Ayuno de Misa y Comunión. La Misa privada

 Pensar y vivir la Eucaristía como miembros de la iglesia

+ José Rico Pavés Obispo Auxiliar de Getafe

Las sucesivas disposiciones que se están adoptando desde la Conferencia Episcopal y las Diócesis españolas, en sintonía con las autoridades sanitarias, están generando todo tipo de reacciones dentro de la comunidad eclesial.

La Diócesis de Getafe, yendo más allá de lo dispuesto de forma general por el Gobierno de la Nación, ha decretado el cierre temporal de lugares de culto, templos parroquiales, iglesias y capillas.

Muchos sacerdotes, religiosos y fieles laicos, sobre todo de las zonas de la diócesis más afectadas por la pandemia, han reaccionado con alivio y agradecimiento.

Otros, viendo el problema desde una relativa distancia, han reaccionado manifestando su profundo desacuerdo. Quienes han reaccionado así argumentan invocando el ejemplo de otras diócesis donde las disposiciones adoptadas, respetando las medidas del Estado de alerta, quieren garantizar ante todo las celebraciones de la Eucaristía y los templos abiertos.

No es necesario detenerse mucho para advertir la confusión que genera este tipo de reacciones entre los que nos miran desde dentro y desde fuera de la Iglesia.

Es evidente que las medidas que se están adoptando en cada diócesis dependen de la percepción que se tiene en cada lugar del problema. No deberíamos olvidar que en la Diócesis de Getafe se encuentra uno de los municipios (Valdemoro) donde el contagio se está produciendo con más agresividad. Si atendemos a lo que ya ha sucedido en Italia, no es difícil adivinar que, en virtud de la fuerza de los hechos, todas las diócesis acabarán asumiendo las medidas extraordinarias más exigentes, como las adoptadas por nuestra diócesis de Getafe.

¿Significará esto que habremos reaccionado con la actitud mediocre de quien aprecia más la salud corporal que el bien espiritual del pueblo fiel?

  1. Una enseñanza luminosa de san Pablo VI: el valor de la “misa privada”

En una situación como esta puede resultar muy iluminador recuperar las enseñanzas sobre la Eucaristía de un Papa Santo, como Pablo VI, quien en su Encíclica Mysterium fidei (3.9.1965), publicada tres meses antes de la clausura del Concilio Vaticano II, salía al paso de algunos motivos de preocupación en torno al misterio eucarístico, entre los cuales enumeraba el valor de las llamadas “misas privadas”, es decir, aquellas misas que celebra el sacerdote solo, sin presencia de pueblo fiel.

Algunos autores, haciendo una lectura meramente sociológica de la categoría “pueblo de Dios”, recuperada por el Concilio desde su rica comprensión bíblica y patrística, difundían la idea de que la misa sin fieles carece de sentido. «No se puede -afirmaba el Papa- exaltar tanto la misa llamada comunitaria, que se quite importancia a la misa privada» (MF 2).

Y más adelante añadía la razón de esta importancia: «Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz» (MF 4).

El sacerdote, en efecto, en virtud del sacramento del Orden ha sido configurado con Cristo, único Mediador, Sumo y Eterno Sacerdote, de tal manera que no es él quien celebra, sino Cristo mismo en él. El sacerdote actúa “en la persona de Cristo Cabeza” (in persona Christi Capitis). En la celebración del Santo Sacrificio de la Misa el sacerdote no hace sino actualizar (“hacer memorial”) el único Sacrificio de Cristo.

A la luz de estas enseñanzas conviene, pues, recibir las disposiciones emanadas en la Diócesis de Getafe y en otras diócesis, aclarando lo que se ha hecho: ¡no se han suprimido las Misas!

Cerrar los templos no significa haber dejado a los fieles sin los frutos infinitos del Sacrificio Redentor de Cristo que se actualiza en el altar.

El cierre de los templos no responde a falta de fe o de visión sobrenatural, sino que es una reacción desde la fe que se quiere hacer operativa por la caridad (cf. Gál 5, 6).

Seamos honestos: ¿disponemos en nuestras parroquias y templos de los medios personales y materiales para lograr las condiciones de no aglomeración y de higiene que alejen el peligro de contagio? Si banalizamos estas medidas y crece el número de infectados ¿podremos garantizar que nuestros sacerdotes puedan seguir llevando el consuelo de los sacramentos a los más enfermos y moribundos, y acompañar a las familias que entierran a sus difuntos?

En estos momentos debemos vivir nuestra comunión con Cristo sabiéndonos miembros de la Iglesia. El “ayuno eucarístico” temporal de unos es necesario para garantizar la comunión sacramental de otros.

No olvidemos que estamos viviendo con toda la Iglesia el tiempo de gracia que llamamos Cuaresma. Tengamos la audacia de vivir esta situación de pandemia como oportunidad preciosa que nos regala el Señor en el camino de conversión.

Que el ayuno eucarístico de estos días nos ayude a sentir como propio el sufrimiento de quienes se ven privados de la Eucaristía por falta de sacerdotes. Hecho que ya está sucediendo en muchos pueblos y aldeas de la España vaciada, además de muchas comunidades en tierras de primera evangelización.

Que el ayuno eucarístico de estos días nos ayude a valorar aún más el bien infinito de la participación en la Santa Misa de modo que pidamos al Señor el don de una verdadera “conversión eucarística”, que nos permita centrar nuestra vida en la Eucaristía, “fuente y culmen de la vida cristiana” (LG 11). Pidamos al Señor en este tiempo la gracia de prepararnos cada día mejor al encuentro con Cristo en la Eucaristía.

Que el ayuno eucarístico de estos días nos ayude a vencer la mentalidad individualista con la que tantas veces recibimos los sacramentos.

Los sacramentos, y de forma muy especial la Eucaristía, son siempre dones inmerecidos, no son bienes “de uso particular”. Los sacramentos han sido confiados por Cristo a su Iglesia y como miembros de la Iglesia, es decir, con corazón eclesialmente ensanchado, debemos acercarnos a recibirlos. Fundamentar la vida personal en la gracia que se nos regala en los sacramentos no significa que podamos participar o disponer de ellos aisladamente.

Que el ayuno eucarístico de estos días despierte en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo ahí donde nos ha asegurado también su presencia: “Jesús en medio” entre los miembros de la familia; Jesús en mi prójimo, especialmente en el más necesitado.

Recuperemos las palabras sabias de san Juan Pablo II al convocar el Año de la Eucaristía: «No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13, 35; Mt 25, 31-46). En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas». (San Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane nobiscum Domine, 7-10-2004, n. 28.

  1. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes (Jl 2, 17)

Como todos los años, comenzábamos la Cuaresma hace apenas tres semanas escuchando el miércoles de ceniza las palabras de la profecía de Joel: entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes (Jl 2, 17). ¡Qué oportunas son estas palabras cuando celebramos la Eucaristía sin presencia de fieles! Queridos hermanos sacerdotes: algunos de vosotros habéis comentado que resulta muy duro celebrar la Eucaristía a solas, con las puertas de vuestras iglesias cerradas. ¡No sintáis vergüenza al regar con vuestras lágrimas el altar! ¡Llorad, sí, llorad por vuestros fieles, llorad con ellos, y presentad vuestras lágrimas al Señor! «No puedes ser padre si no lloras -decía san Juan Crisóstomo-. Yo quiero ser padre misericordioso». (San Juan Crisóstomo, Hom. Hb. XXIII, 4, 5 (BPa 75, 402).

Vivid este tiempo, hermanos sacerdotes, como oportunidad preciosa para volver sobre el centro de la vocación a la que un día el Buen Pastor os llamó. San Gregorio Magno señalaba bien ese centro cuando resumía la singularidad de la vida sacerdotal en estas hermosas palabras: «(el sacerdote) por dentro medita los secretos escondidos de Dios; por fuera lleva la pesada carga de sus hermanos». (San Gregorio Magno, Regla pastoral II, 5 (SCh 381, 198; BPa 22, 84).

Reforzad en estos días el diálogo interior con Cristo Buen Pastor para que podáis cargar sobre vuestros hombros a cada uno de los fieles que Cristo mismo os ha confiado.

Recordad, una vez más, que, al subir al altar para celebrar la Santa Misa, nunca vais solos, aunque no os acompañen los fieles.

Recordad que al celebrar la Eucaristía privadamente el Señor está derramando gracias abundantes para vosotros, para la Iglesia y para el mundo, gracias que no vendrán si abandonamos la celebración eucarística.

Así lo recordaba, una vez más, san Pablo VI: «De donde se sigue que, si bien a la celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente (…) porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de toda la Iglesia, y aun de todo el mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la sola comunión» (MF 4).

Queridos fieles: ¡rezad especialmente en estos días por vuestros sacerdotes! Sabéis que en nuestra Diócesis varios de ellos ya han dado positivo al test del Covid-19. Algunos, más graves, están hospitalizados. Y es previsible que en los próximos días vayan apareciendo nuevos casos.

Los templos no se han cerrado para dar vacaciones al clero o para protegerlo del contagio.

Nuestros sacerdotes, algunos de forma heroica, están reforzando los equipos de capellanes de los hospitales, están celebrando las exequias de nuestros difuntos, están visitando a los enfermos más graves para llevarles el auxilio de la Confesión y de la Comunión, y están ofreciendo, con gran creatividad, propuestas de oración y formación a través de las redes sociales y medios de comunicación.

Los sacerdotes que están hospitalizados nos están regalando el testimonio admirable de vivir la postración de la enfermedad como ofrenda por el bien espiritual de sus fieles. ¡Están haciendo de sus camas hospitalarias verdaderos altares donde se unen a Cristo, Sacerdote y Víctima!

Oremos, ahora más que nunca, por nuestros sacerdotes, pongámoslos bajo la protección de San José, custodio del Redentor, para que no desfallezcan en estos momentos, y sean, siempre y en todo, sacerdotes de Cristo.

  1. El ayuno eucarístico y la comunión espiritual

Si entendemos que cerrar los templos no significa privar a los fieles del fruto de la Eucaristía, aprenderemos a valorar otras formas verdaderas de encuentro con el Señor, como la llamada comunión espiritual.

Es importante advertir que el desarrollo de la enseñanza de la Iglesia sobre esta forma de comunión se ha producido en la Edad Media, en tiempos de gravísimas epidemias, al hilo de las controversias eucarísticas provocadas por quienes negaban la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Guillermo de Saint-Thierry (+1148), el gran monje benedictino que al final de su vida abrazó la reforma del Císter atraído por la santidad de san Bernardo, dirigiéndose a los monjes cartujos de la joven abadía de Monte Dei, consciente de que no siempre podían recibir la Sagrada Comunión, les recuerda que la gracia del sacramento se puede recibir, aunque materialmente no se pueda comulgar:

«El sacramento de esta santa y venerable conmemoración sólo es dado celebrarlo a unos pocos hombres según el modo, lugar y tiempo especiales; mas la gracia del sacramento está siempre disponible y pueden actuarla, tocarla y recibirla para la propia salvación, con la reverencia que se merece, en la forma en que ha sido transmitida y en todo tiempo y lugar al que se extiende el señorío de Dios, aquellos de los que se ha dicho: Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo elegido para anunciar las alabanzas de aquel que os sacó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe 2, 9) (…) Si la quieres y la deseas con toda sinceridad, tienes esta gracia disponible en tu celda a todas las horas, tanto de día como de noche. Cuantas veces te unes fiel y piadosamente a este acto en memoria del que padeció por ti, otras tantas comes su cuerpo y bebes su sangre; y siempre que permaneces unido a Él por el amor, y Él a ti en acción de santidad y de justicia, formas parte de su cuerpo y de sus miembros». (Guillermo De Saint-Thierry, Epistola ad fratres de Monte Dei, 117.119 (CCL CM 88,252-253; BC 13,70-71).

La gracia del sacramento es la unión a Cristo por el amor, que lleva a ser parte viva de su cuerpo que es la Iglesia.

Esta gracia se regala a quien la quiere y desea con sinceridad, aunque no se pueda participar en el sacramento, si con dignidad y reverencia se descansa en el recuerdo de Quien padeció por ti.

No extraña que un siglo después, santo Tomás de Aquino, el Doctor eximio de la Eucaristía, llegue a afirmar de la comunión espiritual: «Es tal la eficacia de su poder que con sólo su deseo recibimos la gracia, con la que nos vivificamos espiritualmente». (Santo Tomás de Aquino, STh III, q.79 a.1 ad 1.

Para despertar el deseo y unirnos con la memoria del corazón a Quien por amor a nosotros se queda en el Sacramento del Altar, podemos emplear alguna de las oraciones que la tradición cristiana nos ha transmitido:

Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma, pero no pudiendo hacerlo sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Y como si estuvieras conmigo os abrazo y me uno con vos. Quédate conmigo y no permitas que me separe de ti.

Repitamos, con palabras de un teólogo del siglo pasado, la enseñanza esperanzadora de la Iglesia Católica: «La “comunión espiritual” es con toda verdad una comunicación personal con Cristo. Produce la gracia sacramental de la Eucaristía de manera no sacramental». (Ch. Baumgartner, La gracia de Cristo, Herder, Barcelona 1969, 251).

Conclusión: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre»

En los próximos días se cumplirá el segundo aniversario de la Exhortación apostólica Gaudete et exultate del papa Francisco sobre la llamada a la santidad en el mundo actual (19.3.2018).

Como sabemos, en el segundo capítulo el Papa desenmascara “dos sutiles enemigos de la santidad”.

Para describir estos enemigos menciona dos errores doctrinales del pasado que hoy reaparecen en algunas actitudes: el “gnosticismo actual” y el “pelagianismo actual”.

¿No hay acaso destellos de un neo-monofisismo en quienes, para primar la salud espiritual de los fieles, minusvaloran la salud corporal?

¿Se equivoca acaso la Iglesia cuando nos pide orar por los enfermos?

¿Acaso pedimos que les llegue pronto la muerte para que entren en la bienaventuranza eterna?

Evitemos este otro “enemigo sutil” de la santidad que lleva a considerar la postura propia la más auténtica por gozar -así se pretende- de una “visión sobrenatural”, mientras se critica la postura que busca la salud espiritual de los fieles evitando poner en peligro su salud corporal, hasta donde prudencialmente es posible.

Dejémonos también iluminar en esto por la recta fe de la Iglesia. Contemplemos el misterio admirable de la encarnación y no enfrentemos la naturaleza humana a la divina, la naturaleza a la gracia, la salud del cuerpo a la del alma, pues sabemos que «hay un sólo Médico, carnal y espiritual, creado e increado, que en la carne llegó a ser Dios, en la muerte, vida verdadera, (nacido) de María y de Dios, primero pasible y, luego, impasible, Jesucristo nuestro Señor». (San Ignacio de Antioquía, Ef. 7, 2 (FuP 1, 111; BPa 50, 239).

En una situación como la actual se percibe aún con más claridad la necesidad de mantenernos unidos.

Evitemos todo lo que quiebra la comunión. Superemos el discurso tramposo que enfrenta a “los que tienen fe” con “los que tienen miedo”.

No caigamos en la tentación del individualismo, buscando “soluciones” por cuenta propia. Necesitamos caminar juntos.

Renovemos la oración por nuestro Obispo. Pidamos al Señor que lo colme con su luz y lo robustezca con su gracia para que en sus decisiones reconozcamos el báculo firme y las entrañas misericordiosas del Buen Pastor.

Y quienes tenemos la dicha inmensa de pertenecer a la Diócesis de Getafe acojamos las palabras de un obispo mártir del siglo I, san Ignacio de Antioquía, como palabras dirigidas a nosotros en el momento presente: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre». San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 1-2 (FuP 1, 177; FuP 50, 278-279).

Que la Reina de los Ángeles, protectora y patrona de nuestra diócesis, nos alcance de su Hijo el consuelo de una comunión renovada, la salud de los enfermos y la protección de nuestro pueblo. ¡Nada sin María! ¡Todo con Ella!

Getafe, 17 de marzo de 2020

+ José Rico Pavés Obispo Auxiliar de Getafe

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