El hecho de ser gobernados por gentiles de otra religión, como eran los romanos, era una afrenta enorme al pueblo elegido, que consideraba esta situación muy parecida a la esclavitud entre los egipcios, o a la cautividad de Babilonia. Por eso la liberación que debía traer el Mesías, descendiente del rey David, se veía como religiosa, pero también como política.
En este contexto, los fariseos y los herodianos deliberaron, a pesar de ser enemigos entre sí, para coger a Jesús en una contestación comprometida y entregarlo al poder y jurisdicción del gobernador. Por ello le dijeron: «¿Es lícito dar tributo al César o no?» La pregunta estaba hecha con mala intención, pues si Jesús decía que no se debía pagar el impuesto, se enfrentaba al César y podía ser detenido por el gobernador romano. Si decía que sí, se ponía de parte del César y contra los que defendían el nacionalismo israelita. Jesús «conoció su malicia y dijo: Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la moneda del tributo. Ellos te mostraron un denario. Díceles: ¿De quién es esta imagen y la inscripción? Le dijeron: Del César. El les contestó: Dad, pues al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt. 22, 18-22) Con estas breves palabras Jesús dio un criterio fundamental para las relaciones entre lo religioso y lo político. Estos dos poderes deben estar separados, aunque su relación debe ser de mutua ayuda.