10, 16).
859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza» (2 Co 3, 6), «ministros de Dios» (2 Co 6, 4), «embajadores de Cristo» (2 Co 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1).
860 En el encargo dado a los apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (cf Mt 28, 20). «Esta misión divina confiada por Cristo a los apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los apóstoles se preocuparon de instituir… sucesores» (LG 20).
Los obispos sucesores de los apóstoles
861 «Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio» (LG 20; cf San Clemente Romano, Cor. 42; 44).
862 «Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser elegido para siempre por el orden sagrado de los obispos». Por eso, la Iglesia enseña que «por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (LG 20).
El apostolado
863 Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (AA 2).
864 «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia», es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (cf Jn 15, 5; AA 4). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, «que es como el alma de todo apostolado» (AA 3).
865 La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios» (cf Ap 19, 6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él, hechos en él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor» (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9), «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap 21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).
RESUMEN
866 La Iglesia es una: tiene un solo Señor; confiesa una sola fe, nace de un solo Bautismo, no forma más que un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu, orientado a una única esperanza (cf Ef 4, 3-5) a cuyo término se superarán todas las divisiones.
867 La Iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. Aunque comprenda pecadores, ella es «ex maculatis immaculata» («inmaculada aunque compuesta de pecadores»). En los santos brilla su santidad; en María es ya la enteramente santa.
868 La Iglesia es católica: Anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres; abarca todos los tiempos; «es, por su propia naturaleza, misionera» (AG 2).
869 La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14); es indestructible (cf Mt 16, 18); se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.
870 «La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica… subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sin duda, fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad » (LG 8).
Párrafo 4 LOS FIELES DE CRISTO: JERARQUIA, LAICOS, VIDA CONSAGRADA
871 «Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo» (CIC, can. 204, 1; cf. LG 31).
872 «Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo» (CIC can. 208; cf. LG 32).
873 Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque «hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios» (AA 2). En fin, «en esos dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos … se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia» (CIC can. 207, 2).
I LA CONSTITUCIÓN JERARQUICA DE LA IGLESIA
Razón del ministerio eclesial
874 El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. El lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad:
Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios…lleguen a la salvación (LG 18).
875 «¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído? ¿cómo oirán sin que se les predique? y ¿cómo predicarán si no son enviados?» (Rm 10, 14-15). Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. «La fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De El los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el «poder sagrado») de actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la «diaconía» de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el Obispo y su presbiterio. Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama «sacramento». El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico.
876 El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependiente de Cristo que da misión y autoridad, los ministros son verdaderamente «esclavos de Cristo» (Rm 1, 1), a imagen de Cristo que, libremente ha tomado por nosotros «la forma de esclavo» (Flp 2, 7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos (cf. 1 Co 9, 19).
877 De igual modo es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener un carácter colegial . En efecto, desde el comienzo de su ministerio, el Señor Jesús instituyó a los Doce, «semilla del Nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada» (AG 5). Elegidos juntos, también fueron enviados juntos, y su unidad fraterna estará al servicio de la comunión fraterna de todos los fieles; será como un reflejo y un testimonio de la comunión de las Personas divinas (cf. Jn 17, 21-23). Por eso, todo obispo ejerce su ministerio en el seno del colegio episcopal, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de San Pedro y jefe del colegio; los presbíteros ejercen su ministerio en el seno del presbiterio de la diócesis, bajo la dirección de su obispo.
878 Por último, es propio también de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter personal. Cuando los ministros de Cristo actúan en comunión, actúan siempre también de manera personal. Cada uno ha sido llamado personalmente («Tú sígueme», Jn 21, 22;cf. Mt 4,19. 21; Jn 1,43) para ser, en la misión común, testigo personal, que es personalmente portador de la responsabilidad ante Aquél que da la misión, que actúa «in persona Christi» y en favor de personas : «Yo te bautizo en el nombre del Padre …»; «Yo te perdono…».
879 Por lo tanto, en la Iglesia, el ministerio sacramental es un servicio ejercitado en nombre de Cristo y tiene una índole personal y una forma colegial. Esto se verifica en los vínculos entre el colegio episcopal y su jefe, el sucesor de San Pedro, y en la relación entre la responsabilidad pastoral del obispo en su Iglesia particular y la común solicitud del colegio episcopal hacia la Iglesia Universal.
El colegio episcopal y su cabeza, el Papa
880 Cristo, al instituir a los Doce, «formó una especie de Colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él» (LG 19). «Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles «(LG 22; cf. CIC, can 330).
881 El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). «Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro» (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.
882 El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, «es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles «(LG 23). «El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad» (LG 22; cf. CD 2. 9).
883 «El Colegio o cuerpo episcopal no tiene ninguna autoridad si no se le considera junto con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo»». Como tal, este colegio es «también sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia» que «no se puede ejercer…a no ser con el consentimiento del Romano Pontífice» (LG 22; cf. CIC, can. 336).
884 La potestad del Colegio de los Obispos sobre toda la Iglesia se ejerce de modo solemne en el Concilio Ecuménico «(CIC can 337, 1). «No existe concilio ecuménico si el sucesor de Pedro no lo ha aprobado o al menos aceptado como tal «(LG 22).
885 «Este colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios; en cuanto reunido bajo una única Cabeza, expresa la unidad del rebaño de Dios » (LG 22).
886 «Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares» (LG 23). Como tales ejercen «su gobierno pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada» (LG 23), asistidos por los presbíteros y los diáconos. Pero, como miembros del colegio episcopal, cada uno de ellos participa de la solicitud por todas las Iglesias (cf. CD 3), que ejercen primeramente «dirigiendo bien su propia Iglesia, como porción de la Iglesia universal», contribuyen eficazmente «al Bien de todo el Cuerpo místico que es también el Cuerpo de las Iglesias» (LG 23). Esta solicitud se extenderá particularmente a los pobres (cf. Ga 2, 10), a los perseguidos por la fe y a los misioneros que trabajan por toda la tierra.
887 Las Iglesias particulares vecinas y de cultura homogénea forman provincias eclesiásticas o conjuntos más vastos llamados patriarcados o regiones (cf. Canon de los Apóstoles 34). Los obispos de estos territorios pueden reunirse en sínodos o concilios provinciales. «De igual manera, hoy día, las Conferencias Episcopales pueden prestar una ayuda múltiple y fecunda para que el afecto colegial se traduzca concretamente en la práctica»» (LG 23).
La misión de enseñar
888 Los obispos con los presbíteros, sus colaboradores, «tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios» (PO 4), según la orden del Señor (cf. Mc 16, 15). Son «los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo» (LG 25).
889 Para mantener a la Iglesia en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles, Cristo, que es la Verdad, quiso conferir a su Iglesia una participación en su propia infalibilidad. Por medio del «sentido sobrenatural de la fe», el Pueblo de Dios «se une indefectiblemente a la fe», bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia (cf. LG 12; DV 10).
890 La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo; debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres. El ejercicio de este carisma puede revestir varias modalidades:
891 «El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral… La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo episcopal cuando ejerce el magisterio supremo con el sucesor de Pedro», sobre todo en un Concilio ecuménico (LG 25; cf. Vaticano I: DS 3074). Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar «como revelado por Dios para ser creído» (DV 10) y como enseñanza de Cristo, «hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe» (LG 25). Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina (cf. LG 25).
892 La asistencia divina es también concedida a los sucesores de los apóstoles, cuando enseñan en comunión con el sucesor de Pedro (y, de una manera particular, al obispo de Roma, Pastor de toda la Iglesia), aunque, sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse de una «manera definitiva», proponen, en el ejercicio del magisterio ordinario, una enseñanza que conduce a una mejor inteligencia de la Revelación en materia de fe y de costumbres. A esta enseñanza ordinaria, los fieles deben «adherirse…con espíritu de obediencia religiosa» (LG 25) que, aunque distinto del asentimiento de la fe, es una prolongación de él.
La misión de santificar
893 El obispo «es el `administrador de la gracia del sumo sacerdocio»» (LG 26), en particular en la Eucaristía que él mismo ofrece, o cuya oblación asegura por medio de los presbíteros, sus colaboradores. Porque la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia particular. El obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y de los sacramentos. La santifican con su ejemplo, «no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey» (1 P 5, 3). Así es como llegan «a la vida eterna junto con el rebaño que les fue confiado»(LG 26).
La misión de gobernar
894 «Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado, no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada «(LG 27), que deben, no obstante, ejercer para edificar con espíritu de servicio que es el de su Maestro (cf. Lc 22, 26-27).
895 «Esta potestad, que desempeñan personalmente en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata. Su ejercicio, sin embargo, está regulado en último término por la suprema autoridad de la Iglesia «(LG 27). Pero no se debe considerar a los obispos como vicarios del Papa, cuya autoridad ordinaria e inmediata sobre toda la Iglesia no anula la de ellos, sino que, al contrario, la confirma y tutela. Esta autoridad debe ejercerse en comunión con toda la Iglesia bajo la guía del Papa.
896 El Buen Pastor será el modelo y la «forma» de la misión pastoral del obispo. Consciente de sus propias debilidades, el obispo «puede disculpar a los ignorantes y extraviados. No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a a los que cuida como verdaderos hijos … Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre» (LG 27):
Seguid todos al obispo como Jesucristo (sigue) a su Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, respetadlos como a la ley de Dios. Que nadie haga al margen del obispo nada en lo que atañe a la Iglesia (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8,1)
II LOS FIELES LAICOS
897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo. Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).
La vocación de los laicos
898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios… A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).
899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:
Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del Jefe común, el Papa, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia (Pío XII, discurso 20 Febrero 1946; citado por Juan Pablo II, CL 9).
900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del bautismo y de la confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).
La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo
901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).
902 De manera particular,los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).
903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).
Su participación en la misión profética de Cristo
904 «Cristo,… realiza su función profética … no sólo a través de la jerarquía … sino también por medio de los laicos. El los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).
Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Sto. Tomás de A., STh III, 71. 4 ad 3).
905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, esta evangelización «adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):
Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes … como a los fieles (AA 6; cf. AG 15).
906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC,can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).
907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los Pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).
Su participación en la misión real de Cristo
908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36).
El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable (San Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 15, 1403A).
909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).
910 «Los seglares también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus Pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).
911 En la Iglesia, «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho en el ejercicio de la potestad de gobierno» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los Concilios particulares (can. 443, 4), los Sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los Consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los Consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.
912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).
913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo»» (LG 33).
Gracias por el contenido, muchos quieren predicar sin antes discernir invocando al espíritu santo predicando solo emociones y sentimientos sin siquiera saber en que realmente creemos los cristianos.
Que interesante y profunda es nuestra fe que se expresa en un pequeño volumen donde aunque este todo no es posible manifestar todo el misterio de Dios Padre Uno y Trino.
Leyendo esta primer parte y reflexionando siento que me falta mucho por creer en Dios vehementemente por eso pido a Él mismo y a Ustedes que oren por mi para conseguir tal propósito en la vida. Se que no es fácil pero tampoco imposible, es proceso que debemos comenzar día a día para llegar a un conocimiento pleno en Dios.
Bueno esto es uno de los retos mas grandes que es realmente creer sin ver es como santo tomas es una enseñanza sobre el credo y que podemos aprender cada día mas si lo hacemos acompañados de la oración la meditación y el ayuno y lo reforzamos con el arrepentimiento de corazón esto realmente alimentamos el alma reconfortamos el espíritu y le damos fuerzas al cuerpo y vida al espíritu
BUENO, ES MUY BELLA TODO RESPECTO AL CREDO, CREO EN DIOS, SINCERAMENTE LLEGAR A CREER EN NUESTRO DIOS CON TODO EL CORAZON, ME FALTA MUCHO Y CREO QUE ES UN RETO Y PIDO A CADA UNO DE UDS. PARA QUE ME CONSIDEREN EN VUESTRAS ORACIONES PARA QUE CRESCA MI FE Y LLEGAR A CREER EN DIOS QUE ES TODO AMOR.
TODO LO QUE LEI HASTA AHORA ES MUY ENRIQUECEDOR, HE TOMADO NOTA DE VARIAS COSAS HASTA AHORA…
CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO.
CREO SEÑOR, PERO AUMENTA MI FE …
LA FE…. MOTOR DE MI VIDA, SIN ELLA, NADA SOY, NADA VALGO, NADA TENGO…. LA FE., ES DIOS ENLAZADO EN MI ALMA, ES LA ESPERANZA, ES MI AMOR INFINITO E INCONDICIONAL POR JESÚS…
Esta exposicion tiene mucha importancia porque nos ayuda a conocer el proceso de Dios en la vida del hombrey da las herramientas para aclarar muchas dudas a cerca de la Fe y como creer y conocer a Dios.
Que bueno
muy bien
EXCELENTE
Excelente
Si bonito 😀
o garcias estoy en septim ode primaria lo tenia q hacer para un tarbajo amano lo lei lo resumi y me parecio bonito Dios los bendiga
Muchas gracias por invitarnos a reflexionar sobre nuestra fe, a través de este documento. Me ha sido muy valioso este ejercicio personal e íntimo con Dios. Saludos.
creer es abandono, confianza en Aquel que no puede fallar y que estamos seguros, de una u otra forma, nos ayudará
creer es saber ke dios nos da la saviduria para tener fe en el por que sin el no habria nada que creer.
Tener fe es creer en Dios Padre, Hijo y Espiritusanto.
creer es saber lo que se esta viviendo y en realidad tenemos la certeza de que Dios es nuestro creador y todos nosotros los cristianos católicos profemos eso.